La Palabra de Dios en esta gran fiesta de la Epifanía del Señor subraya con fuerza la combinación de concreción y universalidad del nacimiento de Cristo. Isaías afirma que la luz amanece, surge y brilla en Jerusalén. Pero a esta luz caminarán todos los pueblos. La carta a los Efesios, por su parte, dice que el misterio de Dios se ha manifestado a los apóstoles y profetas, testigos del pueblo de Israel, pero la gracia de Dios se extiende sin limitación a los gentiles, coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa.
Es así. Jesús nace en un tiempo y lugar concreto: en Belén de Judá, en tiempos del emperador romano Augusto, pertenece a una raza concreta y habla una determinada lengua. Sin estas concreciones, la encarnación no sería posible, y la revelación de Dios tendría que limitarse a una doctrina, unas ideas, unos valores abstractos. En la encarnación todo eso (que también existe) adquiere un rostro concreto, se hace realidad, cercanía, presencia que, como dice el Apóstol Juan, se puede ver con los ojos, escuchar con los oídos, tocar con la manos (cf. 1 Jn 1, 1). El problema está en que esa concreción es, al mismo tiempo, una limitación. Y no solo porque al circunscribirse a un tiempo y lugar concreto (un pueblo, una cultura, una lengua) resulta inmediatamente accesible sólo para unos pocos; sino también porque existe el peligro de pretender que la revelación de Dios que acontece en la encarnación es válida y efectiva solo para los que pertenecen a ese estrecho círculo (por ejemplo, sólo para los judíos).
La primera limitación sólo se puede superar por la acción del Espíritu Santo, que nos pone en contacto real con Jesucristo por medio de la fe de la Iglesia, la Palabra de Dios y los sacramentos. La segunda, que es una tentación que sintieron los seguidores de Jesús, incluso en la primerísima generación cristiana, se corrige desde los mismos textos bíblicos, ya en el Antiguo testamento, que, sobre todo, por medio de los profetas, proclama que la salvación viene por Israel, pero es para todo el mundo. Y, especialmente, en el nuevo, como testimonia con especial energía el Apóstol Pablo, con razón llamado por eso el Apóstol de los gentiles.
Los Evangelios también lo afirman con claridad, por boca del mismo Jesús, que en el Evangelio de Juan afirma que “tengo otras ovejas que no son de este corral” (Jn 10, 16). Y de un modo especialmente gráfico lo expresa el Evangelio de Mateo en el episodio que celebramos hoy: la adoración de los Magos. No solo los pastores, representantes de los “anawim”, los pobres de Yahvé, acuden a adorar al Niño. También unos misteriosos magos de Oriente, guiados por una no menos misteriosa estrella, acuden en búsqueda del rey de los judíos en quien reconocen la presencia de Dios, y lo buscan para adorarlo. Magos, sabios, astrólogos (puesto que indagan y siguen estrellas), científicos, no pobres y, además, extranjeros, son la prueba de la universalidad del nacimiento de Cristo. No sólo los cercanos, los que viven en la tradición de Israel y conocen las promesas transmitidas por los profetas, sino también los lejanos, los que acceden a Dios guiados por fenómenos naturales, que también hablan a su manera de los misterios de Dios, aunque necesitan de la iluminación de la revelación, tienen acceso al Mesías de Israel, que es el Salvador de todo el mundo.
Porque lo importante no es ser del pueblo elegido, o de lejanos pueblos de oriente, sino tener un corazón bien dispuesto. De hecho, entre los miembros del pueblo elegido descubrimos a los “anawim”, que acuden a adorar con fe por el anuncio el ángel, pero también a los que, conociendo las promesas, buscan al Niño para matarlo. Entre los sabios de este mundo también se pueden dar las actitudes contrapuestas de los que con soberbia niegan a Dios fiados de su ciencia, y de los que buscan a Dios siguiendo estrellas.
Y es que el misterio de la Navidad no se completa ni se realiza del todo mientras que, tras el paso de Dios de hacerse cercano en la humanidad de Cristo, no se da el paso de nuestra parte de acercarse, reconocerlo y aceptarlo. No es una aceptación fácil, no es fácil reconocer al Dios todopoderoso y al Rey de reyes en la humanidad frágil y dependiente de un niño recién nacido. Es un paso que sólo se puede dar desde la fe, desde la confianza de que Dios, realmente, nos habla y se nos manifiesta en las realidades más cercanas de la vida cotidiana: el agua, el pan, el vino, el rostro del que está a mi lado, la frágil presencia de un niño, por nacer o ya recién nacido, que me llama a la responsabilidad y la acogida.
