La libertad y el deber, el bien y el mal. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 6º domingo del tiempo ordinario

En estos tiempos que nos han tocado vivir, en los que el subjetivismo domina por doquier, se tiene la impresión de que la libertad y el deber son antitéticos y se excluyen mutuamente: ser libre significaría no tener deberes. Pero, en realidad, son dimensiones que se piden mutuamente, porque solo los seres libres pueden contraer obligaciones, solo libremente, y no por mera constricción externa, se pueden asumir y cumplir deberes. Si tenemos deberes y obligaciones morales (y no sólo, aunque también, constricciones jurídicas) es porque somos libres.

Las normas morales y los mandamientos divinos (la voluntad de Dios) debemos entenderlos en este sentido: expresan exigencias objetivas derivadas de nuestro ser personal, racional y libre. Los mandatos del Señor no son arbitrarios, caprichosos o, dicho de otra manera, irracionales. El texto del Eclesiástico supone la profunda racionalidad de mandatos que no son meramente externos, sino exigencias propias de nuestra condición humana. Dios, al crear el mundo, crea también lo que vendrían a ser las “pautas de su funcionamiento”, para que viva y se desarrolle de manera conforme a su propia naturaleza. Y, en el caso del ser humano, esas pautas de funcionamiento son objeto de conocimiento y de cumplimiento libre: “si quieres, cumplirás los mandatos del Señor”. Dios nos las presenta y nos las propone para que vivamos, y, realmente, en esta elección nos jugamos la vida: la vida buena en este mundo y la vida eterna.

En estas decisiones muestra el ser humano su prudencia o, como dice Pablo, su sabiduría (o su falta de ella). La sabiduría humana refleja la sabiduría de Dios. Por eso dice Pablo que es una sabiduría que no es de este mundo (aunque esté en él); y es que la mera sabiduría humana, ofuscada por el pecado, a causa de nuestras malas decisiones, ha necesitado de la revelación de la sabiduría de Dios, que se ha dado en plenitud en Jesucristo. En él recibimos gratuitamente lo que es inaccesible para nuestras solas fuerzas: la mente misma de Dios.

Esta sabiduría de Dios, revelada en Jesucristo, es la nueva ley del Evangelio, que no suprime, sino que perfecciona la antigua ley. Por esta última podemos entender tanto la ley mosaica, como la ley moral natural, que se expresa también en los diez mandamientos. Se trata, dice Jesús, de una ley que no pasa nunca, porque expresa la voluntad de Dios, y su perfeccionamiento y plenitud no consiste en añadir o quitar determinados preceptos, sino en ir a su núcleo esencial. No se limita a prohibir comportamientos dañinos y destructivos para los demás (matándolos, o violentándolos, o engañándolos…), pero también para uno mismo (convirtiéndonos en asesinos, adúlteros, mentirosos o infieles), sino que apela a nuestra libertad, a esa libertad racional que Dios nos ha dado, y por la que podemos conocer lo que es bueno (la voluntad de Dios) y decidirnos por ello.

Cuando Jesús nos exhorta a cumplir la ley (la nueva ley del Evangelio) hasta en sus menores preceptos no nos llama a un legalismo estrecho y asfixiante, que no nos haría mejores que los fariseos y los escribas, sino, al contrario, nos invita a cumplir la ley y los profetas (es decir, la ley según el espíritu profético) llevándola hasta los más pequeños detalles de la vida cotidiana. No se trata solo de evitar el mal, sino de hacer el bien. No sólo no matar, sino respetar al prójimo (evitando matarlo con nuestras palabras); no sólo evitar los conflictos, sino afrontarlos con espíritu de reconciliación y perdón; no sólo evitar el adulterio, sino alcanzar la limpieza del corazón, que nos lleva a respetar a los demás, a la mujer ajena, pero también a la propia (y lo mismo de los maridos), y que es la garantía de la fidelidad matrimonial y, más en general, de la fidelidad a la propia vocación. En realidad, esa fidelidad está garantizada por la fidelidad de Dios a sus promesas.

Tratar de vivir así no resulta fácil, exige voluntad (es decir, libertad), esfuerzo y algunas renuncias. Así hay que entender las fuertes (y metafóricas) palabras de Jesús sobre el ojo o la mano que nos escandalizan: en la voluntad de evitar el mal y de hacer el bien hay que ser radicales y estar en ocasiones dispuestos a perder.

Para respetarse a sí mismo y a los demás, no solo evitando hacerles (y hacernos) mal, sino tratando de hacer el bien, el mejor modo es respetar a Dios: evitar usarlo para nuestros fines, instrumentalizarlo, hacer de Él sólo el último recurso… Son muchas las formas de “jurar” de manera indebida: tratar de que Dios nos haga de testigo, en vez de ser nosotros testigos de Dios, creyendo y confiando en él, escuchándolo, alabándolo y adorándolo, y, naturalmente, haciendo su voluntad que no es otra cosa que hacer el bien. La perfección y la plenitud de la ley es el mandamiento del amor. Y el amor sólo se puede realizar libremente. Se trata de un deber del todo especial, un deber “sui generis”: “A nadie debáis nada más que el amor mutuo” (Rm 13, 8). Más que un deber moral, es una deuda contraída con el Dios que nos ha amado en Cristo Jesús. Respondiendo al amor de Dios con amor (a Dios y a los hermanos), ya hemos cumplido la ley entera, remata Pablo la afirmación anterior.

En la perfección de la ley está la plenitud de nuestra propia libertad. Jesús nos lo ha mostrado “dándonos ejemplo para que sigamos sus pasos” (1 P 2, 21), y lo ha hecho sufriendo por nosotros, entregando su propia vida en la Cruz. Jesús no se arrancó un ojo o se cortó una mano, sino que entregó todo su cuerpo y su vida entera por amor a nosotros y por amor a todos. En él vemos y encontramos la perfección de la ley. Por eso, para nosotros, cumplir la ley hasta en sus más nimios detalles (en sus preceptos menos importantes) consiste en seguir a Jesús en cada momento de nuestra vida cotidiana.