El amor familiar es una bendición de Dios. En el orden natural (sobre todo en el ámbito
de las relaciones humanas) se refleja espontáneamente esa “bondad” inscrita en toda la
creación, por la que, como narra el relato de la creación del mundo en el primer capítulo
del Génesis (cf. Gn 1, 31), al ver todo lo que había hecho, Dios vio que era bueno, y
“muy” bueno cuando apareció el ser humano (varón y mujer). Por eso, en la primera
lectura, el santo de Dios, Eliseo, al que socorren la mujer sunamita y su rico marido, los
bendice con la promesa de un hijo. Dios no se deja vencer en generosidad, y responde a
la benevolencia de la pareja, rica en dinero, pero pobre en descendencia, con la bendición
de un hijo.
Esa bondad inscrita en todo lo creado ha quedado velada y herida por el pecado. Si la
bendición es principio de vida, el pecado es principio de muerte. Y el pecado ha afectado
a la creación en todas sus dimensiones, en todos sus aspectos. También las relaciones
familiares han sido heridas por él. El amor familiar es el más básico, porque es el primero
que experimenta el ser humano, y sin esa primera experiencia de haber sido amado sin
más, por el mero hecho de haber aparecido en el mundo, la persona crece disminuida en
su equilibrio personal y en su capacidad de amar, y de amar desinteresadamente. Por más
incomprensible que nos resulte, el maltrato y la explotación infantil, la violencia contra
la mujer, las relaciones envenenadas y agresivas con los más cercanos y, en teoría,
queridos, es una triste realidad que ensombrece nuestras vidas y es la causa de infelicidad
de muchos. Incluso los que han tenido (hemos tenido) la suerte de una relación familiar
afortunada y feliz, conocen también las dificultades, los conflictos, los momentos
amargos que de un modo u otro se dan casi inevitablemente. Todos sentimos en mayor o
menor grado las dentelladas del pecado, sea como víctimas, sea también, debemos
reconocerlo, como verdugos.
La cultura de la muerte, de la que hablaba san Juan Pablo II, no es sólo una realidad de
nuestro tiempo, sino de siempre, aunque en cada época se manifieste con características
propias. La mentalidad cada vez más arraigada, que ve el aborto como un derecho o la
eutanasia como un progreso, o que restringe sin cesar la transmisión de la vida, son
expresión de esa cultura de la muerte en nuestros días (aunque existan otras expresiones
positivas propias de nuestro tiempo, como el rechazo generalizado de la pena de muerte
y la lucha contra diversas formas de violencia –como las que mencionamos antes). Se ve
que la lucidez en unos aspectos va acompañada de la creciente ceguera en otros. El pecado
no fomenta, ciertamente, la coherencia racional.
Pero el Dios creador de la vida no permanece indiferente ante nuestra voluntad de caminar
hacia la muerte. Nos ha venido al encuentro, y ha decidido esperarnos allí a donde nos
encaminamos confundidos por el pecado. En su hijo Jesucristo ha asumido la muerte
humana para devolvernos a la vida, que consiste en la comunión con Dios, para que así,
dice Pablo, “andemos también nosotros en una vida nueva”, que es la vida en el amor.
Una vida nueva que sana y renueva también las relaciones familiares, heridas también
por el pecado. De ahí las paradójicas palabras de Jesús en el Evangelio, que no pretende
descalificar, devaluar o relegar el amor al padre, la madre, los hijos, los hermanos, sino,
al contrario, sanarlos, devolverlos a su verdadera naturaleza, a su plenitud. Si queremos
amar del mejor modo a nuestros seres queridos, esposo o esposa, hijos, padre, madre,
hermanos, etc., nada más efectivo que conectarnos con la fuente del amor humano, que
es el amor de Dios y que se ha manifestado plena y definitivamente en Cristo Jesús. La
prioridad que le damos a Jesús, en la escala de nuestros amores, no sólo no disminuye los
otros, sino que los refuerza al sanarlos de la enfermedad del egoísmo.
Jesús ha muerto por nosotros, dando su vida en la cruz, para que nosotros tengamos vida,
para que caminemos en una vida nueva, salvada, sanada, que es capaz de amar con el
mismo amor con el que Dios nos ama, como Cristo nos ha amado. De esta manera, no
solo renovamos nuestro amor familiar, sino que lo abrimos y universalizamos, al
descubrir a la luz del amor del Dios Padre de todos que cada ser humano es nuestro
prójimo, nuestro familiar, nuestro hermano. Pero puede asustarnos el pensar que amar
como Cristo nos ama implica necesariamente tomar sobre sí la cruz. ¿Qué significa esto?
“Tomar la cruz” no significa buscar o desear el sufrimiento, lo que sería un absurdo, sino
estar dispuestos a pagar el precio del verdadero amor, que sí que implica muchas veces
renuncias y sufrimientos. “Tomar la cruz” significa aceptar y acoger a Cristo, seguirlo,
escuchar y poner en práctica su palabra, tratar de vivir “como vivió Él” (cf. 1Jn 2, 6).
Tomar la cruz significa, por tanto, no hacer de nuestras limitaciones, debilidades,
enfermedades y ofensas recibidas excusas para no amar, para encerrarnos en nosotros
mismos. Tomar la cruz es lo mismo que “perder la vida” por Cristo (por amor), para
encontrar la vida. La vida que se pierde son las pequeñas o grandes renuncias que
debemos asumir para poner el práctica el mandato del amor. Y la que se encuentra o se
gana es la vida superior, la vida plena, que designamos como vida eterna, pero que ya
empieza en esta vida, cuando hacemos del amor que Cristo nos enseña la norma y el
criterio de nuestra vida.
Cuando tratamos de vivir así, pese a nuestras imperfecciones, experimentamos a veces el
rechazo del entorno. Pero también experimentamos por parte de otros aprobación y
acogida. Y es aquí donde Jesús nos enseña que el grupo de los discípulos de Jesús no es
una especie de secta cerrada sobre sí misma. No puede serlo si tratamos de vivir el
mandamiento del amor. El amor es una actitud abierta, se difunde y se comunica. Por eso,
los que acogen a los discípulos de Jesús, incluso si no comparten con ellos totalmente su
fe, se “contagian” de ese espíritu de apertura y participan también a su modo en la gracia
de la salvación. Y esto nos habla, en el fondo, de lo importante que es nuestra misión
como cristianos: dando testimonio de nuestra fe por medio sobre todo de las obras del
amor estamos difundiendo y comunicando a muchos la vida nueva de la resurrección.