El mayor de los nacidos de mujer. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el tercer domingo de Adviento.

Merece la pena caer en la cuenta del contraste entre los verbos en futuro de la primera lectura y el tiempo presente usado por Jesús en el Evangelio.

Isaías expresa la esperanza humana en el fin del sufrimiento: pasar de la aridez a la fertilidad exuberante, de la fealdad a la belleza, de la debilidad a la fuerza, de la enfermedad a la salud plena: los ciegos verán, del sordos oirán, los lisiados saltarán… Si necesitamos paciencia, como nos aconseja Santiago, es porque padecemos de múltiples formas. Pero la paciencia expresa un padecer con esperanza: padecemos, sí, pero ya está en marcha el proceso de la curación. Como la semilla que crece sin que la veamos, la salvación no es un deseo etéreo y sin fundamento, sino un proceso que exige paciencia, pero que ya esté en curso, aunque no siempre nos lo parezca.

Esto es lo que expresa el tiempo presente usado por Jesús en la respuesta a los discípulos de Juan: estamos ya en el tiempo del cumplimiento. No contesta Jesús con vagas promesas, con planes futuros, con buenos deseos, sino con constataciones de hecho: lo que estáis viendo y oyendo, los ciegos (ya) ven, los sordos (ya) oyen, los lisiados (ya) andan, los leprosos (ya) están limpios, a los pobres ya se les está anunciando la buena noticia. En una palabra, el Mesías prometido ya está entre nosotros, no tenemos que esperar a otro.

Es verdad que podemos sentir también en muchos momentos la aridez del desierto, la fealdad del mal, la debilidad de la enfermedad, las múltiples limitaciones que nos afectan, pero no podemos no abrir los ojos a los cumplimientos que ya se están operando: la gracia está actuando, recibimos el perdón de nuestros pecados, que pierden así poder sobre nosotros, se nos ha revelado realmente el rostro paterno de Dios, somos beneficiarios, depositarios y heraldos de la nueva ley, el mandamiento del amor, que ha perfeccionado y llevado a plenitud la antigua ley mosaica, somos creyentes y testigos de la Resurrección del Señor, por la que hemos vencido el temor a la muerte y a sus múltiples anticipos (la enfermedad, el sufrimiento, los diversos rostros del mal moral).

Jesús añade a su testimonio sobre el cumplimiento presente: “dichosos los que no se escandalicen de mí”. ¿Quiénes son estos? Los que abren los ojos para ver esos bienes presentes, a pesar de los males que de tantas formas nos siguen afectando, los que no cierran sus ojos a los signos evidentes de que la semilla de la salvación está ya dando frutos entre nosotros, los que tienen la paciencia para dejarlos madurar a su tiempo. En una palabra, no se escandalizan de Él los que no se escandalizan de la Cruz de Cristo, y son capaces de ver y experimentar en ella las primicias de la Resurrección.

Aunque estamos en el tiempo del cumplimiento, y “no tenemos que esperar a otro”, seguimos siendo hombres de esperanza, porque ese cumplimiento, ya incoado en la historia, no se ha consumado del todo: lo ha hecho en Cristo, como cabeza, pero no en plenitud en su cuerpo, que somos nosotros. De ahí, el fuerte elogio de Jesús a Juan el Bautista. Seguimos necesitando de profetas que nos ayuden a abrir los ojos al presente de los tiempos mesiánicos; es más, tenemos que convertirnos nosotros mismos en profetas, que con su testimonio ayuden a otros a abrir los ojos a la presencia de Cristo en la historia. Pero necesitamos y somos profetas de una generación nueva y superior, por encima incluso del mayor de entre los nacidos de mujer, porque nosotros somos los menores (los niños, los hijos en el Hijo) del Reino de Dios, profetas del cumplimiento, y lo somos siendo y actuando como discípulos y testigos de Cristo Jesús.

El tiempo del cumplimiento significa que con nuestra fe y las obras del amor trabajamos para que los ciegos vean, los sordos oigan, los cojos anden, los leprosos queden limpios y se anuncie a los pobres el Reino de Dios; es decir, por nuestra fe no nos son indiferentes los sufrimientos de los demás, y por las obras del amor tratamos de remediarlos en la medida de nuestras fuerzas, haciendo así presente el Reino de Dios, a Cristo mismo. Y esta presencia es el mayor motivo de nuestra alegría, la alegría que experimentan los amigos del esposo, porque el esposo está con ellos (cf. Mc 2, 19), una alegría que nada ni nadie nos puede quitar (cf. Jn 16, 22). Es esta cercanía de Jesús, que la liturgia presiente en las vísperas de la Navidad, lo que suscita la llamada a la alegría en este tercer domingo de Adviento, tradicionalmente llamado así: “Alegraos”, “Gaudete”, recogiendo las palabras de Pablo que leemos en el ciclo C de este mismo domingo: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres” (Flp. 4, 4).