El poder (político, social, militar…) sin sabiduría práctica (sin prudencia, sin capacidad de discernir el bien del mal) es temible, porque no conoce límites, ni físicos ni morales, para conseguir sus objetivos. La riqueza sin sabiduría conduce a la ruina, frecuentemente a la económica, siempre a la moral. La fama o el éxito social sin sabiduría conducen las más de las veces a hacer el ridículo en público y a gran escala.
La sabiduría práctica que discierne el bien del mal es un bien superior, el más necesario para la vida. Y Salomón, consciente de la tarea inmensa y difícil que tiene por delante, le pide a Dios que se la conceda. En realidad, cualquiera de nosotros tiene el derecho y la necesidad de pedirla, porque cualquiera que sea nuestra posición en esta vida, sabemos que vivir es siempre una tarea difícil, erizada de dificultades, que requiere sobre todo esa capacidad de discernimiento, junto con la voluntad de realizar lo que descubrimos como correcto.
Si tenemos la fortuna de alcanzar esa sabiduría práctica, se cumple en nosotros lo que dice Pablo en la carta a los Romanos: incluso las situaciones difíciles y dolorosas nos sirven para el bien, pues también de lo negativo somos capaces de aprender, sacar algún provecho y, en definitiva, crecer como personas. Es verdad que Pablo no habla de “sabiduría”, sino del amor a Dios. Pero es que este amor es la forma suprema de sabiduría, porque supone abrirse y vincularse con la fuente de la vida y del bien. El que ama a Dios abre los ojos para el bien supremo, que está además presente en todo porque todo es creación de Dios. Todas las criaturas, de un modo u otro, están “contagiadas” del Bien que es Dios mismo.
Dar con este amor, con el que Dios nos ama, y con el que nos relacionamos con Dios, con los demás (cf. Mt 22, 37-40) y con todo lo creado, es dar con el valor supremo de la vida, con el tesoro escondido del que Jesús nos habla en el evangelio de hoy.
Se trata de un tesoro escondido, es decir, no evidente ni inmediatamente visible. Dar con él es una gran suerte: “llena” de alegría, hasta los bordes, plenifica; es un verdadero regalo o, dicho en lenguaje religioso, una gracia, un don gratuito otorgado por Dios. Pero su obtención conlleva, no obstante, una actitud activa por parte del afortunado, que tiene que buscar, tal vez cavar y volver a enterrar, vender todo lo que tiene y comprar el campo. Los dones de Dios no anulan nuestra libertad, sino que estimulan nuestra responsabilidad. Así sucede ya con los dones naturales, como nuestras capacidades y talentos, que hemos recibido son mérito nuestro, pero que nosotros debemos cultivar, desarrollar y aplicar para que den fruto. Esa responsabilidad se subraya especialmente en la siguiente parábola, que no compara el Reino de Dios con la perla de gran valor, sino con el comerciante que la encuentra.
El don de la sabiduría del amor, capaz de discernir el bien del mal, implica que, una vez que hemos recibido esta gracia, nosotros mismos nos hacemos responsables de nuestra calidad moral. Es verdad que sin la gracia no podemos hacer nada, pero también lo es que con ella podemos (y esto ya depende de nosotros) actuar bien o mal, amar u odiar, vivir en espíritu de servicio o de modo egoísta… Es decir, de nosotros depende el convertirnos en peces buenos o malos, peces que nadan por el mismo mar y caen en la misma red.
El tesoro escondido es Jesucristo: él es la presencia verdadera de Dios en nuestro mundo, escondida en la humanidad de Jesús. Y esa humanidad suya es el campo que debemos comprar y por el que debemos vender todo (es decir, posponer todo otro interés y valor). Esa humanidad de Jesús, el campo que esconde el tesoro de su divinidad, se prolonga en la comunidad de sus discípulos, en su Iglesia, Cuerpo de Cristo. Jesús no nos indica si el campo que encerraba el tesoro esa un jardín de flores o un erial de cardos (tendría de lo uno y de lo otro). El aspecto exterior evidentemente juega un papel, y por eso los creyentes debemos esforzarnos en hacer del campo de la Iglesia un lugar atractivo y confortable. Pero su gran valor depende del tesoro que encierra, y hacer del campo un jardín acogedor significa que nosotros debemos tratar de hacer visible el tesoro, a Jesucristo, viviendo las bienaventuranzas y el mandamiento del amor.
La sabiduría del amor que procede de la fe, y que debemos pedir constantemente, nos ayuda a discernir, a descubrir y a aceptar el enorme valor contenido en este campo, a Jesucristo, y con él, como el escriba del Reino de los cielos, aprendemos lo nuevo y lo antiguo, los pasos adelante que tenemos que dar, y los valores permanentes que debemos conservar.