El Señor viene: subamos al monte del Señor. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el primer domingo de Adviento

Al comienzo del Adviento y del nuevo año litúrgico la Palabra de Dios pone ante nuestra mirada la utopía de un mundo unido y en paz. Por boca del profeta Isaías se nos dice que ese sueño, que anida de manera casi natural en el corazón del hombre, es, en realidad, un camino, un proceso, que tiene como guía la Palabra de Dios, la ley del Señor: los pueblos suben al monte del Señor respondiendo a una llamada, que supone también exigencias.

La unidad de los pueblos en torno al Dios de Israel no supone la destrucción de las diferencias y, por eso, implica tensiones y conflictos. Pero no se resolverán por medio de la violencia, la imposición o la exclusión: las armas usadas para someter, excluir o destruir, se transforman en instrumentos para sembrar y cuidar, para construir y dar fruto. Más que una utopía, un sueño o una quimera, se trata de una llamada a ponernos en camino y a trabajar para llegar a esa meta.

Pablo nos recuerda que esta tarea no es algo para mañana, para un futuro indeterminado (el limbo de las buenas intenciones), sino que debemos abrir los ojos para comprender que estamos ya viviendo el “hoy” de la salvación. Insistimos, no se trata de soñar utopías imposibles, sino, por el contrario, de despertar del sueño: si el día se echa encima, es que llega el tiempo del trabajo, del empeño, de la responsabilidad. Vivir responsablemente es vivir respondiendo a una llamada, sometiéndonos a una ley, conduciéndonos con dignidad, renunciando a lo que nos distrae de nuestra tarea y es indigno (comilonas y borracheras…).

Estas llamadas (del profeta, del apóstol) son tanto más urgentes, cuanto más caemos en la cuenta de que el tiempo de que disponemos es limitado. Jesús nos llama a no perder el tiempo, a no desaprovechar el que Dios nos ha concedido para realizar nuestra tarea (y todo el mundo tiene una).

Según cómo nos situemos ante el mundo y la historia, según cómo usemos los medios de que disponemos, así nos estaremos juzgándonos a nosotros mismos, imprimiendo sentido a nuestra vida, o vaciándola del mismo. Lo que nos discierne y juzga no es tanto lo que hacemos (comer, beber, casarnos, estar en el campo o moliendo, haciendo esto o lo otro, dedicados a una profesión o a otra), sino cómo lo hacemos, con qué espíritu, según qué ley, respondiendo a qué llamada.

Podemos vivir encerrados en esas preocupaciones, como si fuéramos a estar en este mundo para siempre, dedicados sólo a comer y beber, acumular, procrear…, pero viviendo sólo para nosotros mismos, descuidados de que este tiempo es limitado y de que llegará el momento en que tendremos que comparecer ante Dios y dar cuenta de lo que hemos hecho en esta vida. O podemos hacer todas esas mismas cosas, pero sabiéndonos depositarios de una tarea, tratando de realizar, en la medida de nuestras fuerzas y uniendo las nuestras a las de otros, ese sueño de una humanidad unida y en paz.

Se nos puede decir que ya ha pasado el tiempo de las utopías, de querer realizar el paraíso en la tierra, que ha producido, por lo demás, no pocos desastres, por lo que estamos más bien curados de espanto, de vuelta de ensoñaciones. En realidad, se podría contestar que este desencanto se ha producido, en gran medida, porque nos hemos olvidado de Dios y hemos tratado de conquistar el paraíso en este mundo limitado y con nuestras solas fuerzas (que son todavía más limitadas). Han sido intentos sin escucha, sin la aceptación de la ley del Señor (que es perfecta y es descanso del alma; Sal 19, 7), que han buscado la libertad sin ley, y la igualdad sin diferencias.

Una humanidad unida y en paz es una fraternidad, una familia de hermanos (libres e iguales en dignidad, pero distintos), hijos de un mismo Padre. Y esto lo obtenemos sólo “subiendo al monte del Señor”, y permitiendo que Él venga a nosotros. Esto ha sucedido por medio de su Hijo Jesucristo. Solo siendo hijos del Dios Padre de todos, que nos ha revelado su Hijo Jesucristo, es posible que nos veamos, nos sintamos y seamos hermanos entre nosotros.

Que no se trata de una utopía inalcanzable porque Dios mismo nos ha alcanzado cuando Jesucristo ha venido a nosotros: en su encarnación, en su muerte y resurrección se ha hecho presente en nuestra historia y está con nosotros todos los días, y hasta el fin de los tiempos (Mt 28, 20). Disponemos, pues, de la gracia para ponernos en camino y emprender la tarea; disponemos de la Palabra que nos llama, nos ilumina, nos guía; somos depositarios, si queremos, de la ley más exigente para nuestra vida, que no es otra que la ley del amor.

Pero somos conscientes de que esta tarea, aunque se inicia, no se realiza en plenitud y no se concluye en este mundo: esperamos la segunda venida de Cristo, que, para cada uno de nosotros, se realiza en el momento de nuestra muerte, tantas veces a la hora que menos esperamos. Es el recuerdo de nuestra limitación temporal (y también física y moral) en este mundo, que nos remite a un más allá del mundo. Jesús, en su muerte y resurrección ha superado estas limitaciones, y nosotros, en Él, estamos llamados a superarlas también. Debemos recordar que la muerte es para los cristianos (y, en realidad, para todo ser humano) el encuentro definitivo con Cristo, con el que nos hemos encontrado en esta vida por la fe (los creyentes), pero también (todos) por las buenas obras, cuando lo hemos servido en los necesitados, sus pequeños hermanos. Así, pues, nos preparamos para ese encuentro “conduciéndonos como en pleno día, con dignidad”.

El carácter realista y no utópico de este sueño de una humanidad unida y en paz se comprende al descubrir que la primera venida (la encarnación y su vida entre nosotros), y la segunda (la consumación de los tiempos) están unidas por lo que podríamos llamar su tercera venida (aunque no en sentido cronológico) en la vida cotidiana: Jesús viene a nosotros cada día, en su Palabra, en la Eucaristía, en los sacramentos de la Iglesia, que nos ofrecen la Palabra que nos guía, la ley que nos instruye, la fuerza para forjar instrumentos de paz con las armas de la guerra, para caminar por este mundo a la luz del Señor.