El Evangelio de hoy podría titularse “Elogio de la humildad”, que algunos malintencionados entenderían como un “elogio de la humillación”, o, llevando la cosa a su extremo, “Elogio de la autohumillación”. Estos elogios no tienen, desde luego, buena prensa en el mundo de hoy (en realidad, apurando un poco, en el mundo de cualquier época y cultura: los tiempos cambian menos de lo que parece). Porque los valores prevalentes de este mundo, de hoy y de siempre, son los que subrayan el éxito personal, la autoestima, la afirmación de sí, el reconocimiento social. Desde luego, el evangelio de hoy daría jugosos argumentos a ese gran detractor del cristianismo, y profeta de los tiempos modernos y postmodernos, que fue (es y sigue siendo) Federico Nietzsche. Nos acusaba a los cristianos de defender valores de débiles, afeminados (tal vez en nuestros días, por motivos obvios, se abstendría de usar este adjetivo), propios de una moral de rebaño: precisamente la humildad, la negación de sí, la compasión, el amor por los débiles.
¿Por qué tenemos que humillarnos a nosotros mismos? ¿Por qué no tenemos el derecho, incluso el deber de afirmarnos, fomentar la autoestima, buscar el éxito en esta vida, sometida ya de por sí a tantas limitaciones, a tantas derrotas? ¿No será verdad que el cristianismo, bajo capa de amor y perdón, es en el fondo enemigo de la vida, enemigo del hombre real y concreto, defensor de actitudes antihumanas?
Naturalmente, las lecturas precipitadas y guiadas por prejuicios no ayudan a entender en plenitud y en profundidad las palabras de Jesús. Porque Jesús, más bien, está llamándonos a la autenticidad personal. Y ser auténtico no es otra cosa que ser uno mismo de verdad y no sólo por comparación y en apariencia. Es una llamada que responde, en el fondo, al mismo deseo de autoafirmación y autoestima, solo que advirtiéndonos con seriedad sobre los falsos caminos para alcanzar aquellas. Tenemos que reconocer que, si estamos necesitados de autoestima y autoafirmación, y de una cierta confirmación de ellas por la vía del reconocimiento social, es porque, de entrada, somos bastante pobres y limitados (de otro modo, nos sobrarían aquellas necesidades). Y un falso camino para superar nuestra limitación es simular una importancia que, realmente, no tenemos. Por ejemplo, ocupar los primeros puestos, buscar a cualquier precio el aplauso social, revestirnos de méritos más imaginarios que reales, dárnoslas, en definitiva, de lo que realmente no somos. Es la vía de la apariencia externa, que lo único que hace es revestir nuestra propia desnudez y ocultar nuestra pobre verdad, en primer lugar, ante nosotros mismos, y después, también, ante los demás. Jesús, viendo esa feria de las vanidades, a propósito de un banquete al que había sido invitado, aprovecha para exhortar a no engañarnos a nosotros mismos.
Para alcanzar la verdad de nuestra vida tenemos que renunciar a esas falsas apariencias, a esas formas de afirmación que son sólo fachada, y no resultado de un auténtico crecimiento interior. Por la vía de las apariencias uno se hincha, se ciega y se queda tan contento, pero, precisamente, se queda, es decir, se estanca, no crece, no llega a ser el que tiene que ser. Para que se dé este crecimiento personal hay que empezar por reconocer la propia pequeñez, los propios límites (físicos, psicológicos, intelectuales, morales, personales, en suma). Sólo desde la humildad de este reconocimiento es posible comenzar el trabajo paciente, lento, difícil, pero auténtico y verdadero, de la maduración y el crecimiento, de la superación, de la propia realización. Por poner un ejemplo sencillo, una persona que compra un título universitario puede aparentar un nivel que, realmente, no tiene, por más que sobre el papel se le reconozca. En cambio, el que empieza asumiendo humildemente su ignorancia (en el campo que sea) y se pone en la senda del aprendizaje paciente, llegará a conseguir ese título por méritos propios, un título que reflejará realmente sus conocimientos. Por otro lado, como lo que uno no sabe siempre supera con creces todo lo que puede llegar a saber, la humildad es la verdadera actitud del sabio, que siempre está abierto a adquirir nuevos conocimientos. Y lo que decimos del conocimiento podemos aplicarlo sin esfuerzo a cualquier otro campo de nuestra vida: las posesiones, la vida profesional, familiar, moral y religiosa.
