Luz para ver con la mirada de Dios. Homilía del padre José María Vegas, C.M.F., para el 4º domingo de Cuaresma.

Si, como dice la primera lectura, la mirada de Dios no es como la nuestra, pues no se queda en las apariencias, sino que ve el corazón, quiere decir que, aunque veamos, estamos como ciegos para lo que ve Dios. Necesitamos su luz, para que nos cure de nuestras cegueras, de nuestras tinieblas.

Así entendida, comprendemos que no es la ceguera (o cualquier otra desgracia) la consecuencia del pecado, aunque el pecado nos ciega para mirar como mira Dios.

Por este motivo, todos podemos identificarnos con el ciego de nacimiento del Evangelio de Juan. De hecho, hasta los justos y los profetas, como Samuel, participan a veces de esta ceguera y juzgan por apariencias. Para aprender a ver con la mirada de Dios, que ve el corazón, tenemos que dejarnos guiar por Él mismo.

Que podemos identificarnos con el ciego de nacimiento y realizar el mismo proceso que él lo indica ya el hecho de que se trate de un personaje anónimo, que, además, no se dirige a Jesús, sino que es este último quien repara en él. Este hombre y la desgracia que lo atenaza se convierte en ocasión para que se manifieste en él la obra salvífica de Dios.

Esta manifestación, sin embargo, no es bien acogida por todos, sino que produce el escándalo de muchos y, en particular, de los principales del pueblo. Jesús ha realizado una acción que rompe su imagen de Dios: la de un Dios que castiga con desgracias por presuntos pecados, sean del que padece o tal vez de sus padres. Jesús ha venido entre otras cosas a corregir nuestra imagen de Dios; y por muy ortodoxa que sea nuestra fe, todos necesitamos de esa corrección, porque nuestra imagen vital de Dios no coincide del todo con la que nos transmite Jesús. Es decir, todos estamos necesitados de conversión a ese Dios Padre de Jesús, que no nos castiga por nuestros pecados, sino que hace de cualquier desgracia la ocasión para hacer el bien.

El ciego de nacimiento, al que se le sigue llamando así a lo largo de toda la narración, se deja guiar por Jesús, hace lo que le dice, y aprende a reconocer en lo que le ha sucedido un signo procedente de Dios. Frente a los que, apegados a sus prejuicios, son incapaces de descubrir la novedad sorprendente de Dios, y se empeñan en ver un mal (una infracción de la ley) allí donde ha tenido lugar un bien extraordinario, el ciego aplica una lógica aplastante: si ha sucedido algo así, a pesar de ciertas apariencias en contra (que haya sido en sábado, que las autoridades no lo reconozcan), sólo se puede entender como un signo de que Dios ha actuado. Se trata además de una lógica impregnada de valentía. A diferencia de otros que también reconocen que lo extraordinario ha tenido lugar, pero se encogen ante las presiones de los poderosos (así, lo padres del ciego), él testimonia contracorriente, sin adaptarse a los convencionalismos o las amenazas. No es todavía una confesión plena, pero sí sincera y directa: “es un profeta”, alguien que actúa en nombre de Dios.

Para la confesión plena hace falta el empujón de la gracia. Jesús, que se acercó al marginado por su ceguera física, se hace ahora el encontradizo al que ha sido marginado por su testimonio valiente. El proceso de curación llega ahora a su cénit: no sólo ve, sino que es capaz de ver en este profeta al mismo Cristo, que habla con él. Ver y escuchar: ver para escuchar, escuchar para ser curados de las cegueras que nos limitan.

Todos necesitamos el milagro, el signo salvífico de la curación de nuestras cegueras: porque no vemos a Dios en nuestro mundo, en nuestra historia, en los que nos rodean. Pero Jesús quiere curarnos y puede hacerlo. Para ello necesitamos reconocer nuestras cegueras, dejar que Cristo se acerque a nosotros (no rehuirlo), que nos toque, que hagamos lo que nos dice, reconocer los signos de su presencia, ser valientes en el testimonio, muchas veces contra corriente, para poder así, por fin, ver a Cristo, el que habla con nosotros.

Cosas que nos pueden parecer tan triviales como “confesarnos”, “ir a Misa” y otras por el estilo, son formas concretas de entrar en ese proceso de curación y encuentro. Un proceso en el que nuestras tinieblas se convertirán en luz: una luz que resplandece en un comportamiento propio de la nueva vida en Cristo, un comportamiento de resucitados. En él, toda desgracia propia o ajena será una ocasión para que se manifiesten las obras de Dios, precisamente por medio de nuestras buenas obras.

En realidad, toda nuestra vida cristiana es un proceso en el que vamos pasando de la oscuridad a la luz, de la ceguera a la visión. Posiblemente con ocasionales recaídas, pero con la seguridad de que Cristo nos busca y nos encuentra para curarnos, para que lo veamos, hablemos con él y nos hable.

Evitemos el orgullo de creer que ya vemos bastante y no necesitamos curación, porque, en este caso, no sólo permanecerá nuestro pecado, sino que tendremos el peligro de estar oponiéndonos a la acción benéfica y salvífica de Dios.