El Buen Pastor. Homilía del padre José María Vegas, C.M.F., para el 4º domingo de Pascua
Si los domingos anteriores nos han enseñado que el lugar de aparición, donde se puede ver al Señor resucitado, es la comunidad de discípulos, a la que se accede por medio del Bautismo, y que se reúne en torno a la Eucaristía, hoy se nos ilumina una nueva presencia del Resucitado, el Buen Pastor, que conoce a sus ovejas por su nombre y las llama y ellas escuchan su voz y se preocupa de ellas, las protege y les da vida. Se nos habla de una presencia concreta, de una preocupación “encarnada” de Dios y de Jesús por los suyos. Después de meditar en la comunidad eucarística de los bautizados en la muerte y resurrección de Jesucristo, es necesario fijarse en aquellos que, en nombre de Cristo, se (pre)ocupan de la comunidad y administran los sacramentos. El magisterio y el ministerio del Buen Pastor se prolonga en la Iglesia por medio de los pastores, elegidos por él para preocuparse de su pueblo, guiarlo con su magisterio, comunicarle la Palabra del único Pastor, servirle los sacramentos que nos ponen en contacto con él.
Pero, reconozcámoslo, no se trata de una presencia fácil. Hoy día existe una sensibilidad especial contra toda forma de autoridad, y esa sensibilidad de agudiza cuando hablamos de la Iglesia. Se trata además de una presencia demasiado encarnada, demasiado visible, en la que los defectos de los depositarios de esta misión son muy visibles. Por eso, se ha extendido y casi hecho evidente una distinción que habla de una Iglesia “oficial” o jerárquica y una Iglesia popular o “de base”. La primera sería una organización institucionalizada, autoritaria, formalista, antipática, conservadora, muy inclinada a prohibir y condenar, muy lejana del ideal evangélico con que la fundó Jesús; mientras que la iglesia de base sería una comunidad fraterna, carismática, abierta a todos, en la que la ley importa menos que el amor, y que reflejaría mejor que la primera la originaria comunidad de Jesús.
Pero esta distinción, aunque esté adornada del prestigio de las evidencias sociológicas y de las bendiciones periodísticas, se compadece muy poco con la revelación y con la tradición viva de la Iglesia. Desde luego, carece de fundamento bíblico, patrístico y teológico, pues mirando a los evangelios vemos que en torno a Jesús se reúnen muy diversas categorías de discípulos (Jesús acoge a todos sin distinción), de entre los que él mismo elige a los que quiere, para “estar con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 13-15); y el mismo que proclama las Bienaventuranzas, el mandamiento del amor y la preferencia por los pobres (“lo que hicisteis a uno de estos mis pequeños hermanos a mí me lo hicisteis”, Mt 25, 40), afirma también “tú eres Pedro… y lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo” (Mt 16, 18-19) y “quien a vosotros me escucha a mí me escucha” (Lc 10, 16), que son verdades exactamente igual de evangélicas que las primeras. Cuando Jesús instituyó a los Doce no estaba fundando “la Iglesia oficial”, ni, mucho menos, separándola de “la de base”, sino reuniendo a los hijos de Dios dispersos, convocando al nuevo Israel, abriendo las puertas de acceso a Dios a todos sin excepción. La afortunada imagen del cuerpo nos da a entender que se trata de una comunidad estructurada y orgánica, en la que la ley del amor se realiza por medio de diversas funciones y responsabilidades.
Hoy, como siempre, es necesario evitar el peligro de la herejía donatista, que hace depender la validez objetiva del ministerio sacerdotal de la santidad del ministro. Si esto fuera así, sería imposible saber nunca con certeza si se ha participado en una eucaristía de verdad o si el perdón de los pecados recibido ha sido efectivo. Aunque la santidad de obispos y sacerdotes, como la de cualquier fiel cristiano, da mayor eficacia y credibilidad a la liturgia, a la predicación y no digamos al testimonio, sin embargo, y afortunadamente, su verdad y su eficacia objetivas no dependen de esa santidad subjetiva, porque son un don que Dios nos hace gratuitamente, a través de los ministros, pero no en dependencia de su calidad personal. De ella o de su ausencia ellos, como todos, darán cuenta a Dios, pero la eficacia de su función está garantizada por el Espíritu Santo, por el mismo Cristo que actúa en su Iglesia.
Esta objetividad, tal vez no muy romántica, pero muy importante para salvaguardar el acceso a Cristo al que todos tenemos derecho, expresa varios importantes aspectos de nuestra fe cristiana: es expresión de que Dios se fía de nosotros, pese a nuestra debilidad, y por eso nos confía su misión; es, además, el principio paradójico pero real de nuestra libertad de hijos de Dios, pues al someternos a los Pastores (también a los que no son de “nuestra línea”) en realidad obedecemos sólo a Cristo; el misterio de la encarnación se prolonga en la Iglesia, en la que nos sometemos sólo a Dios sometiéndonos a los hombres; por fin, al ser el aspecto tal vez más visible y, por eso mismo, más vulnerable de nuestra fe, su aceptación es signo y expresión de la madurez en esa fe, que consiste precisamente en la capacidad de fiarse. Así que nadie, incluidos los malos pastores, pueden arrebatar a los fieles de las manos de Dios si tienen verdadera fe.
El Evangelio de Juan es el de la comunidad del discípulo amado, del carismático del amor, que corre más y llega el primero al sepulcro (Jn 20 4), y que ve el primero de todos al Señor en la orilla (Jn 21, 7). Pero es este mismo evangelio el que nos presenta al discípulo amado cediendo el paso a Pedro (Jn 20, 6) y sentado en la barca del mismo Pedro (Jn 21, 3), y el que pone en boca de Pedro las palabras de la difícil fidelidad al Maestro, cuando, sin entender del todo, se fía de Él y afirma, en nombre de todos, que no piensa abandonarlo, pues sólo Él tiene palabras de vida eterna (Jn 6, 68). Para que los carismas y los carismáticos sirvan de verdad a la causa del Evangelio tienen que integrarse, como la comunidad de Juan, en la barca de Pedro y aceptar su autoridad, así como los que han recibido la autoridad de pastores tienen la obligación de escuchar y discernir la voz de los carismáticos y de todo el pueblo de Dios.
Por eso mismo, conviene no olvidar que la dimensión jerárquica de la Iglesia no es la única: los pastores están puestos al servicio de la comunidad en la que todos participan activamente, todos son piedras vivas del templo que es la Iglesia, en la que conviven la multitud de los carismas, vinculados por el carisma superior del amor (cf. 1 Cor 12, 31). Por eso, todos son llamados por el único Pastor (todos tienen su vocación y su carisma), todos tienen la responsabilidad de la misión confiada, todos deben preocuparse unos de otros.
De esta manera, en la unidad orgánica presidida por el amor, esta comunidad de discípulos con diversidad de funciones y carismas se abre al mundo entero, como luz de los gentiles, para llevar la salvación hasta los extremos de la tierra, y compone así esa “muchedumbre enorme que nadie podía contar, gentes de toda nación, raza, pueblo y lengua”, pero que no compone una masa anónima, sino una comunidad de personas a las que el buen Pastor conoce personalmente y llama por su nombre.