Dice el Señor por boca de Moisés “toda la tierra es mía”. Y, sin embargo, Dios se escoge un pueblo
como propiedad suya. ¿Por qué debe Dios escogerse una porción de la tierra y de la humanidad si
es que, realmente, todo es propiedad suya? Esto solo se puede explicar porque, aunque Dios es el
creador de todo y, por tanto, su Señor y su dueño, este mundo se ha alejado de Él y se le ha vuelto
extraño. Y esto sucede por el pecado. El misterio del pecado es tan masivo y universal que Juan
llega a decir “todo el mundo yace bajo el poder del maligno” (1 Jn 5, 19).
Dios no se escoge un pueblo para encerrarse en él y consolarse de algún modo de la pérdida del
mundo entero. El pueblo elegido es un pueblo sacerdotal, es decir, un pueblo mediador entre Dios
y los hombres, un pueblo por el que Dios quiere recuperar para sí el mundo perdido. Recordemos
la tercera de las tentaciones de Jesús (cf. Mt 4, 9), cuando el diablo le ofrece “todas las naciones
del mundo”, porque eso es precisamente lo que quería Jesús, ganarlas para Dios. Pero es
importante comprender que el mundo no está perdido para Dios, sino que por el pecado se ha
perdido para sí mismo, se ha extrañado de la fuente de su ser y su valor, y se encuentra esclavizado,
extraviado, extenuado, alienado de sí, y es digno de lástima, de compasión.
Dios no quiere realizar la recuperación para sí, sino por el bien del mundo mismo. Y no lo hace
por la fuerza, impositivamente. Precisamente esos “métodos” de imposición y violencia son signo
del pecado del que el mundo necesita ser liberado.
El pueblo de Israel, elegido por Dios, es un pueblo sometido a la esclavitud de Egipto. Y la elección
por parte de Dios es, al mismo tiempo, un acto de liberación. Dios llama liberando, y libera
salvando. Pero precisamente por ser un acto de liberación requiere del libre consentimiento del
que ha sido liberado. Dios libera y propone un pacto. Los pactos solo pueden firmarse entre libres.
Aunque lo que propone Dios es algo más que un pacto: es una alianza. Los pactos son contratos,
acuerdos bajo condiciones. La alianza es mucho más que un acuerdo de intereses, es una relación
de amor, y el amor verdadero solo puede ser incondicional. Así es el amor de Dios. Dios no nos
exige ser justos o santos para darnos su amor, sino que nos regala su amor “cuándo éramos nosotros
todavía pecadores”, y se nos da con un amor incondicional, extremo, que se descubre en que
“Cristo murió por nosotros”. Sólo así podemos llegar a ser buenos y santos, a convertirnos en
propiedad suya, en pueblo sacerdotal y nación santa.
Y esta es la dinámica constante de la historia de la salvación, que alcanza su culminación en Cristo
Jesús y sigue realizándose hoy entre nosotros. Dios nos mira con los ojos compasivos de Jesús, y
llama a personas concretas por su nombre para ser discípulos y cooperadores suyos en la ingente
obra de la salvación. Los que hemos escuchado su llamada y tratamos de responder a ella somos
las primicias de ese amor que libera, sana y salva. Si Cristo transmite a sus discípulos el poder de
hacer el bien, de expulsar espíritus inmundos y curar enfermedades y dolencias, es porque nosotros
mismos hemos sido exorcizados, curados, perdonados y consolados. Podemos hacer el bien,
podemos amar, porque hemos experimentado en nosotros gratis la acción benéfica del amor de
Dios.
El encuentro con Cristo es un encuentro personal. Jesús mira a la multitud con compasión, pero
llama a cada uno por el nombre. Y nosotros, llamados a responder libremente a esta llamada,
unimos nuestros nombres a la lista de aquellos apóstoles (los doce) y discípulos (los setenta y dos
y las mujeres que lo acompañaban), sabiendo que al responder somos investidos de una
responsabilidad y una misión: amar con el amor con que hemos sido amados (siendo todavía
pecadores), curar, dar vida, perdonar, anunciar la cercanía del Reino de los cielos.
Es una misión universal, dirigida al mundo entero que Dios quiere liberar con nuestra ayuda. Pero
es, al mismo tiempo, una misión que empieza por los más cercanos, aquellos con los que
convivimos cotidianamente. Horizontes amplios y compromisos concretos, compasión por la
multitud y encuentro personal… La de Jesús no es una vaga promesa para un futuro incierto, sino
un amor incondicional para hoy y una salvación que ya está operando en nuestro mundo, porque
en Cristo Jesús el reino de los cielos se nos ha acercado y está presente entre nosotros.
Nos puede embargar a veces el desánimo al comprobar que, ante lo enorme de la misión, no sólo
son pocos los que responden, sino que además esa respuesta mengua cada vez más, al menos en
muchas partes del mundo, precisamente de lo que se consideraba el “mundo cristiano”. Pero se ve
que también en tiempos de Jesús la respuesta a su llamada no era especialmente exitosa. Y, sin
embargo, él nos recomienda simplemente orar con confianza al dueño de la mies que envíe obreros
a la mies. Trabajar y orar es lo que nos corresponde en esta gran misión, que Dios nos confía. Si
Dios confía en nosotros, ¿no habremos nosotros de confiar en Él?