Bajo la acción del Espíritu. Homilía del padre José María Vegas, C.M.F, para la solemnidad de Pentecostés


La solemnidad de Pentecostés cierra el largo ciclo del tiempo pascual (que hace unidad con el tiempo de Cuaresma). Podemos tener la sensación de que el don de Espíritu Santo es algo que acontece “al final” de este tiempo extraordinario, y que vendría a atemperar la sensación de orfandad por la ausencia terrena de Jesús. Pero, si escuchamos con atención la Palabra que Dios nos ha dirigido hoy, entendemos que no es exactamente así. Pablo nos recuerda que “Nadie puede decir: ʻJesús es Señorʼ, si no es bajo la acción del Espíritu Santo”. Por tanto, si durante el tiempo pascual hemos podido ver a Jesús resucitado, y lo hemos reconocido como Señor y Mesías, significa que el don del Espíritu Santo ya ha estado actuando en nosotros. Y su actuación no permite que nos sintamos huérfanos, sino, al contrario, nos reviste del Espíritu de filiación que clama en nosotros “¡Abba! ¡Padre!” (cf. Gal 4, 6). El sentido inevitablemente cronológico de la liturgia no debe llevarnos a engaño. Los tiempos de Dios no son como los nuestros.

¿Por qué, entonces, la liturgia sitúa la venida del Espíritu precisamente al final del tiempo pascual? Nuestra vida se da en la distensión temporal y es en ella en la que vamos aprendiendo los misterios de Dios, que exceden la limitación del espacio y el tiempo. Pero Dios, al encarnarse, asume nuestra temporalidad y hace de ella ocasión para desplegar su sabia pedagogía, dirigiendo nuestra atención, ora a unos aspectos, ora a otros, que se iluminan y enriquecen mutuamente. Durante el ciclo pascual (Cuaresma-Semana Santa-Pascua), tiempo de luz, hemos contemplado los grandes misterios de la Vida, la Muerte y la Resurrección de Jesucristo. Lo hemos contemplado a Él, y lo hemos hecho desde la fe, es decir, bajo la acción del Espíritu. Al concluir (sólo litúrgicamente) este gran ciclo de contemplación y de fiesta, abrimos uno nuevo, el ciclo de la misión y el testimonio en la vida cotidiana. Por eso, antes de ponernos en camino, la liturgia nos invita a detenernos un momento y tomar conciencia, no sólo de lo que hemos visto y oído, sino también de la luz y la vibración que nos ha permitido ver, escuchar y creer, y que ahora nos tiene que llevar a confesar y anunciar. El Espíritu Santo es la luz en la que habitualmente no reparamos, pero gracias a la cual podemos ver. Es decir, lo conocemos por sus frutos, por sus dones.

Tradicionalmente se ha considerado que esos dones son la sabiduría, la inteligencia, el consejo, la fortaleza, la ciencia, la piedad y el temor de Dios, todos ellos en relación con la compresión de los misterios de la fe. Nosotros ahora no vamos a comentar con detalle estos dones, sino que queremos contemplarlos a la luz de la Palabra que hemos escuchado hoy. Ya hemos dicho que el primer don del Espíritu Santo lo hemos experimentado durante todo este tiempo de Pascua, al contemplar a Cristo resucitado y encontrarnos con él. A partir de él podemos discernir los otros dones, frutos que denotan la presencia y la acción del Espíritu en nuestras vidas y que nos habilitan para la misión que Jesús nos confía: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”.

Al reflexionar sobre ellos, caemos en la cuenta de que el Espíritu Santo no actúa de manera mágica o automática, pues, siendo un Espíritu personal, es también un Espíritu de diálogo, que no fuerza nuestra libertad, sino que requiere nuestra cooperación. Por eso, de nuevo, la venida del Espíritu Santo no es un hecho puntual, sino una realidad siempre actual, siempre en curso. También por este motivo podemos comprobar, precisamente por sus frutos (o por la ausencia de ellos), en qué medida estamos viviendo bajo la acción del Espíritu, y hasta qué punto nos estamos oponiendo a ella.

