Suaviter et fortiter. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 2º domingo de Adviento


“Suaviter in modo, fortiter in re”, con suavidad en las formas, con fuerza en la cosa (en la sustancia, en lo esencial, en lo que importa, podríamos traducir libremente) es una célebre máxima del pedagogo hispano-romano Quintiliano relativa a los asuntos jurídicos y educativos, pero que bien se podría aplicar a la religión o, mejor, al modo que tiene Dios de actuar, de dirigirse a nosotros.

Existen dos extremos en la forma de entender la religión y, en consecuencia, a Dios: la que es sólo “fortiter”, que pone todo el acento en las fuertes y radicales exigencias (morales y religiosas) y lo hace con intransigencia, sin atisbo de misericordia; y la “suaviter”, que subraya la bondad infinita de Dios, que, al final, estaría dispuesto a perdonarlo todo, que cierra los ojos ante toda maldad. En el primer extremo, Dios sería un juez inflexible en su justicia; en el segundo, sería una especie de abuelo bonachón que transigiría con todo. Pero el Dios en el que creemos ni es (sobre todo) un juez, ni es un abuelo, sino que es Padre, sí, lleno de amor, pero de un amor exigente que llama con urgencia, sin contemplaciones, a crecer en la verdad y al bien. “Suaviter et fortiter”.

Una buena ilustración del modo de actuar de Dios nos la ofrece hoy el profeta Isaías. Dios, que es espíritu, no es un Espíritu de ira ciega, de arbitrariedad, de violencia, de imposición. Al contrario, el Espíritu de Dios se expresa en la prudencia y la sabiduría, de consejo y valentía, en la ciencia (el conocimiento) y en un temor que no es miedo ni terror, sino respeto: el respeto que nos exige hacia Él, porque es el que nos tiene. Es un Dios justo, imparcial, que no se aliena con los poderosos, ni margina a los pobres: no hace acepción de personas, ni en un sentido ni en otro. En él no hay discriminación, ni negativa ni positiva, porque Él ve el corazón del hombre y no se deja llevar por apariencias. Aunque es verdad que su justicia es creativa, restauradora, sanadora, por lo que el pobre y el desamparado (en sentido económico y social, pero también en sentido moral, religioso, existencial) tiene su preferencia, y puede experimentar el carácter benéfico de esa justicia. Es verdad que Dio se opone con energía (fortiter) al mal y a la violencia, pero no lo hace oponiendo males mayores o una violencia más fuerte: lo hace “suaviter” con la vara de su boca y el aliento de sus labios, esto es con la fuerza de su Palabra, que nos llama son forzar nuestra libertad.

El resultado de esta forma sueva y enérgica de actuar es la armonía de los distintos, incluso de los opuestos: donde reina el verdadero Espíritu de Dios, las diferencias dejan de ser peligrosas y amenazantes, y se hacen enriquecedoras, aunque lo sean con esfuerzo y superando dificultades.

El que acepta el Espíritu de Dios debe reflejar ese modo de actuación en el suyo propio. ¿Cómo podemos lograrlo? Nos lo indica Pablo: alimentándonos con las Escrituras, asimilando la Palabra de Dios. Si la Palabra de Dios informa nuestra vida, nos mantenemos firmes ante las dificultades, y nos hacemos capaces de realizar esa armonía, que no es otra que la armonía del amor: nos capacitamos para acogernos unos a otros, en nuestras diferencias, esas que antes nos hacían enemigos irreconciliables: judíos y gentiles, y podíamos nosotros añadir a placer: blancos y negros, pobres y ricos, de derechas y de izquierdas, rusos y ucranianos… y así hasta el infinito.

Puede parecer una utopía, un sueño imposible. Pero es, en realidad, objeto de esperanza, de una esperanza que habita en el corazón de todo ser humano. Lo decíamos la semana pasada: al comienzo del Adviento y del nuevo año litúrgico la Palabra de Dios pone ante nuestra mirada la utopía de un mundo unido y en paz.

Si en nuestro mundo, en nuestra Iglesia, en nuestra vida las cosas no son así, significa que todavía no hemos asimilado suficientemente ese modo de actuar de Dios, sino que combinamos nuestra fe con nuestros propios criterios mundanos. Y eso indica que nos falta mucho todavía en la escucha de la Palabra.

Un buen modo de ejercitarnos en ella, es prestar oído a los profetas. La vocación del profeta es la de anunciar ese modo de actuar de Dios, señalar su presencia entre nosotros y prepararnos para su acogida. Pero para ello es necesario remover obstáculos y denunciar el mal que impide escuchar, entender y acoger la Palabra. Juan lo hace con aspereza, con palabras duras, que son como un grito dirigido a los que se consideran justos y seguros de sí mismos, para despertarlos del sueño. Es “fortiter”, pues no se calla las verdades incómodas que desenmascaran el mal, pero es “suaviter”, porque su fuerza es la fuerza de la palabra que llama a la conversión. Sí, el modo de actuar de Dios es suave en las formas y fuerte en la sustancia. Con suavidad, porque Dios no actúa forzando, sino motivando, y la motivación nos mueve a la acción, pero sólo desde nuestra propia libertad. Pero lo hace con energía, porque nos presenta exigencias fuertes, nos llama a romper con el pecado en todas sus formas, nos invita a escoger esos valores superiores que nos obligan caminar cuesta arriba, pero que nos permiten crecer como personas.

Esta síntesis de suavidad y fuerza, de gracia y exigencia se cumple en Cristo, la Palabra encarnada, que suena con claridad, pero también con cercanía, que cura, anima y restablece, pero también llama a caminar, a tomar la cruz, a entregar la propia vida.

Juan el Bautista nos ayuda hoy a prepararnos para escuchar la Palabra y acoger a Cristo. La de Juan es una palabra fuerte, enérgica, porque lo que anuncia es esencial, vital para todos y para cada uno: Dios viene a nosotros y nosotros estamos a otras cosas, creyendo que esas cosas pueden salvarnos. Escuchemos la voz fuerte de Juan, que nos llama a la conversión, para que podamos acoger a la Palabra que viene a traernos con suavidad a salvación de Dios.