El temor que disipa el miedo. Homilía del padre José María Vegas, C.M.F., para el 12º domingo del tiempo ordinario

“Mis amigos acechaban mi traspié”. Es claro que con amigos así no hacen falta enemigos.
Pero esto expresa una realidad bien concreta y cotidiana: nuestros conflictos, nuestros
choques, nuestras ofensas (las que recibimos y las que hacemos) se producen con
muchísima frecuencia con los más cercanos. Suelen ser episodios que ensombrecen
nuestra relación, aunque no la deterioren del todo, y que pueden corregirse por medio de
la reconciliación, del perdón, de la generosidad para mantener, profundizar y mejorarla,
a pesar de las dificultades (y a través de ellas). Por desgracia, hay casos en los que se
traspasa el umbral de la conflictividad “normal”, y acaba resultando que uno tiene el
enemigo en casa. Un ejemplo de triste actualidad, pero no el único, es la violencia en el
seno de la familia (violencia intrafamiliar o de género, o como se quiera llamarla). La
persona en principio más querida, la que debería bridar apoyo, cuidado y protección se
convierte en la amenaza principal, en la fuente de temor, en el enemigo en casa. No es
difícil imaginarse ese temor, “pavor en torno” dice el profeta, cuando allí donde uno
debería “sentirse en casa”, seguro y protegido, se convierte en el lugar de los mayores
peligros.
El profeta Jeremías aprovecha esta situación extrema para recordarnos que el Dios, al que
con frecuencia sentimos lejano, es en realidad el amigo fiel, cercano, que nunca falla, que
habita en lo íntimo del corazón. Así lo describirá más tarde san Agustín: “interior intimo
meo…” (más interior que lo más íntimo mío, – Confesiones III, 6, 11), y esa intimidad y
cercanía nos infunde valor para afrontar y superar esas situaciones extremas.
Que los más cercanos se conviertan en amenazas y enemigos nos habla de la universalidad
del pecado, que ha invadido todas las esferas de relación y todos los estratos de la
existencia humana. Existe una triste solidaridad en el mal, que lo refuerza y multiplica.
Pero la cercanía de Dios, de su benevolencia y su gracia, nos recuerda Pablo, es más
poderosa y eficaz que eso poder masivo y omnipresente del mal. Y esta cercanía se ha
manifestado en Cristo Jesús. Es en Él en quien podemos superar nuestros temores, para
vivir en la confianza en su Providencia.
Jesús contrapone el miedo a los hombres y el temor de Dios. El miedo nos encierra en
nosotros mismos, nos aísla y distancia de los demás, al verlos como amenaza y como
peligro. El temor de Dios no es miedo, sino el respeto reverencial que sentimos ante lo
que percibimos como importante, noble y, al mismo tiempo, benéfico. El miedo se siente
ante el poder destructivo. El temor reverencial lo sentimos ante un poder creador y
benevolente. Si nuestra vida está asentada en el temor de Dios, que se traduce en apertura
y confianza en su providencia, entonces podemos superar el miedo que nos atenaza y
paraliza, el miedo a toda forma de violencia e injusticia, incluso a esa forma de violencia
que tiene el poder de quitarnos la vida, el poder de la muerte. Y esto es así porque el Dios
que nos inspira ese respeto reverencial y confiado nos ha mostrado su rostro paterno por
medio de Jesucristo. Es verdad que, siendo todopoderoso, tiene el poder para destruir no
solo el cuerpo, sino también el alma. Pero en Jesús Dios manifestado su poder como un
cuidado amoroso que llega hasta los últimos detalles de nuestra vida. Es un amor paterno,
pero también materno, que cuenta los cabellos de nuestra cabeza, como hacían las madres
con sus hijos para limpiarlos de parásitos.
Somos valiosos ante Dios, conocemos que lo somos por Cristo Jesús, que ha sufrido
nuestra muerte para que podamos acceder a la vida de Dios, y así nos infunde valor para
proclamar sin temor ante el mundo entero la voluntad salvífica del Dios cercano, del Dios
Padre (y madre), del Dios-Amor.