Si eres Hijo de Dios. Homilía del padre José María Vegas, CM.F. para el 1 domingo de Cuaresma

En el comienzo de la Cuaresma la Iglesia nos llama a examinar nuestra vida, a reconocer el mal que hay en ella, para corregirlo y emprender el camino del bien. No hay aquí una obsesión con el pecado, que se empeña en mirar los aspectos oscuros de nuestra vida. Al contrario, la conciencia del mal y del pecado sólo puede hacerse sobre un fondo de bien incondicional. El relato del pecado original tiene como marco un paisaje paradisiaco de bien y de belleza creado para el ser humano. De hecho, el bien se justifica por sí mismo, mientras que el mal sólo se puede entender apoyado en el bien al que aquél parasita. Y en esto consiste la tentación: el mal se disfraza de bien, porque solo así puede resultar atractivo. Se basa en una mentira que promete lo que no puede dar: convertirse en dioses, capaces de modelar la realidad creada por Dios según mi voluntad, convirtiendo el mal en bien y viceversa según mis deseos y necesidades, y sin tener que rendir cuentas ante nadie. Hay en la tentación un elemento natural: la propia debilidad e imperfección inicial, y la tendencia a remediarlos por caminos equivocados e indebidos. Pero hay también un elemento sobrenatural, el orgullo y la soberbia, el pecado del diablo: es el engaño de presentar el bien como mal (Dios, que solo prohíbe y limita), y el

mal como bien, ofreciendo cimas de bien inalcanzables (seréis como dioses).

De hecho, la gran tragedia del diablo consiste en querer ser lo que no es, en querer ocupar el lugar de Dios, negándose a sí mismo en su condición de criatura, y viviendo, en consecuencia, en una profundísima e irremediable insatisfacción, producto de su odio a Dios (cuyo lugar desea), que no es, en realidad, sino odio a sí mismo (cuyo valor y verdad rechaza). Es la insatisfacción del diablo y de los que se deciden a vivir como él, desafiando a Dios.

Ahora bien, el diablo es el tentador, pero el mal que sucede en este mundo es cosa del ser humano, que ha sido creado bueno, con la bondad del mundo natural al que pertenece (modelado con arcilla del suelo), pero también con la bondad superior del soplo divino, que hace de él espíritu, persona libre, imagen de Dios: conocedor del bien y de mal, aunque no su creador. El ser humano es imagen de Dios, pero no Dios, conoce el bien y el mal, pero no puede determinarlos a su antojo. Cuando pretende hacerlo, rechazando a Dios y poniéndose en su lugar, descubre sólo su propia desnudez, se da cuenta de que es poco más que un animal.

Pablo nos recuerda nuestra responsabilidad: somos solidarios en el bien y en el mal. No es una cuestión privada, que me atañe solo a mí, sino que repercute para bien o para mal en los demás, en la marcha del mundo. Y como estamos expuestos a la tentación natural y también a la diabólica, y nos sabemos débiles para evitar el mal y para hacer el bien, no podemos hacer nada mejor que conectarnos con la fuente de todo bien, Dios, que se ha hecho cercano y accesible en Cristo Jesús.

En Jesús vemos que estar sometido a la tentación es algo connatural a nuestra condición humana. A ella estuvieron sometidos nuestros primeros padres (es decir, todo ser humano, por el mero hecho de serlo), y también Jesús, verdadero hombre. La tentación expresa nuestra imperfección inicial y el camino de perfeccionamiento en el que debemos superar las dificultades implicadas en la elección del bien. Jesús, como hombre, también tiene que recorrer su camino y enfrentarse a esas dificultades, las incitaciones al mal, pero, de nuevo, sobre el fondo de un bien incondicional: es conducido al desierto después de haber escuchado la voz que lo declara el Hijo querido de Dios. Lo conduce el Espíritu, con el que ha sido ungido, “para ser tentado por el diablo”. La identidad divina de Jesús la tiene que confirmar él como hombre, llevando una vida acorde con la voluntad de Dios.

En las tentaciones de Jesús descubrimos las dos fuentes: la debilidad (“sintió hambre”) y la soberbia por la que el mal se disfraza de bien y se sirve de él (“si eres Hijo de Dios…”). En la primera tentación están presentes las dos fuentes: la necesidad, el hambre y, por el otro lado, la condición poderosa de ser Hijo de Dios. Se trata de aprovechar la propia condición en beneficio propio. Si soy… (secretario, presidente, delegado, responsable…) puedo usarlo para tener ventajas y privilegios, hacerme rico, pasarlo bien… Pero Jesús responde que hay otros valores, que nos alimentan de verdad porque nos construyen por dentro. El hombre vive de pan, pero no solo, la Palabra de Dios es un alimento más esencial, y a ella deben someterse las otras inclinaciones y deseos. La segunda tentación habla sobre todo de nuestra necesidad de reconocimiento social. Pero advierte de que no todo vale para obtenerlo. Es la tentación paradójica de querer nosotros tentar a Dios y ponerlo a nuestro servicio. Lo hacemos cuando manipulamos los valores más altos (la verdad, la justicia, la fe, el amor…) como instrumentos al servicio de nuestros intereses. En la tercera tentación se trata de obtener buenos fines (conquistar todo el mundo para Dios era la misión de Jesús) pero por malos medios (la mentira, la violencia), inclinándonos ante el mal, ante el diablo.

Jesús no sólo ha tomado sobre sí el pecado del mundo. También ha asumido el yugo de la tentación. Sus tentaciones son las nuestras, las que padeció Israel en el desierto: el hambre (cf. Ex 16), el deseo de manipular a Dios (cf. Ex 17, 17), de servir a falsos dioses (cf. Dt 30, 17); pero él nos enseña a superarlas (Dt 8, 3 – Mt 4, 4; Dt 6, 16 – Mt 4, 7; Dt 6, 13 – Mt 4, 10), nos dice que en él, nosotros podemos también superarlas. El usa su condición divina para servir, no para servirse; renuncia a manipular a Dios, sometiéndose a su voluntad; no establece ninguna alianza con el mal, sino que, para conquistar el mundo para Dios, elige el camino estrecho y empinado de la cruz.

Nos ponemos en camino, acompañando a Cristo hasta Jerusalén, para participar de su pasión y muerte en cruz y, alcanzando la alegría de la Pascua, ser testigos de su Resurrección.