La sabiduría del amor. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 6º domingo de Pascua
La palabra “amor”, se dice frecuentemente, está prostituida y gastada por el uso y abuso a la que continuamente se la somete. Se usa para designar cualquier sentimiento de inclinación y afición a algo o a alguien, con frecuencia se identifica esa palabra con una actitud indefinida, desestructurada, puramente subjetiva, la más de las veces parecida a la pasión pasajera, más que al acto definido de una libertad que se entrega y se prolonga en el tiempo como fidelidad. Que se abuse de la palabra no debe, sin embargo, escandalizarnos demasiado, porque el continuo recurso a ella indica, al menos, que el ser humano está, sobre todo, necesitado de amor, que está llamado al amor, que es, como dijo cierto filósofo, más un “ens amans” que un “ens cogitans”, es decir, que se define más por sus amores que por sus pensamientos.
Y, sin embargo, no hemos de resignarnos tampoco a un amor sin rostro, indefinido, desestructurado y dependiente por entero de los efímeros sentimientos y de los cambios de humor. Si el amor es tan importante y decisivo en la vida humana, significa, por una parte, que está dotado de una profundidad y radicalidad que tiene que trascender la fugacidad temporal y emotiva, aunque, eso sí, recogiéndola y asimilándola. Y, por otra parte, significa también que es preciso tratar de definir y entender la sustancia del amor con una precisión mayor que la que nos ofrece la prensa rosa o las opiniones comunes.
Hoy Jesús en el Evangelio vincula con insistencia el amor y la palabra, su Palabra, la Palabra del Padre que le envió. Amarle a Él significa escuchar, acoger y guardar su Palabra. Un amor que es palabra es un amor que se expresa, que se encarna, que se traduce en actitudes concretas y reales. El amor de Dios es un amor-Palabra: Dios Padre nos da su Palabra, y la cumple. Su Palabra, la que Él nos envía, es una Palabra hecha carne, que viene al encuentro, que se entrega hasta la muerte. Es, además, necesariamente, un amor que busca y provoca el diálogo. Vincular el amor con la Palabra significa afirmar que hay un Logos del amor, una lógica suya y una racionalidad propia. El verdadero amor implica apertura, acogida, comprensión, constancia, fidelidad. Un amor así se puede enseñar y se puede, en consecuencia, aprender. Nuestro maestro es Jesucristo, la Palabra encarnada del Padre. En él el amor de Dios ha trascendido los sentimientos indefinidos y los meros buenos deseos y ha establecido un diálogo que requiere respuesta por nuestra parte.
El magisterio de Cristo se prolonga a lo largo de los siglos por medio de su Espíritu, que hoy el mismo Jesús nos promete. Es el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, el que sigue abriéndonos la mente y el corazón para escuchar y acoger esta Palabra como lo que es en verdad: Palabra de Dios, pero Palabra encarnada, humana, cercana, entregada y que, al mismo tiempo, nos llama y nos exige. Es el Espíritu el que sigue enseñándonos en qué consiste guardar la Palabra: conservarla, como María, en el corazón, para que, desde ahí, se traduzca y encarne en nuestras palabras y acciones, para que también nuestro amor esté internamente alimentado y articulado por ella, para que podamos amar de manera, al mismo tiempo, concreta y sabia. Haciéndonos sabios en la escucha y acogida de la Palabra, que guardamos y nos inspira, el Espíritu Santo nos irá recordando todo lo que nos ha dicho. Pero recordar no es sólo una cuestión de memoria (rememorar), sino de corazón: “re-cordari”, es un resonar en el corazón, o, como dice Ortega, “recordamos lo que volvemos a pasar por el estuario de nuestro corazón”. El Espíritu Santo nos enseña haciendo resonar en nuestro corazón la Palabra viva que es Cristo, con el que mantenemos así un diálogo permanente y creativo. Esta es la fuente de nuestra paz interior, que nos permite vivir desde nosotros mismos, desde ese interior pacificado por Cristo, en vez de, como sucede frecuentemente, reaccionar compulsiva e instintivamente a los estímulos ambientales.
El amor basado en la Palabra y que nos pacifica, nos pertrecha para el camino. Cada uno de nosotros, la Iglesia entera, avanza por la historia llamada a trasmitir esta Palabra pacíficamente, de manera dialogal. Es lo que se desprende de la primera lectura. Un grave conflicto amenaza a la comunidad. Se están extendiendo interpretaciones del Evangelio que no son compatibles con su verdadero contenido. Algunos quieren hacer de él una leve variante del judaísmo, que pretenden imponer a los convertidos del paganismo. La comunidad, dócil al Espíritu, se pone a la escucha, recuerda, dialoga y decide. No es el triunfo de un partido o un grupo, sino el triunfo del amor iluminado por la Palabra, que restablece la paz de la comunidad. No puede no haber conflictos y problemas mientras la naturaleza humana sea la que es y no haya alcanzado la meta definitiva de la salvación. Los discípulos de Jesús han de distinguirse, por tanto, no por la ausencia de conflictos, sino por el modo de resolverlos: con voluntad de diálogo y acogida mutua, dóciles al Espíritu, con la sabiduría del amor que nos enseña el Maestro y nos inspira su Espíritu. Cuando somos fieles a este “método” no sólo estamos resolviendo conflictos (ni siquiera está dicho que los acabemos resolviendo todos), sino que estamos haciendo algo mucho más importante, que repetimos cada día como petición en la oración del Padre nuestro: al guardar su Palabra estamos haciendo que se cumpla la voluntad de Dios (de amor, de diálogo, de paz) en la tierra, como ya se cumple en el cielo. Es decir, estamos trayendo el cielo a la tierra, estamos contribuyendo a que descienda del cielo la Nueva Jerusalén, abriendo espacios en nuestra historia en los que, sobre el fundamento de los apóstoles, la gloria de Dios nos ilumina por medio de la lámpara de luz que es el mismo Jesucristo, el Cordero inmolado por amor y para la salvación de todos.