La fe viva y el servicio a los hermanos. Homilía del p. José Mª Vegas, C.M.F., para el 27º domingo del tiempo ordinario

“En algo hay que creer” es una expresión que se repite frecuentemente y que, pese a ser tan imprecisa y desvaída, encierra una gran verdad. Todo ser humano cree, de hecho, en algo, en el sentido de que tiene su confianza puesta en ese algo que le da orientación y sentido. Incluso los que no creen, esto es, los que carecen de fe religiosa, son a su manera creyentes, creen en “algo”, creen (y son frases que posiblemente todos hemos oído alguna vez) en la libertad, en la justicia, en el progreso o en la ciencia. Porque, de hecho, en la vida humana, es imposible traducirlo todo a evidencias inmediatas y hay que dejar siempre un espacio a la confianza en ese “algo” que no es objeto de certeza actual o experiencia directa, sino de deseo y de esperanza. Hasta los positivistas más acérrimos, que dicen confiar sólo en la ciencia positiva, hacen con ello profesión de una cierta fe, pues confían (sin evidencia) en que la ciencia irá desvelando en el futuro todos los misterios de la naturaleza.

Esta fe como confianza juega un papel capital en la vida humana, porque es ella la que orienta nuestras opciones prácticas, la selección de nuestros valores y, en consecuencia, nuestra acción.

Cuando vivía en Krasnoyarsk asistí a las clases de filosofía de un viejo profesor soviético, que hablaba de la dialéctica de la materia (con la que resolvía todo tipo de problemas filosóficos) con la unción de un verdadero creyente (huelga decir que jamás aportó ni una sola prueba científica al objeto de su fe, que él tenía por ciencia). Y hace unos años vimos cómo uno de los representantes más activos del ateísmo contemporáneo, Richard Dawkins, negador de todo sentido y de todo valor que trascienda los límites de la biología, iniciaba una verdadera cruzada contra la religión y contra todas sus expresiones, pues aunque niega que existan el bien y el mal, considera muy malo que haya quienes defiendan lo contrario y, al parecer, muy bueno dedicarse a combatirlos. Es decir, también estos descreídos militantes acaban creyendo “en algo”. Sin esa mínima fe no podrían actuar en ningún sentido, ni movilizarse en favor o en contra de nada.

Y es que la fe tiene un inevitable sentido humano. La fe es ante todo, hemos dicho, confianza. La confianza es la base de las relaciones humanas, de la amistad, hasta de la economía, no digamos ya del amor. Quien vive en la desconfianza sistemática es incapaz de abrirse a nada ni a nadie y está cerrado a una relación personal auténtica, lo que es, y así lo enseña la experiencia, fuente de sufrimientos indecibles.

Por otro lado, la fe como confianza no es, como suele afirmarse, una actitud ciega. Es verdad que la fe implica aceptar lo que no se ve directamente y, por ello, tiene inevitablemente un componente de riesgo, pero eso no significa que no exista absolutamente ningún modo de garantizar el objeto de la fe. En las relaciones humanas hay todo un sistema de signos (comportamientos, actitudes, expresiones) que nos dicen que tal persona o grupo o institución son o no “dignos de crédito”, por lo que es razonable o no depositar en ellos nuestra confianza. El que otorga su confianza de manera completamente ciega es que es un crédulo, y el mismo uso del lenguaje nos indica que no es lo mismo la credulidad que la fe.

Pues bien, también en el ámbito religioso no cualquier fe, es decir, cualquier objeto de fe y cualquier modo de creencia, son igualmente aceptables. Para que la fe religiosa sea una virtud teologal debe dirigirse a un objeto verdaderamente existente; además debe dirigirse a una objeto que sea digno en sí mismo (y, por eso, digno de fe); finalmente, es preciso relacionarse dignamente con ese objeto digno de fe. Así, depositar la propia fe en objetos de superstición, como el horóscopo o la piedra filosofal que convierte cualquier cosa en oro, es caer en la credulidad ilusa en objetos inexistentes. Puede creerse en objetos reales, pero que no son dignos de una relación de fe: como quienes depositan su confianza en el diablo o, de manera más pedestre, en algún embaucador religioso o político. Finalmente, es posible creer en algo existente y digno de fe, pero hacerlo de manera indigna, como en el caso citado por el apóstol Santiago (2, 19), que dice que los demonios creen en Dios y tiemblan, pues creen de manera indigna (no con alegría y confianza, sino con horror y repugnancia). Así pues, hablando de fe religiosa, “puede considerarse virtud sólo una fe en el Ser supremo, que se dirige a Él con dignidad, que significa con una libre piedad filial” (V. Soloviov).

