Cristo ha resucitado y nosotros somos sus testigos. ¿Somos realmente sus testigos? ¿Cómo podemos serlo?
“¡Cristo ha resucitado! ¡Resucitemos con él! ¡Aleluya, aleluya!” suena un himno pascual de la liturgia de las horas. Y da en el clavo. Realmente, para ser testigos de la resurrección tenemos que llevar nosotros mismos una vida resucitada. De otro modo, ¿cómo nos pueden creer? Si vivimos, pensamos, juzgamos y reaccionamos como todo el mundo, por más que digamos y gritemos que Cristo ha resucitado, nuestros oyentes no dejarán de mirarnos como a unos alucinados, personas crédulas, que tienen esa particular creencia en un pretendido acontecimiento histórico (pero del que no hay pruebas), aunque, en realidad, quitando ese exotismo, en nada se diferencian de los demás. Si Cristo ha resucitado y vive una vida nueva, pero nosotros, los que creemos en Él y decimos que le seguimos en nuestra vida, seguimos viviendo según los criterios del viejo mundo,
en modo alguno podremos dar testimonio, al menos un testimonio creíble y eficaz, capaz de convencer y “agregar al grupo de los creyentes a los que se van salvando”.
Ha habido muchos autores a lo largo de la historia que han ejercido el ministerio profético de denunciar una funesta alianza entre la fe cristiana y el “orden” (o desorden) establecido, una vida de fe como prurito cultural, pero asimilada a los hábitos y los criterios del mundo. Los santos son los principales profetas que han removido conciencias, llamando a una vida verdaderamente resucitada. Ha habido otros (Kierkegaard, Emmanuel Mounier, por citar a algunos), que también nos han recordado las advertencia de Pablo: “No os acomodéis al mundo presente” (Rm 12, 2).
Este tiempo de Pascua, tras la fuerte conmoción por la muerte de Cristo y la chocante experiencia del encuentro con el Señor Resucitado, nos llama a sacudirnos toda modorra y a activar la conciencia de que estamos ya viviendo en otra dimensión, en una vida nueva, una vida resucitada, Y porque sentimos en nosotros los frutos de la resurrección, por eso nos sentimos impelidos a dar testimonio de este acontecimiento que es un punto de inflexión de la historia (¡la muerte ha sido vencida y ya no tiene poder sobre nosotros!), y que debería serlo también para todos los que creemos en él.
La Palabra de Dios hoy nos sirve como un espejo en el que podemos mirarnos para comprobar hasta qué punto nuestra vida es, realmente, una vida resucitada.
Mirando a la primera lectura, comprendemos que una vida resucitada es una vida en fraternidad. Los discípulos eran hermanos. No es una fraternidad basada en la sangre, la simpatía, la identidad nacional o la ideología, sino en la escucha de la Palabra, proclamada por la Iglesia (la enseñanza de los Apóstoles) y que convoca a los discípulos. Esta Palabra nos descubre nuestra común identidad como hijos de Dios y, por tanto, hermanos en Cristo. Es una fraternidad que se alimenta y fortalece en la participación eucarística (la fracción del pan) y la oración común. Una vida resucitada no es posible sin responder a la llamada del Señor, que convoca y reúne a sus discípulos en la comunidad, en la Iglesia. Sólo así es posible “ver” al Señor, como comprendemos al mirar a Tomás.
Una fraternidad así no puede no suscitar admiración: gentes de diversa procedencia, nacionalidad, mentalidad, etc., realizan el prodigio del amor mutuo, y el signo de la unidad en la fe es la unidad en los bienes materiales, la generosidad y la ayuda mutua, propias de una auténtica familia.
Esto es posible, nos recuerda la segunda lectura, porque verdaderamente hemos nacido a una vida nueva por el bautismo, que no es sino la participación en la muerte de Cristo, y, por tanto, en su resurrección: es la vida nueva en el espíritu del amor, es decir, en el Espíritu Santo.
Es verdad que se trata de una vida resucitada en la fe y en la esperanza, pues se desarrolla en las condiciones del viejo mundo, herido por el pecado y la muerte. Por eso esta vida, si bien resucitada, se ve sometida a dificultades y sufrimientos, como tentaciones y persecuciones, a “diversas pruebas”, dice Pedro. Pero estas pruebas, a la luz de la resurrección, nos sirven como ocasión para fortalecernos en la fidelidad, por la purificación de la fe de todo interés o motivación espuria. Aceptando esos momentos de prueba y purificación damos precisamente testimonio del inmenso valor de la fe que profesamos, de más precio que el oro, porque no consiste en bienes materiales y perecederos, sino en la participación en la vida de Dios, por medio de Jesucristo, en que consiste la salvación.
Una vida resucitada, en definitiva, es una vida que, como nos dice el Evangelio, vence el temor (a la persecución y a la muerte) y la cerrazón que produce. En medio de las pruebas mantiene la paz que nos da Cristo, que nos abre y nos envía al mundo entero a anunciar la gran noticia de que en la Resurrección de Jesús el pecado y la muerte han sido vencidos.
Una vida resucitada, en fin, es una vida en el Espíritu de Jesús, que no teme mirar y tocar las heridas del cuerpo de Cristo, ese cuerpo que es, por un lado, la Iglesia, y, por el otro, la humanidad entera. Tocar las heridas de la Iglesia, cuerpo de Cristo, significa reconocer y confesar los propios pecados, con la certeza de que esas mismas heridas nos han curado (1 P 2, 24), porque Jesús nos ha transmitido la fuerza del perdón: de pedir perdón y de perdonar (personal y sacramentalmente). El perdón es expresión de la fuerza creadora de Dio que resucitó a Jesús de entre los muertos y nos resucita a nosotros de esa muerte espiritual que es el pecado. Y tocar las heridas de la
humanidad de Cristo significa, además, mirar con misericordia los sufrimientos de la humanidad, y acudir con presteza a remediarlos, compartiendo con todos, por medio de las obras del amor, la fuerza curativa de Dios.
“Dios resucitó a Jesús y nosotros somos sus testigos” (Hch 2, 32). ¿Sentimos que nuestra vida es una vida resucitada, en nuestra relación con Dios y con los hermanos, con la Iglesia, con la humanidad entera? En medio de diversas pruebas, seamos testigos de la vida nueva del Resucitado, que nos ha encontrado, por las obras del amor y del perdón.