Misterio de la Trinidad, misterio del amor. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para la solemnidad de la Santísima Trinidad

¿Es Dios un juez inapelable y exigente, ante el que debemos temer, pues si incumplimos su ley estamos abocados a la condenación? O, por el contrario, ¿es Dios un padre bonachón, casi un abuelo, que todo lo perdona, por lo que, en el fondo, poco importa cómo vivamos, al final todos nos vamos a salvar? La historia religiosa, y también la cristiana, oscila entre esos extremos, entre el rigorismo que inspira temor y el laxismo confiado que lleva a la irresponsabilidad. La primera lectura de hoy corrige esos dos puntos de vista extremos, aunque recogiendo la verdad de cada uno. Moisés lleva en las manos las tablas de la ley. En la experiencia religiosa genuina existe la exigencia, el mandamiento, la responsabilidad. Pero ello se da sobre la experiencia fundamental de la misericordia de Dios, que antes de dar su ley (de exponer sus exigencias), ha salvado gratuitamente al ser humano, ha liberado a Israel de la esclavitud. Es un Dios que libera y acompaña, que guía por el desierto (las durezas de la vida), hacia la tierra prometida (la plenitud de la vida en la comunión con Dios y con los demás seres humanos). Si nos guía, significa que nos señala el camino que lleva a la salvación, y esto es exigente, porque caminar debemos hacerlo nosotros mismos. Dios nos exige porque somos libres y él respeta nuestra libertad, pero también nos guía, y nos guía porque nos ama. En realidad, el misterio de Dios no se resuelve ni en la ley que nos oprime, ni en la confianza irresponsable que nos relaja. El misterio de Dios se puede entender sólo si se entiende el misterio del Amor. Y el amor es lo más exigente, más exigente que cualquier ley, porque, a diferencia de las leyes, que por pesadas que sean sólo exigen cumplimiento externo, el amor nos llama a darnos de corazón, del todo, a dar la vida. Y la misericordia divina, por la que Él nos amó primero, requiere de nosotros una respuesta correspondiente: responder al amor con amor, y es en esto en lo que consiste la exigencia, que también se da en la genuina experiencia religiosa.

Podemos entender el misterio del Amor sólo si entendemos el misterio de la Trinidad. Siempre se nos dice que este misterio no se puede entender, que es preciso aceptarlo con fe. Pero no debemos pensar que esto es una invitación a la credulidad intelectual. Es verdad que no podemos entender el misterio si pretendemos reducirlo a conceptos abstractos, en una consideración meramente racional. Entender conceptualmente significa definir, encerrar en límites y, de este modo, dominar. Pero ni podemos dominar a Dios (aunque lo intentamos), ni podemos encerrarlo en una definición o en un concepto: “Si enim comprehendis, non est Deus” (“si lo entiendes, no es Dios”), decía san Agustín. Sin embargo, existe una forma más alta y más profunda de comprensión, que sin negar el “esfuerzo del concepto”, va más allá de él y se dirige a lo concreto de la vida humana, de la vida personal, el rostro y el nombre, que es lo único e irrepetible, que no admite definición. Es la forma de comprensión que rige las relaciones interpersonales. Hay aquí toda una lógica, una racionalidad, pero es la lógica que Pascal llamaba “lógica del corazón”.

Así sucede con el amor. El amor es la realidad más importante de la vida humana, que requiere una comprensión que supera la definición conceptual, porque nos vincula con lo concreto de nuestra vida. Pensemos en el misterio del enamoramiento (de esta persona en concreto), del amor de una madre a su hijo, de ese hijo hacia sus padres…

El amor humano es lo que nos engendra y da vida, lo que nos mantiene vivos, aquello por lo que, en el fondo, nos afanamos siempre, lo que da sentido a nuestra existencia y le da plenitud. Se trata de una realidad tan esencial, tan inmensa, que por ella es posible no sólo vivir, sino también morir con sentido. Y no hablamos sólo (ni, sobre todo) del amor que debemos dar, sino también y, en primer lugar, del amor que recibimos, que necesitamos recibir. Porque sin ese amor inicial, sin la experiencia fundamental de haber sido amado primero, el ser humano apenas encuentra fuerzas para poder amar a los demás.