La relación que los discípulos de Jesús tenían con él era una relación de fe. No eran sólo aprendices de una doctrina o de una cierta forma de vida, sino que estaban ligados al Maestro por una relación de profunda comunión vital, que implicaba reconocer y confesar en él al Mesías de Dios. Más allá de la evidencia de su realidad humana, sus palabras y sus hechos invitaban a una actitud fiducial: creer que en él se cumplían efectivamente las antiguas promesas contenidas en la ley y los profetas. Los discípulos habían sido testigos en numerosas ocasiones de cómo Jesús alababa la fe de aquellos que le pedían curación, liberación o perdón. Posiblemente sentían que la fe que profesaban por el Maestro se tambaleaba a veces, especialmente cuando experimentaban la enemistad y las amenazas que provenían de gentes dotadas de autoridad y prestigio. Y es que, efectivamente, la fe se pone a prueba ante las dificultades de todo tipo que nos rodean. La primera lectura lo ilustra con fuerza expresiva. Puede tratarse de la evidencia del mal en el mundo, que parece dominar y campar por sus respetos con insolencia; pueden ser dificultades personales y la impresión de que Dios no responde a nuestras peticiones; pueden ser dudas internas que nos asaltan a veces, porque, como hemos dicho, la fe tiene ciertamente un componente de riesgo, y las bases en que se apoya no son demostraciones axiomáticas o evidencias de laboratorio. Los discípulos sentían, por un lado, que Jesús exigía de ellos ante todo una respuesta de fe; por otro, experimentaban las flaquezas propias de la actitud fiducial. De ahí que, con buen criterio, le piden a Jesús que aumente su fe. Una petición que también nosotros podemos hacer hoy. Porque, aunque frecuentemente hablamos de tener o no tener fe, ésta no es un mero objeto de posesión, sino una actitud viva, que puede padecer anemia o raquitismo si no se la alimenta adecuadamente, o crecer y robustecerse hasta dar frutos.

La respuesta de Jesús, de entrada, puede sorprender. Más que concederles el don solicitado parece lanzarles un reto: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza…” Parece dar a entender que la fe no es cuestión de cantidad, sino de calidad. Lo importante es que esté viva, como una semilla, y entonces, por pequeña y débil que parezca, es capaz de obrar milagros y hacer cosas imposibles. La alusión a la morera (planta de profundas y ramificadas raíces, difícil de arrancar) hay que entenderla en el sentido metafórico en que decimos nosotros que “la fe mueve montañas”. La fe viva, en efecto, nos pone en movimiento y nos permite realizar cosas que, de otra manera, se nos antojan imposibles.

Ahora bien, ¿qué significa realmente una “fe viva”? No se trata de un poder nuestro para hacer cosas extraordinarias, como si gracias a la fe nos convirtiéramos en una especie de taumaturgos capaces de sorprender a quien se nos ponga por delante. La fe de la que hablamos aquí, la fe en Jesús, es la confianza en su palabra, la acogida de la misma y la disposición a ponerla en práctica. Como realidad viva que es, a imagen de la semilla, requiere ser cultivada y, como dice Pablo en la segunda lectura, reavivada. Ante las dificultades internas y externas, la fe probada se convierte en fidelidad: las últimas palabras de la profecía de Habacuc se traducen a veces de esta manera: “el justo vivirá por su fidelidad”. Y una fe que confía y es fiel es una fe que se enfrenta con valentía a las dificultades, que no se esconde, que da testimonio. El supremo ejemplo lo tenemos en el mismo Jesús, que vive en la plena confianza en su Padre, y fiel a su misión, llega al extremo de entregar su propia vida.

En el texto evangélico podemos tener la impresión de que tras la breve catequesis sobre la fe, Jesús cambia de tercio y se pone a hablar de algo totalmente distinto. Pero, en realidad, existe un profundo vínculo entre las dos enseñanzas. Si, como hemos dicho,  la fe se alimenta de la palabra de Jesús escuchada, acogida y puesta en práctica, la alusión al servicio no es casual. La fe no es una confianza pasiva, sino que nos pone en pie y nos hace vivir activamente, actuar. Y, ¿cuál es el género de acción que, como fruto de la semilla, procede de la fe en Jesucristo? El que cree en Él debe vivir como vivió Él (cf. 1 Jn 2, 6). Si Él vino a servir y a entregar su vida en rescate por muchos (cf. Mt 20, 28), el discípulo de Jesús ha de ser un servidor de Dios y de sus hermanos. Si es un verdadero creyente, éste es el milagro que la fe opera en él: arrancarlo de las raíces del egoísmo y de la seguridad, y plantarlo en el mar arriesgado del servicio a los demás. Vivir en actitud de entrega y servicio no es una dimensión sobreañadida a la fe, algo de lo que podamos enorgullecernos o por lo que debamos exigir un salario, sino la consecuencia natural de ese “vivir por la fe”, de ese espíritu de energía, amor y buen juicio; es el fruto de esa semilla de la fe que la palabra de Jesús ha plantado en nuestro interior.

Después del Concilio Vaticano II en pleno proceso de renovación eclesial había un dicho muy significativo sobre el papel y el sentido de la Iglesia en el mundo: “una Iglesia que no sirve, no sirve para nada”. Lo mismo podemos decir nosotros de nuestra fe: una fe que no nos pone en una actitud de servicio es una fe débil y mortecina, si no ya totalmente muerta. Pero también la inversa es verdadera: para fortalecer, reavivar y aumentar nuestra fe, además de pedírselo al Señor en la escucha de su palabra, hemos de ponernos enseguida al servicio de los hermanos.