Jesús nos llama a la humildad e, incluso, a la humillación de sí (rehuir los primeros puestos, esto es, el reconocimiento aparente e inmerecido), pero para ser enaltecido. Jesús, el cristianismo y la Iglesia no nos exigen que nos humillemos para permanecer en la postración permanente; al contrario, se trata de un reconocimiento inicial y bien realista para poder crecer y alcanzar así la propia plenitud. Una plenitud que no está basada en la comparación con los otros, en la mera apariencia de los signos externos y el reconocimiento social, sino en la propia verdad. Si esta es reconocida socialmente, podremos estar agradecidos por ello, pero en ningún caso debemos valorarnos (a nosotros y a los demás) sólo en función de ese reconocimiento. A veces ser fieles a la propia conciencia, y hacer el bien, exigen el precio del rechazo del entorno en el que vivimos. Por eso Jesús, continuando con esa llamada a la autenticidad, nos sugiere hacer el bien por amor del bien mismo, esto es, por convicción y no por cálculo, que es como hay que entender su sugerencia de invitar no a los que pueden devolvernos el favor, sino a los que, justamente, no pueden hacerlo. Y todo esto significa que el enaltecimiento al que aspiramos no está condicionado por las convenciones sociales. Siendo discípulos de Cristo, aspiramos a ser enaltecidos, esto es, a elevarnos, pero a una altura que está infinitamente por encima de las posibilidades humanas. Es lo que expresa tan bellamente la segunda lectura: “Vosotros os habéis acercado al monte de Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a millares de ángeles en fiesta, a la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos, a las almas de los justos que han llegado a su destino y al Mediador de la nueva alianza, Jesús”.
La sublimidad de este enaltecimiento nos dice que se trata de un don y que sólo puede alcanzarse como una gracia. Dios no quiere solo levantarnos, sino hacerlo incluso a una altura que está muy por encima de nuestras fuerzas. De hecho, este don gratuito nos abre los ojos para comprender un último y esencial aspecto de esta dinámica de humillación y enaltecimiento. Cuando, a partir de nuestra pobreza reconocida, vamos creciendo y alcanzando nuestra propia realización, descubrimos que nuestras conquistas no son un mérito exclusivamente nuestro, sino que, al mismo tiempo, estamos en deuda con muchísimas personas. El enaltecimiento de que hablamos, el verdaderamente humano, evita así el peligro del orgullo de creerse autor exclusivo de la propia vida. No es así: por mucho que hayamos progresado (en el saber, la habilidad, la virtud…), siempre deberemos reconocer que mucho se lo debemos a tantas personas que nos han ayudado en el camino, que han sido también instrumentos de la gracia de Dios. El verdadero enaltecimiento al que nos llama Dios por medio de Jesucristo está grávido de gratitud. Y, por eso mismo, nos abre a la humildad de inclinarnos ante los demás para ayudarlos también a ellos, para que puedan ponerse en pie, si están postrados, para que puedan desarrollarse y crecer, si están simplemente en camino. La humildad que nos enaltece la descubrimos, al fin y al cabo, en la humillación de la Cruz, en la que Jesús dio la vida para levantarnos a todos de la suprema humillación y postración: la del pecado y la muerte. Y esta dinámica de humillación y enaltecimiento la podemos realizar en nuestra vida cotidiana haciendo nuestro el espíritu de Jesús, de entrega generosa a nuestros hermanos, a los que cedemos gustosos los primeros puestos, y de los que nos hacemos libremente servidores. Como María: “he aquí la esclava del Señor” (Lc 1, 38), como el mismo Cristo Jesús: “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22, 27).