No sólo de pan vive el hombre, pero también de pan (s. Juan XXIII). Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.f., para la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo.

“No solo de pan vive el hombre”. ¿Qué significa esto realmente? En nuestra sociedad del bienestar
se tiene la impresión de que el ser humano vive solo de pan, de modo que cubrir la necesidades
materiales, eso sí, con una cierta generosidad (eso que se llama precisamente “bienestar”) es
suficiente para vivir. Bueno, se podría añadir al pan un complemento de diversión, el “panem et
circenses”, de la vieja locución latina de Juvenal. La sociedad del bienestar es también la sociedad
del ocio.
La afirmación bíblica, sin embargo, adquiere todo su sentido en el contexto del camino del Éxodo
del pueblo de Israel. Sin el maná no hubiera sido posible hacer ese difícil camino por el desierto.
Sólo con el maná el pueblo se hubiera hecho sedentario, renunciando a la meta del camino, la tierra
prometida. Y esta es la cuestión: los medios materiales son necesarios para vivir, pero sólo
instrumentalmente, no pueden convertirse en meta, porque entonces cubrimos nuestras
necesidades básicas, pero perdemos el sentido de nuestra vida, que se acaba reduciendo a un
ejercicio de supervivencia hasta que la muerte inevitable ponga punto final a esa existencia sin
sentido (al menos, sin sentido trascendente).
Pablo nos descubre un nuevo sentido en el comer y beber que, precisamente, trasciende la mera
supervivencia física. No nos limitamos a comer y beber para cubrir nuestras necesidades, sino que
lo hacemos juntos, compartimos el pan (lo que nos hace literalmente “compañeros”) y el vino,
compartimos así nuestra vida, entramos en comunión, expresamos nuestra voluntad de relación,
de amistad, de cooperación, de ayuda mutua, de amor. El comer juntos tiene un fuerte sentido
antropológico, que expresa esos momentos esenciales de nuestra vida, como el acuerdo, el duelo,
la boda, la fiesta.
Podemos entender así el sentido profundo de la Eucaristía, que utiliza la realidad material del pan
y del vino, en el que se unen la naturaleza y el trabajo del hombre, y su sentido simbólico (el
compartir en comunión), como memorial de la Pasión de Cristo. Si en la comida común
expresamos nuestra comunión, Jesús ha escogido este gesto y su sentido humano para expresarnos
su cercanía, su voluntad de compartir con nosotros toda nuestra vida, su amor hacia nosotros. Así
el pan y el vino se convierten no sólo en símbolos de la justicia y la fraternidad humana, sino
también de la cercanía y el amor de Dios hacia la humanidad, hacia todos los seres humanos. Y
nos expresa un amor “hasta el extremo” (Jn 13, 1), porque en Cristo no comparte sólo nuestra vida
(con sus alegría y dolores), sino también nuestra muerte, al entregarse a sí mismo en la Cruz. Por
eso es la Eucaristía memorial de su Pasión, la prueba del amor apasionado de Dios hacia nosotros.
Este es el motivo de que, en la Eucaristía, el gesto de comer el pan (y, a ser posible, de beber del
cáliz) se convierte en verdadera comunión en su cuerpo entregado y en su sangre derramada. Y
esta comunión le da un sentido trascendente y definitivo a nuestra vida: estamos de camino hacia
la casa del Padre, hacia la plena comunión con Dios y con todos los seres humanos, convertidos
en nuestros hermanos. Jesús mismo es el camino (Jn 14, 6), y el pan que nos da fuerza para
recorrerlo. Este sentido trascendente no sólo no niega, sino que incluye todos los otros sentidos
inmediatos contenidos en la realidad del pan y del vino: la supervivencia física y el bienestar, pero
no solo la nuestra, sino también la de esos hermanos nuestros, especialmente los que están en
mayor necesidad, lo que nos descubre el sentido de la justicia y la fraternidad humana, que
encuentra su fundamento, su plenitud y su meta en la comunión con Cristo y, por medio de él, con
Dios, el Padre de todos.