La celebración de la Pascua nos pone en contacto con los testigos de la Resurrección del Señor. Contemplamos cómo aquellos discípulos, las mujeres, como María Magdalena, los apóstoles, Pedro, Juan, Tomás… de forma y en lugares distintos tienen primero noticia de la Resurrección y, después, la experiencia personal de encuentro con Cristo resucitado. Y estos grandes testigos (María Magdalena, Pedro, Juan…) pueden crear en nosotros la sensación de que esas experiencias de encuentro con el Resucitado son el privilegio de unos pocos, mientras que el resto, todos nosotros, debemos conformarnos con noticias de segunda mano.
El Evangelio de hoy viene a deshacer esa impresión y a sacarnos de ese equívoco. En el episodio de los discípulos de Emaús, tal vez el más elaborado de los textos pascuales, los protagonistas no son los “grandes” de la comunidad, sino dos discípulos cualquiera. No podemos decir que sean anónimos, porque se nos informa del nombre de, al menos, uno de ellos: Cleofás, aunque no sepamos nada más de él. El otro, del que ni siquiera sabemos el nombre, bien pudiera ser su mujer, como han pensado muchos.
He aquí, por tanto, a dos personas cualquiera, posiblemente un matrimonio. Por medio de ellos Lucas dibuja un icono que, con su perspectiva invertida, quiere invitarnos a entrar en el cuadro y hacer nuestra esa experiencia. En realidad, también la primera lectura parece querer empujarnos en ese sentido. En su discurso de Pentecostés Pedro no se dedica sólo a predicar y anunciar, sino que apela directamente a sus interlocutores: “vosotros conocéis los signos y prodigios que hizo”; “vosotros lo matasteis en una cruz”, “vosotros estáis viendo y oyendo” (los frutos de Pentecostés). Pedro implica a sus oyentes, porque, realmente, las noticias sobre la existencia histórica de Jesús son de dominio público; respecto de su muerte, es claro que la responsabilidad de la misma, en toda la profundidad de su significado, no se limita a los que participaron directamente en ella, pues esa responsabilidad es “el pecado del mundo”, que Jesús toma sobre sí, y en el que todos participamos. Respecto de los frutos de la acción del Espíritu Santo, se crea o no se crea, es algo también accesible a todos, especialmente si los que llamamos a Dios Padre nos tomamos en serio nuestro proceder.
Esta implicación personal, que también se dirige a nosotros, es el preámbulo para vincularnos con la experiencia de encuentro con el Resucitado, que, ahora sí, requiere como condición la fe que nos hace discípulos. Cuando Pedro llama a la fe, está llamando a hacer la experiencia real (en la fe) de encuentro personal con el Cristo Resucitado. Estos discípulos “cualquiera”, Cleofás y mujer, nos hacen de guía.
Lo primero que nos llama la atención (y nos ayuda a identificarnos con ellos), es que van de camino. Todos estamos de camino de un modo u otro. Y en este camino cargamos con nuestras tristezas, frustraciones y desilusiones. Es muy frecuente que tras los grandes sueños y los grandes ideales, la realidad nos golpee y nos diga que las cosas no son como soñábamos. También es así en la experiencia religiosa, en la experiencia con la Iglesia, en el matrimonio… Las limitaciones de la vida, los sueños incumplidos, las experiencias traumáticas que tienen incluso el sabor de la muerte, nos invitan a renunciar a los sueños, a despertar de ellos, a estar de vuelta. Cleofás y su acompañante estaban de vuelta, y por eso habían decidido adaptarse y volver a su pequeño mundo sin ideales, con preocupaciones grises y horizontes estrechos.
Pero eran discípulos. Y, por eso, en su conversación triste y apesadumbrada se fue introduciendo, de modo misterioso y casi imperceptible, una presencia que les hizo descubrir dimensiones nuevas: el sufrimiento, la frustración, incluso la muerte, pueden tener sentido, lo tienen realmente, si se consideran desde la perspectiva de Dios. Dios no nos deja tirados, no dejó tirado a Jesús. En el trágico final de Jesús, pese al aparente triunfo del mal y de la muerte, en realidad, visto desde Dios, había triunfado el amor, la entrega sin reservas de Jesús. La evidencia de la muerte seguía ahí, aplastándoles, pero la iluminación de su conversación con el recuerdo de las Escrituras que conocían tan bien, les hizo sentir la extraña sensación de un corazón ardiente en el que empezaba a nacer la esperanza.
Queriendo conservar esta extraña sensación, que se les antojaba una verdadera aunque invisible presencia, al llegar a su destino repitieron el gesto que Jesús les había dejado “en memoria suya”, la fracción del pan. Y entonces se les abrieron los ojos, los ojos de la fe, y comprendieron que Jesús mismo los acompañaba, les explicaba las Escrituras y partía para ellos el pan.
Cada uno de nosotros, no importa cuál sea nuestra condición o estado de vida, en el camino de nuestra vida, con sus pesares, frustraciones y desilusiones, podemos encontrar luz y sentido en la escucha de la Palabra: Dios nos habla, Dios quiere conversar con nosotros, pero nosotros tenemos que abrir nuestros oídos, prestarle atención, dedicarle tiempo, dejar que nos explique las Escrituras. Es este un proceso, un verdadero camino, que requiere paciencia y perseverancia. Incluso cuando ya “nos sabemos” la Biblia, no siempre la entendemos de verdad ni del todo. Hay que dejarse acompañar por Jesús, que camina con nosotros, aunque no lo reconozcamos.
Y lo mismo con la fracción del pan. “Ir a Misa” no es una obligación litúrgica (o no sólo una obligación litúrgica), sino una necesidad para encontrar sentido en los momentos oscuros, difíciles y tristes de nuestra vida, para experimentar que, a pesar de los muchos pesares, Dios no nos abandona, sino que nos acompaña por el camino, y nos da la posibilidad de empezar una nueva vida.
Este modo concreto, pero bien real, de escuchar la Palabra y compartir el pan (eso que llamamos “ir a Misa”), nos pone en relación con la comunidad de los apóstoles. Los discípulos de Emaús, pese a todas las desilusiones experimentadas, decidieron abandonar sus estrechos horizontes y retornar a la Iglesia, recibiendo la confirmación de que lo que habían sentido en el camino y visto en la fracción del pan no era una mera alucinación, y contribuyendo a construir la comunidad con su propio testimonio.