Escuchamos de nuevo al profeta Isaías anunciándonos la llegada de la luz, que ilumina nuestra oscuridad y nos permite orientarnos y caminar en la dirección correcta. ¿Qué luz es esta? ¿De qué luz se trata?
En el tiempo de Navidad asociamos con faciliad el símbolo de la luz con la estrella de Belén, que nos lleva (a nosotros, a los pastores, a los magos de oriente) hasta el niño. Pero para entender hasta el final el sentido de esta luz tenemos que esperar hasta la aparición pública de Jesús. Un momento crucial para esta comprensión es el del Bautismo de Jesús en el Jordán, cuando la voz del Padre declara que Jesús es su Hijo amado. Y es a partir de ese momento cuando entendemos que la luz que ilumina nuestra oscuridad consiste en la Palabra, el Verbo encarnado, y las palabras que nos dirige. Hoy celebramos el domingo de la Palabra, que este año tiene como tema unas palabra del apóstol Juan relacionados con la visión (la luz), y como lema ¡Proclamadores de la Palabra! El vínculo de luz y Palabra es evidente.
Es una experiencia humana relativamente común que una palabra dicha en el momento preciso nos ilumine: nos abra a la comprensión (teórica o práctica) de algo que hasta ese momento nos resultaba enigmático. Recuerdo el primer año en que empecé a dar clases de filosofía. Daba un curso de historia de la filosofía moderna, y llegó un momento en que me atasqué en un autor y no conseguía comprender (ni, en consecuencia, explicar) un aspecto esencial de su doctrina. Acudí al profesor que me había en su tiempo explicado a ese mismo autor (y del que él era especialista), lo asedié con preguntas, y recuerdo que de repente dijo algo, una sencilla expresión, que me iluminó y me dio la clave para entenderlo todo y poder seguir adelante con el curso. Pero estas iluminaciones también se dan en el campo práctico, cuando una sencilla información sobre algún aspecto de la biografía de alguien nos ayuda a comprender el comportamiento de esa persona que, hasta entonces, nos resultaba incomprensible e inaceptable; y esa información nos ayuda a cambiar de actitud hacia ella, hasta el punto de que si, tal vez el comportamiento nos puede seguir pareciendo inadecuado, al menos estamos en mejor disposición de comprender y aceptar a la persona en cuestión.
Es verdad que determinadas palabras, escuchadas o leídas, nos iluminan en muchas ocasiones y en muchos sentidos, sobre muy diversas cuestiones. También la luz de Dios, de la que nos habla Isaías, viene a iluminarnos como Palabra. Jesús, del que nos han hablado los ángeles en la noche de Navidad, y la voz del Padre en el Jordán, empieza a hablarnos él mismo. Con sus palabras ilumina el sentido profundo y decisivo de nuestra vida, de nuestro mundo, de nuestras complicadas y difíciles relaciones, de nuestra también con frecuencia difícil y complicada relación con Dios. Todas estas realidades están llenas de enigmas, oscuridades, incomprensiones, conflictos… que necesitan iluminación.
¿Qué nos dice Jesús? ¿Cómo nos ilumina?
En primer lugar, nos llama a la conversión. Es decir, nos invita a tomar conciencia de nuestras oscuridades, del mal que habita en nosotros y a nuestro alrededor, del hecho de que no todo en nuestra vida es como debería ser. Sin esta conciencia no podemos sentir la necesidad de la luz. Pero no lo hace con un tono acusador o de reproche, sino con el tono positivo y esperanzado de que el cambio a mejor es posible, de que tenemos posibilidades reales que todavía no hemos ensayado. De hecho, el reproche y la amenaza provocan reacciones defensivas, y estas llevan a esconderse, a evitar la luz y el espacio abierto. La Palabra de Dios que es Jesús y las palabras que nos dice encarnan la llamada ya profetizada por Isaías: “a los presos, ‘salid’; a los que están en tinieblas, ‘mostraos’” (Is 49, 9).
