Enigmas y misterios. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F. para la solemnidad de la Santísima Trinidad
Los misterios no son enigmas. Estos últimos son planteamientos artificiales o situaciones más o menos naturales cuyo sentido se encuentra escondido y resulta de difícil comprensión, pero que con observación, un poco de agudeza e ingenio se pueden resolver. Todos conocemos el célebre enigma de la Esfinge, que resolvió Edipo, salvando así su vida y labrando al tiempo su propia desgracia. Los misterios, en cambio, pueden no tener nada de extraño, pueden ser realidades totalmente habituales y, sin embargo, no se pueden “resolver”, en el sentido de que no se pueden “disolver”, no se pueden reducir a una fórmula que deshace su secreto; el misterio puede entenderse sólo si se lo respeta como tal. La vida es un misterio, y el enigma biológico de su fórmula genética no puede desplazar el sentimiento de asombro ante la vida, especialmente ante la nueva vida, por ejemplo, de un niño recién nacido. Tampoco el enigma de la estructura subatómica o el de la expansión del universo pueden, una vez resueltos, explicar el misterio de por qué hay ser y no, más bien, la nada. Lo mismo cabe decir de la inteligencia y la voluntad libre. No digamos ya del misterio del amor. ¿Por qué una persona se enamora precisamente de esta otra, y siente que, pese al cúmulo de casualidades que han cruzado sus caminos, está como predestinado a compartir con ella su vida del todo y hasta el final? Quien quiera explicar este misterio resolviendo enigmas biológicos o psicológicos, tendrá que explicar además el enigma de su propia miopía mental.
El misterio de la Santísima Trinidad no es un enigma. Mucho menos es un enigma matemático que pretende una imposible ecuación numérica (que uno es igual a tres, o algo similar). Tampoco se trata de un misterio puramente teórico, una especie de rompecabezas teológico propuesto para poner a prueba nuestra fe, o, tal vez, nuestra credulidad. Todo en el mundo tiene, desde luego, un lado teórico, y el Dios trinitario también: no en vano es objeto de la reflexión teológica. Pero no es ése su aspecto más importante.
El misterio de la Trinidad es una verdad de fe que Dios ha ido revelando poco a poco, a lo largo de toda la historia de la salvación, y que se ha ido entrelazando, ante todo, con la experiencia religiosa viva del hombre, primero en Israel, y después y de modo definitivo, con el advenimiento de Cristo.
El texto del libro de los Proverbios expresa con enorme fuerza y belleza un lado fundamental de la experiencia religiosa de Israel. El universo inmenso, inabarcable, ordenado y lleno de belleza remite a un Autor que es todavía más grande, más alto que lo más alto del cielo, más profundo que los fundamentos de todo lo que existe. Israel al contemplar el universo, comprende que éste no es divino, y que el Creador de todas las cosas está por encima de todas ellas. Por esta transcendencia suya Dios es inaferrable, no es posible encerrarlo en un concepto, ni manipularlo con ritos mágicos cualesquiera. Pero, ante esta grandeza y fuerza ilimitada, el hombre no se siente aterrado y aplastado. El Dios que se anuncia y esconde tras las maravillas de la creación no es un monarca (literalmente, un principio –arché– solitario y separado –monos–) que establece con sus criaturas relaciones despóticas, puramente verticales que reducen a pura servidumbre. Al hablar de la sabiduría “engendrada antes de todo tiempo” con la que y por medio de la que todas las cosas fueron creadas, se adivina la intuición, todavía no del todo explícita, de un Dios que no es un solitario, o que se reduce a pensamiento puro que se piensa a sí mismo, sino que en su interior existe relación, hay comunicación interna, se da un diálogo. La comunicación sólo es posible allí donde hay diferencia, inteligencia y respeto. La suprema expresión de una comunicación así es el amor, que supera la diferencia sin anularla.
El mundo que suscita la admiración del autor del libro de los Proverbios habla de una sabiduría que revela a un Dios amable deseoso de comunicarse con el hombre. Si alguien opone a esto las expresiones de amenaza, ira o castigo por parte de Yahvé en el Antiguo Testamento, es preciso responder que esas expresiones siempre dan paso, a veces de manera inesperada, incluso ilógica, a otras que hablan de perdón, misericordia, salvación y restablecimiento de la alianza. Porque Dios no establece con el hombre, hemos dicho, relaciones despóticas de sumisión, sino que propone pactos, alianzas, que suponen el reconocimiento de la libertad de las dos partes y el respeto entre ellas.
La plena comunicación de Dios al hombre se ha realizado en Jesucristo, Palabra y sabiduría de Dios, por quien fueron creadas todas las cosas, y que, al comunicarse al hombre se ha hecho máximamente cercano, hasta el punto de haber asumido la humanidad misma. En Jesús, el Dios-hombre, el Padre, pagando, eso sí, un alto precio, ha sellado la paz con el hombre, la plena reconciliación y la amistad, que el ser humano ha roto con el pecado. Pero Jesús no ha venido simplemente a realizar una “visita de cortesía”, a resolver un entuerto y a marcharse tranquilo a casa; Jesús ha querido quedarse con nosotros. Es cierto que la encarnación ha significado someterse a las limitaciones del espacio y el tiempo, pero gracias a su Resurrección, esas barreras han sido superadas y Jesús sigue presente entre nosotros por medio de su Espíritu. El Espíritu Santo es el Espíritu de Jesús, el Espíritu del Amor, la relación viva y personal que hay entre el Padre y el Hijo.
De hecho, el misterio de Dios, incluso en la concreción de la carne y la humanidad de Jesús sigue siendo inmanipulable e inabarcable. Por eso, como dice Jesús en el Evangelio, no “podemos con ello”, pues no es posible encerrarlo en unas fórmulas, en una “doctrina”. Es preciso entrar en un diálogo vivo, paciente y prolongado, en una comunicación perseverante en la que cada uno de nosotros y todos como Iglesia vamos profundizando, comprendiendo, penetrando el misterio insondable de Dios, que es el misterio mismo del Amor, bajo el magisterio del único Maestro, Jesús, y la guía y la inspiración del Espíritu. Por eso, más que una comprensión meramente intelectual (imposible para nuestra frágil inteligencia, al menos en las actuales circunstancias de nuestra vida), es necesario abrirse a este misterio por la vía del amor. Al aceptar el amor de Dios en Cristo y al tratar de amar a los demás estamos estableciendo una comunicación viva con Dios que trasciende toda teoría. Porque el amor no es una norma moral que tengamos que “cumplir”, sino la vida interna del Dios Uno y Trino derramada en el corazón del creyente y que opera en él, precisamente por las obras del amor: la paz, la confianza, el respeto, el perdón, la virtud, la constancia, la comprensión.