La liturgia presenta dos veces el acontecimiento de la Transfiguración: el segundo
domingo de Cuaresma, y en esta fiesta, que tiene su origen en la dedicación de la basílica
del monte Tabor, y de la que tenemos testimonios procedentes del siglo V, aunque en
Occidente se extendió más tarde, desde el siglo IX. En el contexto de la Cuaresma este
acontecimiento de la vida de Jesús encuentra su marco más propio, como parte del camino
hacia Jerusalén, a los acontecimientos pascuales de la muerte y resurrección de Cristo. La
luz de la transfiguración, que se muestra a los testigos escogidos, Pedro, Santiago y Juan,
fortalece la fe para los momentos de la prueba y la dificultad, y mira, sobre todo, a esa
dificultad humanamente insuperable que es el escándalo de la Cruz.
La luz de la transfiguración de Cristo no es una luz meramente material: es la luz de la
Palabra que es el mismo Cristo. La encarnación, que ha hecho esta Palabra cercana y
accesible para nosotros, al mismo tiempo, sin embargo, la velar y la hace opaca. Y esto
puede provocar que la entendamos sólo como una mera enseñanza moral, o como un
conjunto de historias edificantes, para algunos, incluso, como dice Padre, como una
fábula fantástica; y no como lo que es en realidad: “una palabra viva y eficaz, más cortante
que espada de dos filos, que penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, y escruta
los sentimientos y pensamientos del corazón” (Hb 4, 12). Es la luz de la transfiguración
la que nos revela el carácter divino y salvador de esta Palabra que es Cristo. Precisamente
por eso, en el resplandor de la Palabra, se aparecen Moisés y Elías: la ley y los profetas,
que conversan con Él. El evangelista Lucas nos informa incluso de qué hablaban: de lo
que había de cumplirse próximamente en Jerusalén (cf. Lc 9, 31). El Antiguo Testamento
conversa con Jesús y, en el fondo, habla sólo de Él. Para poder leer el Antiguo Testamento
a la luz de la fe es preciso entender que todo lo que ahí se dice debe ser puesto en relación
con Cristo, pues ese es su único tema. Cristo es la verdadera clave de lectura de toda la
revelación bíblica, en el que toda ella adquiere su pleno sentido.
La voz del Padre que habla desde la nube viene a cerrar un ciclo abierto en el bautismo
de Jesús. Entonces el Padre se limita a reconocer en Jesús, que todavía no ha iniciado su
ministerio, a su hijo amado, en el que reposa su Espíritu. A continuación, Jesús debe
someterse a la voluntad el Padre, mostrando que efectivamente es el Hijo de Dios, y,
como hombre, debe hacerlo superando las tentaciones con las que el diablo le acosará
durante su ministerio mesiánico. Ahora, después de que Jesús ya ha revelado con palabras
y obras el misterio del Reino de Dios, llevando a perfección la antigua ley, es el momento
de los discípulos. A diferencia de las opiniones comunes sobre Jesús (cf. Mt 16, 14), ellos
han entendido que Jesús es más que un profeta, que es el Mesías del que hablaron todos
los profetas: es la Palabra de Dios hecha presencia humana. Por eso, a la revelación de lo
alto sobre su identidad, se añade la invitación o el mandato: “escuchadlo”. Porque para
eso ha venido Jesús. La Palabra salvadora, de perdón y misericordia, que Dios pronuncia
sobre la humanidad por medio de Jesús, sólo puede resultar eficaz si el ser humano al que
se dirige la hace suya. Escuchar no significa sólo “oír”, sino acoger y aceptar, encarnar,
hacer de ella el criterio inspirador de la propia vida. Escuchar significa creer en Jesús,
creer en su filiación divina y, creyendo, caminar en su seguimiento hasta Jerusalén.
La luz de la Palabra es alimento para el camino. Por eso no es legítimo “construir tiendas”.
La contemplación, tan necesaria, como momento obediencial de escucha, es solo un alto
en el camino, y la misma Palabra que es Cristo nos manda ponernos en pie y continuar
caminando: al encuentro de los demás, en dirección a Jerusalén. Hay que bajar del monte
Tabor para subir a otro, el Gólgota, en el que se consumará de modo paradójico el destino
mesiánico de Cristo, el designio de amor de Dios hacia la humanidad.
¿Por qué esta experiencia se reserva sólo a unos pocos testigos escogidos? No podemos
pedirle cuentas a Dios por sus designios. Pero sí que podemos entender que las gracias (a
veces especiales y extraordinarias) que reciben algunos (santos, místicos, doctores…) no
las reciben para su exclusivo disfrute, sino para el bien y a favor de todos. Lo dice con
claridad el mismo Cristo, dirigiéndose a uno de los privilegiados del monte Tabor: “y tú,
cuando hayas vuelto, fortalece a tus hermanos” (Lc 22, 32). Los grandes santos nos
enriquecen a todos. Pero eso vale también, en nuestra medida, para cada uno de nosotros.
Todos los creyentes hemos recibido por la fe una porción de esa luz. Es una gracia que
nos sirve para que, cuando sentimos la oscuridad de la cruz, nos mantengamos fieles a
esos momentos de luz. Pero también genera una responsabilidad: la de ponernos en
camino para testimoniar esa luz en nuestra vida, compartirla y fortalecer a los que
flaquean.