La justicia de Dios: paciencia y misericordia. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 16º domingo del tiempo ordinario

“Dios, inspirador y autor de ambos Testamentos, dispuso las cosas tan sabiamente que el Nuevo
Testamento está latente en el Antiguo y el Antiguo está patente en el Nuevo” (Dei Verbum 16).
Esta afortunada expresión de la Constitución dogmática del Concilio Vaticano II sobre la divina
revelación no impide que, a veces, el Nuevo Testamento está realmente patente en ciertos pasajes
del Antiguo. Es lo que sucede en el texto de la Sabiduría que hemos escuchado en la primera
lectura, que es evangelio puro. Se trata de una confesión de fe monoteísta en un Dios único y
todopoderoso, pero cuyo poder se manifiesta en el cuidado de sus criaturas, en la indulgencia, el
perdón y la paciencia ante el mal que da lugar al arrepentimiento. Estamos aquí, ciertamente, a un
paso del Evangelio de Jesús, y ante una imagen de Dios excepcionalmente madura. Sólo falta darle
nombre, el que le dará Jesús: “Abbá”, Padre.
Sin embargo, está bondad indulgente, misericordiosa e inclinada al perdón que descubrimos en
Dios, ya en el Antiguo Testamento, y que se manifiesta en toda su plenitud en Jesucristo, no debe
hacernos caer en el error de un “buenismo” que cierra los ojos ante el mal y lo despoja de su
profundo dramatismo. Al contrario, si el poder infinito de Dios se derrama sobre nosotros como
indulgencia, perdón y misericordia es porque el mal actúa también de manera poderosa, y pone en
peligro la obra buena de Dios. Jesús lo expresa hoy con claridad en la parábola del trigo y la cizaña.
Es muy significativo el modo en que Jesús presenta aquí la interacción entre el bien y el mal. Lo
primero es la buena semilla. El mundo creado por Dios es bueno, es fundamentalmente bueno y
todo lo bueno que hay en el mundo procede de Dios. El mal se difunde solo en un segundo
momento, como consecuencia de una mala voluntad que esparce la mala semilla. Es importante
caer en la cuenta del carácter metafórico de las parábolas. Dios es el origen del bien y de la justicia
(como dice la primera lectura). Pero él ha puesto esas semillas de bien en el campo de la voluntad
humana, que es la que debe darle crecimiento. Del mismo modo, el mal es producto, dice Jesús,
“del enemigo”, que es enemigo de Dios, y que podemos identificar como el diablo. A diferencia
del bien absoluto, que se identifica con Dios, no existe un mal absoluto (sería un mal “divino”, lo
que es contradictorio), pero sí el mal radical, la frontal oposición a la voluntad de Dios. Y el
enemigo lanza también la semilla, que crece también por obra (y con el acuerdo) de la voluntad
humana. El bien y el mal que crecen en este mundo dependen de nosotros, de nuestra voluntad, de
nuestras decisiones.
Es también muy significativo que, tal como lo presenta Jesús, el bien y el mal crecen juntos, en el
mismo campo. Una fuerte tentación que todos experimentamos es la de considerar que el bien y el
mal crecen en campos distintos. Naturalmente, consideramos que el mal crece en el campo ajeno,
en el de “los otros”, sean estos “otros” otras razas, otras naciones, otros partidos y tendencias
ideológicas, otras confesiones religiosas, etc. Y, si llegamos a reconocer que en nuestro propio
campo hay también algo de mal, solemos minimizar esa presencia, reducirla a unas pocas malas
hierbas, que no ponen en cuestión la calidad de nuestro trigo. En esta tentación, en la que caemos
todos con tanta frecuencia, está implicada otra, extremadamente peligrosa: si nuestro campo está
casi libre de mala semilla, acabar con el mal se presenta como una tarea relativamente sencilla.
Basta ir al campo ajeno y arrancar la cizaña que crece (casi en exclusiva) en ella. Dicho de manera
simple, se trata de acabar con el mal, acabando (de un modo u otro) con “los malos”.
Pero Jesús nos advierte con toda claridad de que, pretendiendo (tal vez con buena voluntad, aunque
con notable miopía) acabar con la cizaña con estos expeditivos métodos, estaremos arrancando
también el trigo, o, dicho con otras palabras, estaremos “cortando por lo sano” y haciendo que
paguen justos por pecadores. Porque, como nos está diciendo también con su parábola, la cizaña
crece en el mismo campo, también en el nuestro: en mi pueblo, en mi nación, en mi partido, en mi
iglesia, en último término, en mi voluntad y en mi corazón.
No apresurarnos a acabar con el mal arrancando la cizaña, que supondría arrancar también el trigo,
no significa resignarnos al mal, transigir con él, adoptar una actitud pasiva ante el mismo. Jesús
no nos llama a la pasividad, sino a la paciencia. Es la misma paciencia de Dios, que no se apresura
a destruir el mal, porque no quiere destruir a los que lo hacen (que somos todos, de un modo u
otro), puesto que en ellos mismos existe también y crece la buena semilla. Esa paciencia significa,
en primer lugar, tomar conciencia de que el mal al que debo oponerme y al que debo combatir se
encuentra también en mí. Esta conciencia me abre a la posibilidad de arrepentimiento, como decía
el libro de la Sabiduría: “en el pecado das lugar al arrepentimiento”. En el arrepentimiento
experimento la misericordia y el perdón de Dios, que obra el milagro de transformar la cizaña en
trigo. Y, de esta manera, puedo proyectar la paciencia de Dios y su misericordia en los demás:
también ellos son objeto de la misericordia de Dios, y todos ellos, incluso los que me parecen más
alejados y encallecidos pecadores, pueden arrepentirse y cambiar de vida. Por tanto, no debemos
ser prontos a juzgar y condenar sin esperanza. No transigir con el pecado (la violencia, la mentira,
la injusticia en todas sus formas), no significa señalar con una cruz al pecador (o al que yo
considero pecador) sin posible remisión.
Los que creemos en Cristo y tratamos de seguirlo no deberíamos distinguirnos por una especie de
“neo-fariseísmo” que nos lleva a considerarnos mejores o menos pecadores que los demás, sino
por nuestra confianza en la paciencia de Dios, que nos lleva a dejarle a Él el juicio (precisamente,
el juicio final), y, mientras tanto, a ser testigos de la posibilidad del arrepentimiento y de la realidad
del perdón de Dios que hemos experimentado y experimentamos cotidianamente en nosotros
mismos, y tratamos de practicar también a diario con nuestros semejantes.
Al hacerlo así, nos abrimos a la acción del Espíritu de Jesús, que viene en ayuda de nuestra
debilidad, nos inspira lo que hemos de pedir y nos va convirtiendo en intercesores ante Dios de los
demás, de esos “otros”, a los que descubrimos a la luz del Evangelio y guiados por el Espíritu
Santo como nuestros semejantes, nuestros prójimos, nuestros hermanos.