Muerte y vida nueva. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 5º domingo de Cuaresma


La Cuaresma es un camino, sí, empinado y estrecho, pero que lleva a la vida. Los jalones de este
camino nos hablan continuamente de esa vida que Dios nos regala en Cristo Jesús. El agua del
Bautismo (en el Evangelio de la samaritana) nos lleva a la luz (y, como al ciego de nacimiento,
nos permite ver al Mesías) y a la vida nueva del Resucitado. Muerte y vida son los ejes de este
quinto domingo de Cuaresma, ya a las puertas de la Semana Santa.
Desde un punto de vista natural, caminamos indefectiblemente hacia la muerte. La vida es una
“enfermedad mortal”. Pero Dios, por boca del profeta Ezequiel, promete a Israel que los sacará de
sus sepulcros para llevarlos a la vida. Si la vida es un movimiento hacia la muerte, Dios nos anuncia
el camino inverso: nos quiere conducir de la muerte a la vida, haciendo así justicia (por pura gracia)
a nuestra voluntad natural de vivir siempre, y vivir en plenitud.
La muerte no es sólo el hecho biológico del final de la vida. Es posible estar muerto en vida, y es
a esto a lo que, en principio, se refiere Ezequiel. Dios nos saca de nuestros sepulcros en vida y nos
lleva a la vida nueva por medio del Espíritu, como nos recuerda Pablo. Él mismo nos dice que
vivir en la muerte y para la muerte es vivir en la carne. No significa esto que “la carne” sea mala:
la realidad material, la comida y la bebida, la riqueza, la sexualidad, etc., todo eso son “bienes” y
no males. Pero vivir en la carne significa poner toda nuestra voluntad de vida y toda nuestra
confianza en ellos, poner todo el sentido de nuestra existencia en su consecución. Cuando hacemos
así caminamos indefectiblemente hacia la muerte, y hacemos de nuestra vida una enfermedad
mortal, porque esos bienes son de por sí caducos: son realidades creadas, limitadas a la dimensión
del espacio y el tiempo (la carne), y nos sirven para vivir en este mundo, pero no pueden librarnos
de nuestra limitación temporal. Nos sirven y podemos y debemos servirnos de ellos, pero no
debemos convertirnos en sus servidores, idolatrándolos, sacrificándoles lo mejor de nuestra
existencia, nuestra propia dignidad y los valores superiores ligados a ella, como la verdad, la
justicia, la honestidad…
Cuando establecemos una justa relación con la carne, entonces nos abrimos a la acción del Espíritu
de Dios, que ha creado todas esas cosas buenas, y nos ha creado a nosotros para que nos sirvamos
de ellas, y haciendo así, lo sirvamos y amemos a Él, sirviendo y amando a nuestros semejantes.
Precisamente en el uso adecuado de los bienes materiales, como medios para servir y amar a
nuestros hermanos, les damos un significado transcendente y espiritualizamos la carne.
Lázaro, su muerte y su vuelta a la vida, es un perfecto icono de esta nueva vida en el Espíritu que
es la vida en Cristo.
Lázaro es un amigo de Jesús. Cristo es amigo de Lázaro como lo es de cada uno de nosotros. Pero
su amistad a veces nos parece distante, lejana, poco pronta a acudir en nuestra ayuda cuando se lo
pedimos. Cristo no es un “dios tapagujeros”, no nos ahorra el vértigo y el riesgo de la libertad y la
autonomía. No ha venido como talismán para sacarnos de los aprietos de nuestra vida en la carne.
En su libro La enfermedad mortal Kierkegaard empieza citando el versículo 4 del Evangelio de
hoy: “esta enfermedad no es mortal”, pese a que Lázaro, por la tardanza de Jesús, acabó muriendo.
Es claro que Jesús habla de otra muerte que la biológica (aunque la incluya) y de otra vida, que la
vida en la carne (aunque no la excluya). Y es que Jesús no ha venido a resolver los problemas y
apuros de nuestra vida mortal, para los que Dios nos ha equipado con la libertad y la razón. Es
verdad que en este ámbito se producen a veces milagros, pero estos son, en realidad, como dice el
Evangelio de Juan, “signos” de la salvación en sentido radical. Jesús ha venido a rescatarnos de la
muerte propia de una vida en la carne y a abrirnos la perspectiva de la vida nueva de la resurrección.
Lázaro muerto es el icono de esa vida en la carne, de un estar muerto en vida, aislado (en la
oscuridad de un sepulcro), paralizado (por vendas que impiden andar), rodeado de malos olores
que delatan una vida devaluada.
Jesús manifiesta su amistad precisamente en esta situación de muerte. Los verdaderos amigos se
muestran en los malos momentos. Se compadece y llora por la deplorable situación de su amigo
(cf. Job 1, 12), acude a su encuentro, no le arredra ni la oscuridad, ni la pestilencia que lo rodean,
lo reconoce, lo llama por su nombre, le retira la vergüenza que cubre su rostro, lo libera de las
ataduras que le impiden caminar, lo introduce en la vida nueva.
Se puede oponer que Lázaro era un buen hombre pues, aunque poco sabemos de él, sí sabemos
que era hermano de Marta (el servicio) y María (la contemplación). Pero, todos somos, más o
menos, buenas personas, y, sin embargo, todos nos reconocemos pecadores. Alejados de Jesús,
todos estamos privados de la vida nueva de la resurrección, que, en él, ya opera en nosotros por
medio del agua del bautismo y la luz de la fe, de su Espíritu, que es el Espíritu del amor.
Creemos que Dios, por el Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos, vivificará también
nuestros cuerpos mortales. Pero este Espíritu ya habita en nosotros. Por eso, ya ahora en esta vida,
podemos experimentar la vida nueva de la resurrección, si pese a vivir en la carne, no vivimos
sujetos a ella, sino sujetos al Espíritu, que nos libera de las ataduras de la muerte e inspira en
nosotros las obras del amor.