Y frente a la posible respuesta pesimista de quienes piensan que los males que nos aquejan no tienen remedio, Jesús nos abre la perspectiva del Reino de Dios. Esta es la segunda parte de su mensaje: en la voluntad de cambiar a mejor no estamos solos: Dios, el Autor y la fuente de todo bien, está cerca de nosotros, se ha hecho accesible, es posible encontrarlo. La experiencia religiosa se transforma gracias al misterio de la encarnación: no es una búsqueda de la luz en medio de la oscuridad, sino que la luz misma ha venido a nosotros disipando nuestras tinieblas. Dios se ha hecho cercano sin méritos previos por nuestra parte, dándonos la oportunidad de un nuevo comienzo, de una vida nueva iluminada por su cercanía, que es la cercanía del amor de Dios.
Si Dios nos ilumina con su Palabra, esto quiere decir no solo que nos habla, sino que quiere entablar un diálogo con nosotros: nos habla, pero quiere que también nosotros hablemos, que respondamos a su llamada. Y aquí aparece un componente esencial de su modo de dirigirse a nosotros. Si, por una lado, la llamada a la conversión es universal, está dirigida a todos, y tiene el sabor de una convocatoria, la llamada al seguimiento que nos dirige se hace ya de manera personal. Entra, en primer lugar, en las circunstancias personales de cada uno: en nuestra personal Galilea, en el pequeño mundo representado por el lago, la barca, las redes… Y, sobre todo, por el nombre: Simón, Andrés, Juan y Santiago… La Palabra de Dios encarnada en el hombre Jesús de Nazaret no es un mero sistema religioso y moral, un orden de valores o una determinada visión del mundo (aunque todas esas cosas estén presentes), sino ante todo y sobre todo una relación personal. A la convocatoria o llamada universal a la conversión se une la vocación, la llamada personalizada al seguimiento.
Y es una llamada a la que hay que responder enseguida, que no se puede dejar para “después”, para “más adelante”. Cuando un acontecimiento decisivo está cerca, no es posible posponer la respuesta. No podemos dejar para más tarde la respuesta a un incendio, a un terremoto, a la necesidad perentoria del que está a mi lado, también a un suceso feliz: es ahora cuando hay que apagar, ayudar, condolerse o felicitar. Con la cercanía del Reino de Dios (de Dios mismo que se nos ha acercado) pasa lo mismo, y con mayor motivo: nos jugamos ahí el sentido último de nuestra vida, la salvación y la vida eterna. La respuesta no puede esperar, porque es hoy cuando Jesús se ha presentado en mi vida (en mi lago, en mi barca, en mis redes) y me ha iluminado, me ha dirigido su palabra, me ha llamado y espera mi respuesta. Por eso dice el texto evangélico que Simón y Andrés, Juan y Santiago respondieron a la llamada de Jesús “inmediatamente”. Y esto es así, sencillamente, porque esta palabra que nos llama es la luz que viene a disipar la oscuridad en la que vivimos. ¿O es que queremos permanecer en tinieblas? Sobre todo, teniendo en cuenta que esas tinieblas no son un fenómeno exterior a nosotros. Son las tinieblas de nuestro espíritu: nuestras cegueras para ver las necesidades del que sufre a nuestro lado, de ver en cualquier ser humano a un hijo de Dios y hermano nuestro, para ver y aceptar esa cercanía del Reino de Dios que nos trae Jesús. Esas tinieblas que viene a disipar la luz de la Palabra de Dios son las enfermedades y dolencias que nos aquejan y que Jesús ha venido a curar proclamando el Evangelio del reino.
Necesitamos la luz, necesitamos la Palabra, necesitamos la curación que produce. Y esa necesidad no se remedia de una vez y para siempre. Tenemos que volver a escuchar la Palabra que nos llama al seguimiento, a abrir los ojos a la luz, a pedir a Jesús que nos cure. Si no lo hacemos, si nos creemos que todo eso a nosotros ya no nos hace falta porque ya somos cristianos, nos sucederá como a los cristianos de Corintio, que, sí, eran cristianos, pero habían perdido la luz y habían recaído en la enfermedad de las banderías y los partidos y, por eso, Pablo tuvo que llamarlos a retornar a lo esencial de la fe, poniendo a Cristo (la luz y la Palabra que nos cura) en el centro.