El fin de año y el comienzo del año nuevo son propicios para expresar buenos deseos. Es lo que hacemos en estos días, especialmente hoy: “feliz año nuevo”, nos deseamos unos a otros. Cuando estos buenos deseos se ponen bajo la luz de la Palabra de Dios se convierten en algo más que deseos, se convierten en una bendición: “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz”. Los buenos deseos de protección, de luz, de buena suerte (el favor del Señor) y de paz se derraman sobre nosotros como una lluvia fina que empapa la tierra y produce buenos frutos (cf. Hb 6, 7). Se trata de una bendición, algo más que buenos deseos sin garantía de cumplimiento. Bendecir significa “decir bien”, “expresar bienes”. Si queremos que el año nuevo sea realmente bueno, benéfico, para nosotros y para los demás, y que se cumplan los buenos deseos que nos deseamos unos a otros, de modo que sean la expresión de la bendición del Señor, tenemos que aprender a bendecir, a “bien decir”, a decir y expresar bienes, en primer lugar, de palabra (en vez de maldecir, como hacemos tantas veces), porque “de la abundancia del corazón habla la boca” (Lc 6, 45); y, por tanto, también de obra, expresando bienes que brotan del corazón por medio de nuestros actos y actitudes, nuestras decisiones y toda nuestra vida: que toda ella sea una fuente de bendición, que difunde el bien, y no de maldición, que lleva cuentas del mal y, por tanto, permanece en él y lo refuerza.
Para ello, es claro que tenemos que ir más allá de los “buenos deseos”, y poner en práctica la fuerza de nuestra voluntad, porque bendecir no es tarea sencilla, cuando alrededor de nosotros, en ocasiones directamente en contra de nosotros, pero también (debemos reconocerlo) desde nosotros mismos, se alzan fuerzas maléficas, maldiciones y maledicencias, en palabras y obras, que son las que hacen que el año nuevo envejezca tan pronto y los buenos deseos acaben desvaneciéndose. La voluntad de bendición significa oponer al mal el bien, a la ofensa el perdón, al sufrimiento la cercanía, la ayuda y el consuelo, en definitiva, a la maldición en cualquiera de sus formas, la bendición.
Si tratamos de hacerlo así, nuestros buenos deseos no se quedarán en eso, en meros deseos, sino que estaremos creando el suelo propicio para que se derrame sobre nosotros la bendición del Señor, estaremos creando las condiciones para que, de verdad, reine la paz (que tanto ansiamos) en los corazones, entre los seres humanos, entre las naciones.
Pero nuestras limitadas fuerzas nos recuerdan que esta empresa en gran medida nos supera. “Conquistar el cielo” es un buen deseo que no está a nuestro alcance. Necesitamos la ayuda de la gracia. Y es que la bendición del Señor es un don de lo alto, una gracia que Dios nos concede. Y Dios no nos expresa solamente buenos deseos: su bendición se ha derramado realmente sobre nosotros por medio de su Hijo, “nacido de una mujer”, para que recibiéramos el ser hijos por adopción, para abandonar la esclavitud del pecado y de la muerte y ser verdaderamente libres. En el Hijo de Dios, que se nos ha dado como hijo de María, adquirimos la libertad para vivir como hijos de Dios, es decir, para amar.
Ahora bien, el don y la bendición ofrecidos, para ser operantes, requieren la aceptación por parte nuestra. Para que la gracia actúe tenemos que poner algo de nosotros mismos, no podemos permanecer en la pura pasividad. Si Dios se abaja a nuestro nivel, para hacerse encontradizo, a ese movimiento descendente debemos corresponder con un movimiento que va al encuentro de ese don, que lo reconoce y acepta. Es el camino de los pastores, que todos somos invitados a recorrer, para encontrar al Hijo de Dios, en los brazos de la mujer, María, de la que ha nacido como hijo del hombre y hermano nuestro.
El cuadro que nos presenta hoy el Evangelio de Lucas habla de la concreción humana de la bendición de Dios. No es una idea abstracta, ni tampoco un mero sistema de valores morales, ni mucho menos, una desvaída promesa de futuro, una especie de utopía irrealizable. Es un don hecho carne humana, hecho relación: el Hijo de Dios es Jesús de Nazaret, el hijo de María; hecho familia: los pastores encontraron a María, a José y al niño. Esto quiere decir que la bendición del Señor se derrama sobre nosotros, sobre nuestras familias, sobre todas nuestras relaciones (sociales, laborales, de amistad…). Y así se hace germen y semilla de paz y bendición no solo para nosotros y los nuestros, sino para muchos, para todos, porque nosotros mismos nos convertimos en portadores de la bendición del Señor.
El Evangelio de hoy nos da algunas indicaciones esenciales para recibir y transmitir esta bendición. En primer lugar, nos señala la actitud de María que “conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”. Reconocer en el niño Jesús al Mesías prometido y acogerlo significa una labor de asimilación de la Palabra: contemplarla, conservarla, meditarla en el corazón, con tiempo, con paciencia, hasta que se haga carne en nosotros. El proceso de evangelización de nuestra persona requiere también tiempo, dedicación y paciencia. No basta decir “creo”, para que esa fe en Jesucristo informe automáticamente todo nuestro ser, nuestros criterios, nuestras decisiones, nuestros sentimientos y nuestros actos. Si María, la “llena de gracia”, conservaba y meditaba estas cosas en su corazón, tanto más debemos hacerlo nosotros, para que la gracia de la bendición del Señor nos vaya llenando poco a poco. Esto significa dedicar atención y tiempo a la oración, a la lectura de la Palabra, a su meditación asidua, también a la participación en esos momentos especialmente fuertes de contacto con Cristo en la Eucaristía, la Reconciliación, y otros que la Iglesia nos propone.
La segunda indicación nos viene por los pastores. Ya hemos dicho con Lucas, que “de la abundancia del corazón habla la boca”. Si conservamos y meditamos la Palabra en el corazón, no podemos callar y guardarnos lo que hemos visto y oído. Los pastores “contaban lo que les había dicho del aquel niño”, y lo que ellos mismos habían visto y oído. Cuando a alguien le sucede algo afortunado y feliz, tiende a contarlo, a comunicarlo. La alegría de la Navidad, del encuentro con el hijo de María, el Dios con nosotros (Emmanuel), el Dios que salva (el nombre que le pusieron a los ocho días: Jesús) tiene que ser contada, trasmitida, testimoniada, porque este niño no ha nacido solo para un grupo (nacional, o del tipo que sea) determinado, sino para todo el mundo: buenos y malos (y todos somos un poco lo uno y lo otro), cercanos y lejanos, amigos y enemigos, judíos y gentiles, pequeños y grandes… todos están llamados a conocer a Cristo, a llegar a ser hijos de Dios, a ser depositarios de la bendición del Señor.