Los frutos del Espíritu. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el domingo de Pentecostés

“Por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 16). Lo que Jesús nos dice como criterio para discernir a los
verdaderos de los falsos profetas y, en general, al bien del mal, se puede con tanta mayor razón
para discernir al verdadero Espíritu de Dios, de los malos espíritus, que, con tanta frecuencia, tratan
de inspirar nuestras acciones y decisiones, pretendiendo guiarnos falsamente, extraviándonos del
camino del bien.
Al concluir el tiempo pascual, volvemos (simbólica, litúrgicamente) a la vida cotidiana. Tras haber
sido testigos de la muerte y la resurrección de Jesús, debemos retornar a la rutina de cada día, en
la que nos parece que todo sigue igual, que, en realidad, nada ha cambiado, que el mal y la muerte
siguen reinando como antes. Por eso, al volver a la normalidad cotidiana para ser ahí testigos de
la nueva vida del Resucitado, debemos hacerlo equipados con el Espíritu de Jesús, porque sólo así
podemos reflejar en nuestra vida la experiencia pascual, el poder salvador de la Cruz de Cristo, la
verdad de su nueva existencia resucitada, en la que participamos todos, precisamente por el
Espíritu que él mismo ha exhalado sobre nosotros con su aliento.
Recibir el Espíritu Santo no es una mera formalidad, por ejemplo, un trámite “burocráticolitúrgico” que sucede en el sacramento de la confirmación, sino un acontecimiento (simbolizado y
realizado en ese sacramento, pero que abarca la vida entera), un acontecimiento tempestuoso,
sonoro, ardiente, que, como lo narran los Hechos de los Apóstoles, irrumpe por sorpresa en nuestra
vida y tiene inmediatamente consecuencias.
Pero antes de las consecuencias, es necesario detenerse en las condiciones. El acontecimiento es
sorpresivo y sorprendente, porque es pura gracia, pura iniciativa de Dios. Pero requiere
disposiciones, sin las que el acontecimiento puede frustrarse. También los Hechos describen con
precisión esas condiciones: los discípulos estaban reunidos en un mismo lugar. Pentecostés es un
acontecimiento comunitario, que requiere la unidad de corazón y de mente. Por eso en los días
previos a esta Pascua de Pentecostés hemos meditado cada día en la oración sacerdotal (Jn 17), en
la que Jesús ora por la unidad de los discípulos, según la unidad que Jesús tiene con el Padre en el
Espíritu Santo. La unidad de la Trinidad no anula las diferencias, sino que las conserva y resalta:
es la unidad en el amor. Al meditar en esta densísima oración de Jesús, comprendemos con dolor
hasta qué punto los cismas y las divisiones entre los creyentes debilitan la eficacia del Espíritu
entre nosotros. Y no solo cuando consideramos la divisiones en diversas confesiones cristianas,
sino también las otras divisiones, los otros pequeños pero dolorosos cismas que dañan el amor
mutuo dentro de la misma comunidad eclesial, parroquial, religiosa por motivos ideológicos, por
falta de comprensión, generosidad y apertura mutua, por egoísmo y afán de protagonismo, en
definitiva, por todas esas formas de mentalidad y comportamiento que no proceden del verdadero
Espíritu de Jesús, sino de esos otros espíritus malignos que, tantas veces, guían nuestra voluntad.
El espíritu ecuménico, de apertura universal y aprecio mutuo, obra del Espíritu Santo, debe
significar la voluntad de estar “todos reunidos en un mismo lugar”, en torno a Jesús, a su Madre,
en oración con los apóstoles.
Aunque la unidad de los cristianos no sea plena, el deseo y la búsqueda de esa unidad es ya un
primer fruto del Espíritu que nos permite recibirlo con mayor plenitud, de forma que las
consecuencias de su irrupción se hagan más visibles. O, mejor, audibles. Porque la primera
consecuencia es que la Palabra se traduce en palabras de testimonio expresadas en lenguas que
todo el mundo puede entender, cada cual en su propio idioma. Se trata de aprender el lenguaje
universal del amor. Como la unidad de la Trinidad, el lenguaje del amor reúne sin anular las
diferencias. El amor no pretende que todos se acomoden a él, que todos tengan que aprender un
mismo y único idioma, no pretende unir uniformando. Al contrario, el lenguaje del amor, fruto del
Espíritu, sale de sí hacia el otro, acoge su diferencia y aprende su idioma para confesar en él que
“Jesús es el Señor”, el que nos ha salvado en el altar de la Cruz y ha resucitado a la vida nueva.
La confesión del señorío de Jesús confirma, como nos enseña Pablo, esa unidad en la diversidad
en que consiste el amor: la diversidad de dones, carismas, funciones y perspectivas se ponen todos
al servicio de la unidad, de la causa común, del bien del cuerpo que formamos. Cuando falta el
Espíritu de Jesús, esa diversidad se convierte en rivalidad, conflicto, celos, lucha por la
supremacía… Por desgracia, también en la Iglesia y entre los creyentes se dan esos males, que
indican que no estamos siendo dóciles al Espíritu, ni estamos dispuestos a reunirnos en el mismo
lugar. Pero el Espíritu sigue soplando, sonando, ardiendo, llamándonos a la unidad que respeta las
diferencias y las dispone al servicio mutuo en la armonía orgánica del cuerpo.
Cuando se da esta docilidad al Espíritu, que nos enseña la comunidad apostólica reunida junto con
María, la madre de Jesús, florecen espontáneamente los otros frutos del Espíritu, que el Evangelio
de Juan señala con claridad: la apertura, que vence a la tentación de la cerrazón y el temor; la
alegría que desplaza a la tristeza; la paz de Cristo, que apacigua nuestros corazones y disipa
nuestras inquietudes; el perdón, que Dios concede con generosidad y nosotros podemos y debemos
dispensar (perdonando y pidiendo perdón), cuando, de tantos modos, seguimos experimentando
las mordeduras del mal y del pecado.
Volvemos a la vida cotidiana equipados con el Espíritu de Jesús. Acudamos a la reunión dominical
de los discípulos, en la que el Espíritu irrumpe tempestuoso, atronador, ardiente, en la que Jesús
exhala sobre nosotros su Espíritu, y nos envía para ser testigos ante todo el mundo de la buena
nueva del amor de Dios, del perdón y de la salvación que Cristo ha adquirido para nosotros.