Jesús, camino, verdad y vida. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 5º domingo de Pascua

El Evangelio del domingo de Pascua empieza diciendo: “El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro” (Jn 20, 1). A lo largo de las cuatro semanas anteriores hemos experimentado que estamos en “el primer día de la semana”, en la luz de la resurrección y hemos ido descubriendo los lugares en los que podemos ver al Señor resucitado. Por eso los cristianos en este tiempo nos saludamos diciendo “Cristo ha resucitado”, y respondiendo “verdaderamente ha resucitado”.

Pero todos sabemos que esta experiencia no ha convertido nuestra vida en un camino de rosas, no ha resuelto todos nuestros problemas, ni curado todas nuestras heridas, ni enjugado todas nuestras lágrimas, ni siquiera nos ha hecho superar todos nuestros pecados. Podemos así comprender qué significa eso de que “estaba todavía oscuro”.

Jesús ha resucitado de la muerte en un mundo en el que la muerte sigue reinando, en el que hay muchas sombras, mucha oscuridad. Ha dado el paso hacia la muerte precisamente porque, a causa del pecado, la humanidad se encuentro bajo su dominio, y para librarnos de él. Y nosotros, que nos alegramos de su triunfo en la resurrección, nos convertimos en sus testigos precisamente en este mundo de sombras, de pecado, de dolor y muerte, a los que no somos inmunes y que de tantos modos nos golpean.

La liturgia y la Palabra de Dios nos acompañan en este camino que nos lleva y nos envía de la experiencia de la resurrección de Cristo de vuelta a este mundo de sombras, para ser en él testigos de la luz. Hoy nos sirve de guía y de ejemplo la experiencia de la primera comunidad cristiana, reunida en torno al Señor resucitado, alimentada por la Palabra y la fracción del pan. Pero esto no la convierte en un grupo ideal que evita todo conflicto como por arte de magia. Aunque “vivían unidos y lo tenían todo en común” (Hch 2, 44), el mandamiento del amor no evita que surjan en ella problemas, ofensas, divisiones, conflictos, pero sí que indica el modo de resolverlos: por medio de la escucha (de la Palabra y mutua) y el diálogo, y también con soluciones prácticas y creativas: el nombramiento de los diáconos. El conflicto vivido a la luz del primer día de la semana es ocasión para el crecimiento y la apertura de la comunidad, que apunta ya a la universalidad a la que está llamada: todos los diáconos, consagrados por los Apóstoles, son todos de origen griego. Las “muchas estancias” de la casa del Padre (hay lugar para todos) deben reflejarse también en la Iglesia que peregrina por este mundo. La luz de la resurrección que brilla en la oscuridad del mundo se traduce en el servicio, la diaconía, que encarna en las necesidades concretas (origen de conflictos y divisiones) el mandamiento del amor.

Los diáconos son servidores, pero también lo son los Apóstoles en su servicio de la Palabra, y todos los creyentes, miembros activos y piedras vivas del templo del Espíritu, partícipes de un sacerdocio sagrado, el de Cristo, mediador entre Dios y los hombres, que nos hace a todos, en servidores unos de otros y de la humanidad entera, realizando las obras que, por nuestro medio, realiza el mismo Cristo. De nuevo se dan la mano la luz del primer día de la semana y la oscuridad que todavía reina: para que se produzca en nosotros esta transformación que nos hace testigos, mediadores, sacerdotes y diáconos tenemos que acercarnos al Señor, la piedra viva desechada por los hombres: acercarnos al Cristo crucificado, al misterio de la cruz de tantas maneras presente en nuestras vidas, para acceder a la experiencia de la resurrección, por el que esa piedra ha sido escogida y hecha preciosa ante Dios.

Así pues, si, pese a que confesamos que “verdaderamente ha resucitado el Señor”, nos encontramos en nuestra vida personal, familiar, social y eclesial con dificultades y dolores que nos recuerdan que “está todavía oscuro”, como nos dice Jesús, “que no tiemble nuestro corazón”, que se mantenga firme nuestra fe en Dios y en Cristo, que a veces nos parecen ausentes, porque por la oscuridad que nos rodea no los vemos o no los sentimos. Si nos parece que se ha ido (de hecho, nos preparamos para la solemnidad de la Ascensión), la fe nos dice que está ya realizando el camino de vuelta. En realidad, él mismo es el Camino que nos conduce a la Verdad de Dios, a la plenitud de la Vida resucitada. Como hemos dicho, no es un camino de rosas, sino un camino que pasa por el Gólgota, pero en el que tenemos que aprender a descubrir el rostro de Cristo: “aunque camine por cañadas oscuras, no temo porque tú vas conmigo” (Sal 22, 4). Y en el rostro de Cristo, a veces en la Cruz, otras luminoso y resucitado, descubrimos el rostro de Dios Padre, de un amor incondicional, que no nos abandona ni en las duras ni en las maduras.

Y nosotros, alimentados por ese amor en el que creemos, estamos llamados a realizar las obras que Él hace, siendo sacerdotes (mediadores), testigos y diáconos, servidores de nuestros hermanos.