Pero el amor humano está herido, afectado por esa imperfección que llamamos el pecado original. Queremos vivir y vivir en plenitud, y por eso nos resistimos a dar la vida, a ceder, a perder, a ser generosos, o simplemente justos, nos resistimos a amar. El amor está herido con una herida mortal, porque si el amor verdadero engendra la vida, lo contrario del amor nos conduce a la muerte. Nuestro déficit de amor nos lleva a vivir a medio gas, en una existencia mortecina. Tenemos así el peligro de convertirnos en una especie de zombis morales, muertos vivientes que buscan devorarlo todo por el hambre insaciable que el desamor provoca, y sólo consiguen destruirlo todo y extender el reinado de la muerte. Por eso, aunque ansiosos de amor, nos herimos unos a otros, nos ofendemos, nos hacemos sufrir unos a otros, en ocasiones, hasta la muerte.

Jesús nos revela el amor inmenso, ilimitado y perfecto de Dios. El “tanto” amó Dios al mundo es una forma imperfecta de expresión, porque no significa “mucho” (donde siempre cabe más, y el “mucho” se convierte en “bastante”). “Tanto amó Dios al mundo”, significa, en primer lugar, que Dios nos amó primero. El amor de Dios nos precede, se nos da sin méritos previos, no es un premio a nuestra justicia, sino un don gratuito y el fundamento de toda justicia, de toda bondad. Este amor inicial y gratuito cura el déficit de amor inicial que todos, de un modo u otro padecemos, y de esta manera, nos habilita para amar con un amor semejante al suyo, un amor gratuito y generoso. En segundo lugar, el “tanto” significa también “sin medida”, “sin condiciones”, “del todo”, “hasta el extremo”. Dios Padre nos ha amado hasta el extremo dándonos a su Hijo, Jesucristo, que entregando su vida en la cruz ha destruido el poder de la muerte y, de esta forma, nos ha rescatado de esa condición de “zombis morales”, para elevarnos a la categoría de hijos de Dios.

Esta revelación no es meramente teórica, conceptual o abstracta, sino concreta, real, práctica, personal. Dios se nos ha dado, y se nos ha dado del todo, dándonos a su Hijo. En Jesús Dios ha realizado definitivamente esa voluntad de venir, guiar, acompañar, entregarse que profetizaba ya Moisés. Jesús es para nosotros al mismo tiempo ley y misericordia: es la medida y el criterio de nuestro amor, de un amor misericordioso que Dios nos ha dado primero. Al hacerse uno de nosotros, cercano y accesible, nos da la posibilidad de conectarnos con la fuente del Amor que sana las heridas de nuestro amor, reflejo e imagen del amor de Dios.

Podemos comprender el misterio del amor sólo entendiendo el misterio (que sigue siéndolo) de la Trinidad, que no es sino la perfecta unidad y armonía (un solo Dios) en la diversidad de las personas divinas. Una unidad que no elimina las diferencias, sino que las conserva y afirma, esa es la unidad propia del amor verdadero, también del amor humano: el amor matrimonial entre el varón y la mujer, que se convierten en una sola carne sin dejar de ser sí mismos; el amor entre los padres y los hijos, que constituyen una familia, en la que cada uno desarrolla su propia personalidad y va fraguando su vocación; el amor entre los hermanos, que se parecen pero se distinguen; y siguiendo más allá, y bajo la paternidad del Dios de Jesucristo, nos abrimos a la fraternidad con todo ser humano, por más lejano que nos pueda resultar por otros motivos, y descubrimos que cada uno es amable, necesitado y digno de amor; y posiblemente más aquellos que, a primera vista o humanamente, nos lo parecen menos (el amor al enemigo).

Las fórmulas trinitarias que usamos con frecuencia (la señal de la cruz, el gloria…) debemos entenderlas en este sentido. El saludo inicial de la Eucaristía, en palabras de Pablo, nos introduce en el misterio del amor con el que Dios nos ha amado “tanto”, el don de su misericordia y la ley de nuestra existencia cristiana: «la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros”.