La felicidad de los humildes. Homilía del padre José María Vegas, C.M.F., para el 4º domingo del tiempo ordinario

The Sermon on the Mount
Carl Bloch, 1890

El profeta Sofonías nos dice quién puede buscar a Dios con garantías de éxito: los humildes; y nos da, además, pistas precisas para encontrarlo: buscando la justicia y la moderación. Pero, ¿qué significa ser humilde? Se trata de una cualidad relativamente poco apreciada, posiblemente porque la humildad está directamente relacionada con la humillación. Y a nadie le gusta que lo humillen, y con razón. Pero la humildad de la que se habla aquí no consiste en dejarse humillar o en humillarse ante los poderosos, ni siquiera con la intención de obtener algún beneficio. Humilde de verdad y en sentido moral no es quien se inclina ante el poderoso, sino el que voluntariamente se inclina ante la verdad, el bien y la virtud, el que es capaz de someter sus intereses subjetivos a criterios de justicia. Ese es, en realidad, el que se mantiene en pie, con dignidad, ante los poderosos, como Jesús ante Pilato, Herodes o los sumos sacerdotes.

Como nos recuerda Pablo, la comunidad cristiana es una comunidad de humildes. Tal vez deberíamos entender las palabras de Pablo no sólo en sentido sociológico (económico, cultural), sino sobre todo teológico. Dice que no hay en la asamblea muchos sabios, poderosos o aristócratas. Es decir, algunos, al parecer, había. Nadie, de hecho, está excluido de la llamada a la salvación, tampoco los sabios, los ricos y los aristócratas. Pero los que lo son según los criterio de este mundo deben hacerse humildes para poder entrar en la comunidad de Jesús: someter su sabiduría a la sabiduría del evangelio, su poder al poder benéfico de Dios, manifestado en la cruz, su aristocracia, al rey de reyes, que reina desde ese trono clavado en el Gólgota.

La humildad, en suma, nos introduce en un mundo nuevo, el mundo de Dios (el Reino de Dios), que Jesús ha traído a la tierra. Este mundo no podemos conquistarlo con nuestras propias fuerzas, ni exigirlo con nuestros méritos. Aunque es frecuente entender así la relación religiosa: con nuestras buenas o malas acciones nos hacemos merecedores del premio o del castigo eterno. Hay en esto una cierta lógica: de manera intuitiva vinculamos la realización del bien con la idea de recompensa, y la comisión del mal, con la de castigo, merecidos una y otro. Para discernir el bien del mal, del modo más elemental, basta mirar a los diez mandamientos (que expresan en clave religiosa el sentido moral común de la humanidad).

El problema es que, incluso guiados por los mandamientos, no conseguimos ser buenos del todo. No basta “saber” qué es lo bueno y lo malo. Además hace falta la fuerza de voluntad para cumplirlo, superando muchos obstáculos (muchas tentaciones). Pero tampoco es sólo cuestión de conocimiento y voluntad. Cuántas veces hacemos lo que sabemos indebido y, además, no queremos hacerlo: “Video meliora proboque, deteriora sequor” (veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo o hago lo peor), decía Ovidio, y también, con otras palabras, Pablo: “no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rm 7, 19). La psicología ha puesto de relieve cómo las circunstancias en que uno vive en la infancia le condicionan fuertemente en su comportamiento adulto: se comporta con violencia el que sufrió violencia, aunque la odia, y al que fue amado de niño le resulta más fácil amar. Aunque no se elimine nunca del todo la responsabilidad de cada uno, es verdad que la presencia o la falta de afecto, de acogida, aceptación, y, en definitiva, de amor, sobre todo en los primeros años de vida, condicionan mucho la capacidad de dar afecto, de acoger, aceptar y amar. En el comportamiento moral hay, además de la conciencia y la responsabilidad, un componente de gratuidad, independiente de nuestros méritos, que influye mucho más de lo que solemos pensar.

Y aquí entran las bienaventuranzas. No son normas o exigencias que se añadan a los mandamientos, sino ese elemento de gracia que crea las condiciones para que seamos o nos hagamos buenos. En las bienaventuranzas Dios por boca de Jesús nos declara su amor incondicional: nadie está excluido de él. Puede provocar sorpresa y estupor que Jesús declare felices a los pobres, los que lloran, los que sufren, los que tienen hambre y sed… Pero es que esas situaciones que se pueden y se suelen entender como castigos de Dios, son declaradas por Jesús signos de su preferencia. Y es que es el mismo Jesús el que las ha asumido, al asumir nuestra humanidad, y aunque sea pobre, o sufra o sea perseguido no deja de ser el hijo amado del Padre. Y, en él, Dios derrama su amor sobre todos los que, de un modo u otro, se encuentran en situaciones similares.

De hecho, lo que dijimos al principio sobre la humildad, se realiza en Jesús de manera muy especial y nueva. Si los humildes son los que pueden buscar a Dios, es ahora Dios, por medio de su Hijo el que se humilla a sí mismo y toma la condición de siervo (Flp 2, 7) para buscar al ser humano. Jesús es el único bueno (Mc 10, 18), y el que nos trae los dones y las condiciones para que nos hagamos buenos: sabernos hijos amados en el Hijo, incluso en la condiciones más adversas.

Como en el caso de los humildes de Corinto, también aquí hay que entender estas situaciones negativas (pobreza, tristeza, sufrimiento, hambre y sed), no sólo en sentido sociológico, sino también moral y teológico. El que se sabe amado incondicionalmente, sin méritos previos, como el niño, tiene la capacidad de despojarse con generosidad (la pobreza de espíritu), de sobreponerse a los trances amargos que le hacen llorar y encontrar consuelo, de sufrir por lo y los que ama, de perder en nombre de la justicia. Es ese el amor que recibimos de Jesús, un amor que nos hace mejores, nos ayuda a ser buenos: a sentir misericordia, a limpiar nuestra mirada y nuestro corazón de odios, prejuicios e intereses mezquinos, a poner paz donde hay guerra, a mantener la propia dignidad en situaciones de injusticia; y, en una palabra, a ser testigos de Jesús, del Amor de Dios, de los valores de su Reino en las circunstancias más adversas, incluida la persecución. En Jesús, y a pesar de los pesares (que son tantos), podemos experimentar una alegría que nadie podrá quitarnos (Jn 16, 22). Somos, en verdad, bienaventurados.