Los pequeños signos de los grandes acontecimientos. Homilía del padre José María Vegas, C.M.F., para el 4º domingo de Adviento

Al final del año las noticias se llenan de resúmenes de los grandes acontecimientos sucedidos durante el mismo. Los “grandes acontecimientos” son los que hacen mucho ruido, llaman la atención, se imponen avasallándonos y haciéndonos sentir nuestra pequeñez e impotencia. Guerras y revoluciones, crisis económicas, pandemias y también desastres naturales pueden contarse entre ellos. Esos acontecimientos pueden interpretarse de dos maneras contrapuestas. Hay quienes ven en ellos signos por los que Dios se manifiesta (con estruendo), normalmente castigándonos por nuestros pecados. Otros, en cambio, consideran que aquí Dios no pinta nada, sea porque no quiere, sea porque no puede hacer nada, y, por tanto, las consideraciones religiosas están fuera de lugar.

A una situación de este tipo se enfrenta el impío rey Acaz, que, apurado por las presiones de los reyes vecinos, acude al poderoso rey de Asiria a pedirle ayuda, en vez de confiar en Dios. Acaz busca alianzas poderosas y humanas, y rechaza (simulando motivos religiosos) la ayuda de Dios, que le ofrece una señal salvífica. En una lógica puramente humana se puede entender la desconfianza de Acaz. ¿Cómo comparar la imponente fuerza del ejército asirio con el embarazo de una débil doncella? ¿Por qué elige Dios símbolos tan débiles que exigen grandes dosis suplementarias de fe? Tal vez porque Dios no quiere avasallarnos con su presencia, imponerse por la fuerza, asustarnos con amenazas de castigos. Dios quiere suscitar confianza, atraernos por la convicción, ofrecernos su amistad. Dios no lanza ni grita amenazas de muerte, sino que ofrece vida, la vida que florece en el seno de una joven virgen. Esta es la gran diferencia. La vida triunfa sobre la muerte, la confianza (la fe) sobre el temor, por más que la vida y la confianza tengan una apariencia débil ante la muerte y el miedo.

Frente al desconfiado y temeroso Acaz, la Palabra de Dios nos ofrece hoy el ejemplo contrario de José, el justo, el hombre de fe. La justicia de José no está, como a veces se dice piadosamente, en querer despedir en secreto a María, de la que habría sospechado infidelidad… “El justo vivirá por la fe” nos repite la Biblia con insistencia (Ha 2, 4; Rm 1, 17; Gal 3, 11; Hb 10, 38). José es justo porque es un hombre de fe, capaz de ver los pequeños signos de Dios. Con la venia de los exigentes exégetas, me permito suponer que José conocía el texto de Is 7, y fue capaz de descubrir en el misterioso embarazo de María el pleno cumplimiento de aquella profecía, el signo de la presencia de Dios. Y como justo que era, decide apartarse, para no interferir en los inescrutables planes de Dios. Pero es esa misma justicia suya la que le permite discernir la voz de Dios que le habla en sueños. José el justo esposo de María nos recuerda al José, hijo de Jacob, llamado el soñador por sus hermanos. Sólo que el sueño del justo José no es un sueño de superioridad y pleitesía hacia él (cf. Gn 37, 5-11), sino de servicio: es él el que se inclina y se pone al servicio de los que, según la mentalidad de entonces, debían sometérsele.

La justicia de José está en este complejo entramado de fe en los signos de Dios, de discernimiento de su voluntad, de capacidad de acogida, de servicio y de responsabilidad. De esta manera, José cuya paternidad natural ha quedado frustrada por los planes divinos, adquiere otra paternidad, pues es José el que le da el nombre a Jesús, asegurando así que el que ha de nacer de María sea el hijo de David. Es mucho más que una mera paternidad legal, es una verdadera paternidad espiritual, que hace posibles y viables los planes de Dios, que no pueden ir adelante sin la cooperación humana.

Esta paternidad espiritual de José nos da a entender en qué consiste y debe consistir toda tarea de dirección o acompañamiento espiritual (de sacerdotes, religiosos, catequistas, pero también de padres y educadores). No puede consistir en una actitud de dominio, imposición o control; tiene que ser, por el contrario, desde una actitud de fe, un ejercicio de discernimiento, aceptación y servicio. Sólo así podemos hacernos instrumentos de los planes de Dios, sólo así podemos abrir cauces de su presencia.

Dios hace grandes cosas con signos pequeños, cambia el curso de la historia mediante el nacimiento de un niño de una doncella. Y esto significa que quiere contar con nosotros para poder llevar adelante sus planes, que son planes de vida y no de amenaza o de muerte. Nosotros no tenemos ni fuerza ni poder para provocar grandes acontecimientos. Pero sí que podemos abrir los ojos a los pequeños signos de vida que Dios nos envía de tantas maneras, podemos nosotros mismos realizar esos signos, pequeños pero importantes si están en la línea del Evangelio, si, como José, somos creyentes de esos signos de Dios, y tratamos, como él, de actuar en consecuencia: con prontitud, en actitud de servicio. Son signos pequeños, pero de largo alcance, que acaban repercutiendo en muchos, hasta cambiar el curso de la historia. La virgen que está embarazada y da a luz a un niño, del que un humilde carpintero judío se hace cargo, inicia un movimiento que llega hasta los confines del mundo. Para los judío de entonces, esos confines del mundo bien podían ser Roma, la lejana capital del Imperio. También los habitantes de esa lejana ciudad, como les escribe Pablo, están llamados a responder al don de la fe, llamados por ese niño, hijo de María, hijo de David gracias a José, Cristo Jesús.

La Navidad está cerca. Hagámosla posible en nuestro mundo de hoy, en los ambientes en que nos movemos cotidianamente, siendo justos, siendo creyentes, siendo servidores responsables, convirtiéndonos nosotros mismos en pequeños signos del mandamiento del amor.