Qué agua sacia qué sed. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 3 domingo de Cuaresma

El pueblo clama, exige agua para beber en medio del desierto. Todos sabemos lo que es la sed, pero solemos sentirla sin angustia, porque sabemos que tenemos cerca el remedio. La sed en el desierto es otra cosa: es cuestión de vida o muerte, y, además, a corto plazo. Si el hambre, cuando aprieta, se manifiesta como debilidad y depresión, la sed física produce temor, ansiedad y angustia. Mi padre, militar, que estuvo cuatro años destinado en el desierto del Sahara, nos contaba cómo en una ocasión estuvo perdido en el desierto con un camión y algunos soldados, y tardaron en encontrar la ruta tres días, durante los cuales apenas pudieron beber, porque el agua que tenían debían usarla para el motor del camión. Cuando dieron con la ruta y se encontraron con otro vehículo militar, se bebieron un bidón de agua grasienta del motor, que, como nos decía él, les supo a gloria. Podemos imaginar la angustia de una muchedumbre sedienta en medio del desierto. No sólo tienen sed, es que además no hay agua. De modo milagroso, Moisés, confiando en Dios, saca agua de la roca, sacia la sed y calma la angustia mortal de los israelitas. Dios está realmente en medio de su pueblo.

Hay otras formas de sed, que afectan a nuestro espíritu. Una sed fundamental del ser humano es su necesidad de relación, de reconocimiento, de amor. Existen desiertos de relación, desiertos afectivos, que nos amenazan con la muerte en vida, la muerte espiritual del desamor. Jesús, nuevo y definitivo Moisés, ha abierto para nosotros las fuentes del amor de Dios con el cayado de su cruz, con el que ha golpeado la roca impenetrable de la muerte. Por eso, puede decir Pablo que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado”. Cuando estábamos sin fuerza, extenuados, sedientos de reconocimiento y amor, Dios sació nuestra sed con el agua viva que es Cristo, muerto y resucitado.

Jesús es el agua viva que sacia las distintas formas de sed. La mujer samaritana las encarna todas. Tiene sed física y por eso va al pozo. Las necesidades básicas y materiales son las más visibles. Por eso, cercados por estas más perentorias, nos parece que saciando la sed física (en todas sus formas: el hambre, el frío, la enfermedad, la falta de un techo…) estaremos a salvo. Con frecuencia, por ello, elevamos a Dios peticiones en este sentido. Por decirlo de algún modo, empezamos el Padrenuestro con la petición del pan de cada día. Es la primera petición de la samaritana: “dame de esa agua así no tendré más sed ni tendré que venir aquí a sacarla”.

Pero Jesús, en su conversación, descubre y despierta otras formas de sed: en primer lugar, la sed de amor humano. También aquí la mujer está herida e insatisfecha. Ha probado con muchos maridos, hasta cinco, y con ninguno le ha ido bien, y ahora se consuela como puede con una relación inauténtica. Cuando no conseguimos cubrir nuestras necesidades de reconocimiento, de relación, de verdadero amor, nos convertimos en indigentes, que cubren su vacío interior con sucedáneos que no nos sacian, como búsquedas de compensaciones, de placer, de poder… Pero el no-marido de la samaritana no pueden hacerla feliz, porque este tipo de relación es superficial y, en el fondo, resulta ajena, como le recuerda Jesús: “no es tu marido”.

Otro sucedáneo puede ser el conocimiento. El conocimiento tiene un valor propio, responde a una sed auténtica: la sed de verdad. Pero la pura teoría es insuficiente si no atendemos a una sed más profunda. La samaritana trata de distraer la confrontación con su propia verdad vital discutiendo de verdades religiosas. Jesús no rehúye la discusión (“la salvación viene por los judíos”), pero esa verdad lo es en sentido pleno sólo si se realiza “en espíritu y en verdad”. De otro modo, da lugar a confrontaciones y odios entre pueblos y confesiones, como los que se profesaban los judíos y los samaritanos.

Aflora ahora la sed más profunda que, lo sepa o no, habita al ser humano; una sed muchas veces escondida bajo las otras: es la sed de Dios. De hecho, esta última está de un modo u otro presente en todas las otras: el deseo de vivir y seguir viviendo (la sed física), de reconocimiento y aceptación, de verdad… Todas ellas están bien representadas en la escena que contemplamos: el pozo de Sicar, emparentado con Jacob, el padre de Israel; los cinco maridos, que hablan, al parecer, de cinco dioses a los que se habría dado culto en Samaria. La sed de Dios se sacia con el encuentro personal con Él, y esto se puede realizar en plenitud sólo con el encuentro personal con Cristo, en el que Dios nos ha mostrado definitivamente su rostro.

El que realiza este encuentro, no sólo recibe el agua viva de la fe (del bautismo), que lo hace renacer a una vida nueva y que sacia su sed más profunda, sino que lo convierte en un surtidor, que lleva el agua de Cristo a todos los sedientos de agua (a los pobres y necesitados), de consuelo, perdón, compañía y amor (los tristes, los solos y abatidos), de Dios y de salvación (todos los seres humanos sin excepción).