La buena semilla y la buena tierra. Homilía del padre José María Vegas, C.M.F., para el 15º domingo del tiempo ordinario

El Señor, por boca del profeta Isaías, afirma la eficacia de su Palabra: es, como dirá después el
autor de la carta a los hebreos, una Palabra “viva y eficaz, más penetrante que espada de doble filo,
que penetra hasta donde se dividen el alma y el espíritu, las articulaciones y los tuétanos, y que
discierne los deseos y los pensamientos más íntimos” (Hb 4, 12). Pero, a la vista de la situación
actual de la fe, la religiosidad y la Iglesia, bien podríamos esbozar una mueca de escepticismo
frente al optimismo del profeta. Parece que esa Palabra que Dios nos dirige no encuentra hoy eco,
al menos en la gran mayoría de nuestro mundo occidental, de modo que, incluso quienes la acogen
(pocos) no lo hacen con la fuerza necesaria para fecundar la sociedad y la cultura, dando frutos de
vida evangélica.
Jesús, en la parábola del sembrador, nos da la clave de comprensión de esta aparente ineficacia.
La Palabra de Dios es una palabra dialogal, que llama, interpela, ilumina, pero que para poder dar
fruto necesita de una acogida libre y adecuada. No basta la buena semilla, es necesario también
que caiga en buena tierra. Y es claro que no siempre se da tal cosa. Muy posiblemente Jesús está
expresando en esta parábola su propia experiencia personal en su ministerio mesiánico y, de paso,
respondiendo al probable desánimo de sus discípulos ante la falta de éxito de la predicación. Él
mismo, Jesús, es la Palabra encarnada que Dios ha dirigido al mundo. Y se encuentra con muy
diferentes actitudes, que van del abierto rechazo (el borde del camino), pasando por una acogida
superficial (el pedregal), o más o menos sincera, pero en el fondo marginal, al lado de otras
preocupaciones o intereses que tienen prioridad a la hora de la verdad (las zarzas), hasta una
acogida sincera, profunda, que pone la verdad del evangelio en el centro de la propia vida, como
se ve en los discípulos que, dejándolo todo, le siguen.
Jesús no sólo no desespera ni deja de anunciar con palabras y obras la presencia del Reino de Dios
en nuestro mundo, sino que activamente busca la buena tierra y ayuda a que la tierra infecunda se
convierta, por medio de la conversión y del perdón), en buena tierra. Lo vemos en su tarea
pedagógica con los discípulos de primera hora, que, como todos nosotros, presentaban rasgos de
rechazo, incomprensión, superficialidad, es decir, parcelas de tierra infecunda, en relación con el
mismo Jesús y su mensaje. El agua del bautismo, la roturación del perdón y el abono de la
Eucaristía pueden ir transformando hasta el desierto en un huerto regado y en un jardín, hacer que
nuestra vida, pese a todas nuestras imperfecciones, se haga fecunda y dé frutos de buenas obras.
La escucha de la Palabra (que supone la apertura y el silencio interior) es el primer paso.
Aunque nos puede parecer que hoy domina la mala tierra en sus diversas variantes Jesús son deja
de dirigirse a nosotros, Dios no deja de enviarnos su Palabra encarnada. ¿Por qué? Primero porque
nos ama, como un padre y una madre aman a sus hijos, por poca respuesta que encuentren en ellos.
Dios siente lástima de nuestro extravío y nos llama con insistencia, sin ahorrar la semilla. Pero,
además, lo hace porque sabe que esa semilla, esa Palabra (su Hijo Jesucristo) es lo que
necesitamos, es lo que más necesitamos para que nuestra vida no se pierda, adquiera sentido y se
haga fecunda.
Lo expresa con gran fuerza y dramatismo Pablo, en su carta a los Romanos. Sin saberlo con
claridad, la creación, el mundo, la humanidad busca el bien, la plenitud, la justicia, la fraternidad,
la felicidad. Como lo hace por caminos con frecuencia extraviados, siente frustración, padece
sufrimientos, vive esclavizada. Pero todo ello son gritos que ,como los gemidos de los dolores
parto, claman por una liberación que sólo se dará en plenitud cuando descubramos que somos y
estamos llamados a ser hijos de Dios y, por tanto, hermanos entre nosotros, que estamos llamados
a una libertad superior (del pecado y de la muerte), y que sólo será posible en el Hijo, Jesucristo,
la Palabra que Dio nos ha enviado, y que no ha vuelto a Él vacía, sino sólo después de cumplir su
misión; vencer a la muerte y manifestar la resurrección.
Nos puede parecer que vivimos tiempos de muerte para la fe, para el cristianismo. Pero esa muerte
está preñada de la semilla de la resurrección, porque el que ha muerto es el mismo Hijo de Dios,
vencedor del pecado y de la muerte.