Jesús, la puerta del redil, para entrar y para salir. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 4º domingo de Pascua

La comunidad eucarística en la que “vemos” al Señor resucitado se reúne convocada por Él, y es una comunidad en camino, en la que Él mismo la guía, como el pastor a las ovejas. Jesús prolonga su pastoreo (su guía, su enseñanza, su cuidado por las ovejas), por medio de los pastores de la Iglesia. Naturalmente, la imagen del rebaño hay tomarla como lo que es, como una imagen, pues de las palabras del Evangelio se desprende con claridad que la relación del Buen Pastor (del Pastor hermoso, si se traduce literalmente) con sus ovejas es una relación personal, de conocimiento y reconocimiento mutuo, en la que Jesús llama no en masa, sino a cada una por su nombre. En esta primera parte del discurso del Buen Pastor Jesús se presenta, además, como la puerta del redil. Cuando se visita la cueva de los pastores cerca de Belén, se ve que dispone de un pequeño muro de piedra de media altura y que la puerta es un sencillo hueco en medio del mismo. El pastor principal dormía echado en ese hueco, y hacía así de puerta del redil, porque las ovejas, que conocían al pastor, no salían ni entraban mientras él estuviera allí. Así que Jesús es, al mismo tiempo, la puerta y el pastor: es una puerta abierta, pero es precisamente por ella, por Cristo, por la que se puede entrar y salir del redil.

Solemos entender que la puerta es, sobre todo, una puerta de entrada. Y es así, aunque no solo. Por Cristo entramos en su comunidad, en la Iglesia, y lo hacemos llamados personalmente por Él, aunque por la mediación de sus discípulos: apóstoles, obispos, sacerdotes, diáconos, catequistas, padres y madres de familia… En la primera lectura de hoy es Pedro el que realiza esta función de mediación. Dirigió a los que le escuchaban “palabras que les traspasaron el corazón”. Eran palabras fuertes, convincentes, verdaderas, directas (“vosotros lo crucificasteis”), pero también llenas de misericordia, que generaban esperanza y movían a tomar decisiones vitales (pues, realmente, en el asunto de la salvación nos va la vida). ¡Qué importante es dirigir la palabra evangélica al corazón! También, claro, a la cabeza; pero sin olvidar el corazón: el anuncio evangélico no puede reducirse a una transmisión mecánica de doctrina, a una declaración de valores o de ideales abstractos. Deben ser palabras que tocan la vida en su núcleo existencial y plantea cuestiones que nos llevan al cambio, a la conversión: “¿Qué tenemos que hacer, hermanos?” Y Pedro les señala la puerta de salida del viejo mundo, y la de entrada en la nueva vida: el bautismo, que es el mismo Cristo. El bautismo, nos recuerda de nuevo Pedro en la segunda lectura, es la participación en la pasión y la muerte de Cristo, para poder entrar de la nueva vida de la resurrección. Seguimos las huellas de Cristo y participamos también en su pasión, por medio de nuestros propios sufrimientos. No porque tengamos que desear sufrir o buscar el sufrimiento, sino porque los sufrimientos que nos depara la vida, que no son pocos, adquieren un sentido nuevo a la luz de los de Jesús. Y es que los suyos son los nuestros, pues el tomó sobre sí nuestros pecados y nuestros dolores y, por eso, los nuestros son también los suyos, especialmente cuando sufrimos a causa de nuestra fe. “Sus heridas nos han curado”.

Volvamos a la puerta del redil, por la que hemos entrado en la Iglesia y en el misterio de nuestra fe. Se trata también de una puerta de salida. “Las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas, camina delante de ellas”. ¿De dónde nos saca Jesús? El contexto polémico de estos capítulos del Evangelio de Juan nos indica que nos saca, en primer lugar, de la religión de la ley mosaica, a la religión de la gracia (Jn 1, 17); de la relación con Dios basada en el temor, a la relación del amor y la confianza. Nos saca del Templo, con sus sacrificios simbólicos de corderos, al nuevo templo de su propio cuerpo, ofrecido como sacrificio definitivo y perfecto (Jn 3, 21; Hb 7, 27). Este “sacarnos” no significa una pura negación de la antigua ley, sino su perfeccionamiento y plenitud (Mt 5, 17). Pero es cierto que para avanzar hacia la plenitud es necesario, como se dice ahora, “salir de la zona de confort”, o, como se ha dicho siempre, abandonar seguridades, que pueden revelarse falsas o perniciosas si nos impiden avanzar y crecer.

Y lo que decimos de la antigua ley lo podemos aplicar también a nuestras costumbres y convicciones algo petrificadas, que nos cierran en nosotros mismos. Jesús nos llama a salir de nuestros egoísmos, cerrazones, prejuicios… Y todo esto se consigue escuchando la voz del Pastor hermoso, que nos saca fuera, nos guía, y camino delante de nosotros, dándonos ejemplo para que sigamos sus huellas.

Hemos dicho de dónde nos saca. Pero ¿a dónde nos saca? Aquí debemos recordar el final de los evangelios de Mateo y Marcos: “id a todo el mundo”. Nos saca al mundo entero, donde tiene otras ovejas, de otros rediles (Jn 10, 16), “porque la promesa vale para vosotros y para vuestros hijos y, además, para todos los que llame el Señor, Dios nuestro, aunque estén lejos”. Y es que la voz del Buen Pastor, del Pastor hermoso, nos hace comprender que esos “lejanos”, en realidad son también nuestros prójimos, esos extranjeros y extraños, son nuestros hermanos. Escuchando esa voz que nos habla de un Dios Padre de todos, hemos descubierto la fraternidad universal, y queremos ser testigos de esta Buena noticia, proclamar, con nuestras palabras y nuestras obras, la paternidad de Dios, su fraternidad en Cristo; queremos ser heraldos de esa fraternidad que, sin anular las diferencias de los diversos rediles (naciones, culturas, lenguas, sensibilidades…), nos reúne en un solo rebaño, en torno al único Pastor, en la gran familia de los hijos de Dios.