Hay pocas personas que se atreven a decir a las claras lo que casi todos hemos pensados alguna vez. Normalmente, tomamos a esas personas por excéntricas, pese a que esas excentricidades planteen graves cuestiones de fondo. Una de esas personas era una tía abuela mía. Solía decir “si yo fuera Dios, desde luego, haría las cosas mucho mejor de lo que Él lo hace”. Tras esa afirmación tan excéntrica, late una vieja objeción contra la providencia de Dios, incluso contra su misma existencia. Es la objeción del mal en el mundo. ¿Cómo es que Dios permite y consiente el mal, tanto mal y tanta injusticia y tanto sufrimiento sin sentido y sin culpa? Es una pregunta siempre latente, pero que uno se hace sobre todo en ciertos momentos de su vida, cuando la evidencia del mal se vuelve tan abrumadora y masiva que nos hace perder el aliento y la esperanza. A mí me sucedió, por ejemplo, cuando, hace varios años, visité el campo de concentración de Auschwitz. Allí la evidencia del mal aturde. Impresionan casi más las lágrimas con que muchos visitantes recorren los pabellones y los hornos, que los pabellones y los hornos mismos.
El Evangelio de Lucas tiene, creo, una respuesta a este enigma tan difícil de resolver.
En realidad, ese deseo de ocupar el lugar de Dios y organizar yo mismo (nosotros mismos) este mundo nuestro, se ha visto cumplido desde el origen mismo de la aparición del hombre sobre la tierra. Dios, que nos ha hecho a su imagen y semejanza, dándonos el poder de pensar, entender, querer y decidir (es decir, que nos ha dado parte en su mismo poder), nos ha cedido completamente el terreno en este mundo y en este tiempo de la historia, para que nosotros hagamos y deshagamos. Nos ha dado la oportunidad de verificar en la realidad qué haríamos nosotros si estuviéramos en el lugar de Dios. “Creced y multiplicaos y dominad la tierra”… El mundo, el espacio y el tiempo, son el lugar del dominio del ser humano, de la humanidad, de cada uno de nosotros, cada cual en su propio nivel. Somos libres y Dios no se entromete en nuestras decisiones. Y porque somos libres, somos responsables.
No es Dios el responsable del hambre y los sufrimientos del pobre Lázaro. Los abismos que median entre ricos y pobres, entre víctimas y verdugos, entre poderosos y débiles, no están escritos en las estrellas, ni son el producto de un destino inevitable, ni son, por tanto, insuperables. Los hemos creado nosotros, no Dios. Y podemos superarlos precisamente en esta vida, en este mundo, en este tiempo en que vivimos y que es el espacio y el tiempo que Dios nos ha dado para ser dioses, es decir, creadores, alfareros, libres y responsables, de nuestro mundo.
La vida es una cosa seria. No hay que tomársela a broma. Es el tiempo de nuestra responsabilidad, en el que decidimos nuestro destino y, en cierta medida, la fortuna de los que nos están cerca. Lo que hagamos en este tiempo y espacio que Dios nos ha cedido por completo quedará así para siempre. Esos abismos que hemos de superar construyendo puentes de justicia, misericordia, ayuda y compasión, se harán insuperables una vez concluido nuestro periplo vital. Insisto, la vida es cosa seria. Hay cosas con las que no se debe jugar. La verdadera fe religiosa es una llamada a esa seriedad de la vida, a la libertad responsable.
Pero, ¿no es esta responsabilidad excesiva para nuestras pobres espaldas? Pues somos débiles y limitados en el conocimiento y en la voluntad. ¿No es demasiado para nosotros exigirnos que decidamos nuestro destino definitivo en los avatares cambiantes de la historia?
En realidad, sin dejar de respetar nuestra libertad, Dios no nos ha dejado solos. En nuestra conciencia y también en la Revelación encontramos múltiples indicadores que nos ayudan a tomar la decisión correcta, el modo de superar los abismos, de encontrar el camino que nos lleva a “la casa del Padre”, que es la patria de nuestra verdadera identidad, donde somos y seremos plenamente nosotros mismos. Es cierto que hay situaciones conflictivas y difíciles en las que no es tan sencillo acertar con la solución correcta. Pero nadie nos pide imposibles. Si tenemos buena voluntad, lo importante es que tratemos de hacer las cosas lo mejor que podamos. Además, estamos en proceso y también se puede aprender de los errores.
Pero podría objetarse, ¿por qué Dios no nos da esas indicaciones de modo más claro y explícito, por medio de signos maravillosos que obliguen nuestro asentimiento? Eso es lo que significa “que resuciten los muertos”. Un “milagrón” al que no podamos oponer la menor duda. Se podría replicar que si Dios nos hablara así, nos avasallaría con su fuerza y podríamos sentir que el espacio de nuestra libertad quedaba indebidamente invadido. Su palabra no sería un diálogo respetuoso con el espacio de nuestra libertad, ni daría oportunidad a una respuesta basada en la fe, es decir, en la confianza. Ahí, claro, está el riesgo de nuestro posible “no” a su oferta. Pero ese riesgo es inherente al respeto de la libertad ajena. Pero es que, además, el “milagrón” no tendría efecto, pues lo importante aquí es un corazón bien dispuesto. Eso es lo que, creo yo, quiere decir Jesús con eso de que “si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto”. Si no estamos bien dispuestos, el muerto resucitado nos parecerá una alucinación. Por eso, el único muerto que sí ha resucitado no se apareció a sus verdugos, sino a sus discípulos, “a nosotros, que comimos y bebimos con él” (Hch 10, 41), que somos sus testigos.
Por fin, hay otra forma de presencia de Dios, igualmente respetuosa con nuestra libertad, y que responde a la pregunta de qué hace Dios contra la injusticia, dónde está cuando el hombre sufre. Dios, en Jesucristo está precisamente en el que sufre, sufriendo con él, pasando hambre, muriendo en los campos de exterminio. En Auschwitz Dios estaba rapado y esquelético, e iba vestido con un uniforme a rayas azules y blancas. Eso es lo que “hace” Dios ante la injusticia, padecerla para salvarnos de ella desde dentro. Y además, cuando los que sufren son otros, Dios ha hecho algo, algo importante, algo que nos concierne a todos: nos ha hecho a nosotros, para que salvemos el abismo y remediemos en la medida de nuestra posibilidad el mal que provoca el egoísmo humano, nuestro egoísmo. Y nos ha dado mucho más que a Moisés y los Profetas: nos ha dado a su Hijo Jesucristo, que, por medio de estas parábolas, nos está llamando insistentemente a que tomemos una decisión radical: elegirlo y aceptarlo a Él como Mesías, permitirle transformar nuestra mente y nuestro corazón para ver a Dios en los hermanos, especialmente en los que sufren.
“Cada vez que lo hicisteis con uno de mis hermanos, los más pequeños, conmigo lo hicisteis”.