La confesión de los magos ante el niño en brazos de María, su madre, se expresa en los dones que le ofrecen: oro, incienso y mirra. Con el oro reconocen en el niño al Rey de Reyes. El oro puede ser símbolo de los bienes materiales, de nuestras necesidades materiales y de nuestro deseo de posesión, pero también de nuestra solidaridad, de nuestra capacidad de desprendernos para atender a aquellos que están en mayor necesidad que nosotros. Que Jesús es el Rey de reyes significa que toda autoridad viene de Dios (cf. Rm 13, 1) y que nadie tiene autoridad alguna si no la recibe de lo alto (cf. Jn 19, 11). Esto implica, por un lado, que cualquier autoridad (no sólo política, también profesional, familiar, etc.) tiene que ser ejercida con responsabilidad y justicia; y, por el otro, que, ante la autoridad legítima, tenemos la obligación moral de la obediencia. El oro de los reyes simboliza, por ejemplo, los impuestos que pagamos para el bien común, pero también, más allá de la estricta legalidad, las ofrendas libres que hacemos para ayudar a los más necesitados. Acogemos a Jesús con nuestro oro (poco o mucho), cuando somos generosos, desprendidos, sensibles a esas necesidades de aquellos en los que vemos a los pequeños hermanos de Jesús (cf. Mt 25, 40).
El incienso confiesa que el hijo de María es el Hijo de Dios. Podemos entender este don como símbolo de los bienes espirituales. La solidaridad es cosa buena, pero es difícil perseverar en ella si no estamos bien asentados en su verdadero fundamento, que es el amor de Dios, el amor que Dios nos ha manifestado en Cristo y que nosotros tratamos de expresar compartiendo nuestro oro. Para ello, quemamos incienso, un gasto en apariencia inútil, pero, en realidad, lleno de sentido. “Perder el tiempo” es la oración, acudir a Dios en la cita dominical de la Eucaristía, suplicar que derrame sobre nosotros su misericordia en el sacramento de la reconciliación, son formas concretas de quemar incienso, que se eleva a Dios como víctima de suave olor (cf. Ef 5, 2; Sal 141, 7; 2 Cor 2, 14. 16). Pero también ofrecemos este incienso, estos bienes espirituales que elevamos a Dios, cuando renunciamos a hacer de nuestras ideas y convicciones muros fortificados que nos separan de los demás, o armas arrojadizas contra lanzamos contra ellos, y somos capaces de abrir nuestras mentes sin prejuicios, ceder cuando esto lo exige la verdadera caridad, ser capaces de adoptar el punto de vista del otro. Como estos magos extranjeros venidos de países lejanos, nos hacemos peregrinos que reconocen en lugares, culturas y mentalidades ajenas la presencia de Dios (del bien, la verdad y la justicia).
«Vienen todos de Saba, trayendo incienso y oro», profetizó Isaías. ¿Dónde está la mirra? Israel esperaba un Mesías poderoso y triunfante. Aunque es verdad que ya los profetas, Isaías entre ellos, vislumbraron el mesianismo de Cruz del “varón de dolores” (cf. Is 53, 3), las expectativas mesiánicas de Israel, incluidos los discípulos de Jesús, iban por otro camino. En la ofrenda de la mirra, los magos de oriente profetizan que este Rey y Dios realizará su misión mesiánica en la Cruz. Si es difícil reconocer en fe al Hijo de Dios en la humanidad del hijo de María, todavía más difícil resulta reconocerlo en la Cruz. Y, sin embargo, esta presencia es totalmente coherente con el misterio del amor que se revela en él. En su encarnación, el que era de condición divina, se despojó de sí mismo (cf. Flp 2, 6-7). Reconocerlo, confesarlo y acogerlo ofreciendo oro e incienso significa descentrarse, salir de sí, hacerse extranjero y peregrino, renunciar. El misterio del amor revelado en Cristo para todos los hombres lo hemos conocido “en que él dio su vida por nosotros”, por tanto, “también nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1 Jn 3, 16).
Guiados por la estrella de nuestra razón y nuestra naturaleza, iluminados por la revelación de la Sagrada Escritura, vayamos también nosotros a adorar al niño, ofreciéndole, como los magos, nuestros dones: oro, incienso y mirra.