Cuando en nuestra vida de relación con los demás, también en nuestra vida eclesial, no somos capaces de entendernos entre nosotros, si, incluso hablando un mismo idioma, no conseguimos encontrar un lenguaje común, es que no estamos siendo dóciles al Espíritu. Porque, cuando el Espíritu viene, nos inspira para comprendernos entre nosotros, universalmente, a pesar de las diferencias, que, curiosamente, el Espíritu no anula, sino que preserva. El Espíritu no nos uniformiza, ni nos obliga a hablar en un mismo idioma, sino que nos enseña el lenguaje universal del amor, el que todos pueden entender, que une a los distintos, sin eliminar la originalidad de cada uno.

Por esto mismo, cuando subrayamos la división entre nosotros por lo más variados motivos, si fomentamos la confrontación, por ejemplo, entre jerarquía y laicado, entre acción y contemplación, entre oración y compromiso social, entre tradición y progreso…, aunque la parte de verdad que hay en nuestra posición parezca justificarnos, no estamos actuando y juzgando bajo la inspiración del Espíritu Santo, que hace de la diversidad de dones, ministerios, sensibilidades, formas de espiritualidad, etc., manifestaciones para el bien común, para la unidad del único cuerpo de Cristo.

A diferencia de Lucas, que distancia en el tiempo la Pascua de la Ascensión y de Pentecostés, Juan, como queda patente en el Evangelio de hoy, reúne estos acontecimientos en un mismo día: “el primer día de la semana”. Y es que este primer día de la semana no son las veinticuatro horas del tiempo meramente cronológico (aunque acontezca en la historia), sino que es el tiempo de la nueva creación, en el que, como al comienzo de la creación del mundo (cf. Gn 1, 2) el Espíritu alienta, crea y ordena. En este texto podemos descubrir en apretada síntesis otros frutos del Espíritu, y, por contraste, aquellas actitudes que, por el contrario, denotan que aún no lo hemos acogido.

Así, allí donde dominan la cerrazón y el miedo no está actuando el Espíritu, que, al contrario, nos abre y da coraje para salir al mundo entero a dar testimonio de la Buena Nueva de Cristo. Junto al miedo, atenazan los corazones de los hombres, muchas veces también de los creyentes, la inquietud, el pesimismo, la tristeza. El Espíritu de Jesús insufla paz y alegría, incluso allí donde vemos, sentimos y nos duelen las heridas del cuerpo de Cristo, que él mismo nos muestra. Esas heridas abiertas, recuerdo vivo de la Pasión de Cristo, que sigue presente de tantas formas (en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, en los sufrimientos de sus pequeños hermanos), no son heridas que claman venganza, ni acusan con rencor, sino “las heridas que nos han curado” (Is 53, 5; 1 P 2, 24), que hablan de perdón. Un gran don del Espíritu que opera en la Iglesia es el perdón. El sacramento de la reconciliación es su expresión principal, pero no la única. Todos estamos llamados a ejercer el ministerio del perdón, precisamente en la generosidad para perdonar a los que nos ofenden, para ser agentes de reconciliación allí donde hay conflictos de cualquier tipo. Cuando somos incapaces de perdonar, cuando vivimos en el rencor, guardándonos las ofensas reales o imaginarias de que hemos sido víctimas, cuando ahondamos los conflictos, en vez de contribuir a resolverlos, entonces es claro que nuestro corazón está cerrado a la acción del Espíritu, que tenemos que ponernos en vela a la espera de nuestro particular Pentecostés. Podemos decir que el verdadero perdón no es cosa fácil, especialmente cuando las ofensas son muy graves. Pero no se trata de realizar imposibles superiores a nuestras fuerzas, sino de abrirnos al que es más fuerte que nosotros, al que ha resucitado a Jesucristo de la muerte, ha vencido el mal, y nos enriquece y transforma con sus dones.

El ministerio del perdón es el fruto de un corazón reconciliado, resucitado, nuevo. Es el gran signo de que, realmente, el Espíritu Santo, el Espíritu del Amor, el Espíritu de Jesús ha bajado sobre nosotros y ha encontrado espacio en nosotros, de manera que podemos salir al mundo, sin temor, con paz y alegría para dar testimonio del gran misterio pascual, que hemos contemplado durante este tiempo que hoy concluye, y del que Jesús nos manda testimoniar y anunciar, enviándonos al mundo entero.