El encuentro junto al lago. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 3 domingo de Pascua
La Palabra de Dios sigue hablándonos de la fe en la Resurrección como de un largo y no sencillo proceso. La muerte de Cristo, que sembró de desconcierto y desánimo a los discípulos, provocó también su dispersión.
El escenario de las apariciones cambia de Jerusalén a Galilea. Parece que, pese a las experiencias del Resucitado de los primeros momentos, los discípulos regresan a casa, a la vida cotidiana, a las ocupaciones de siempre. Algunos siguen vinculados, tal vez los galileos, y entre ellos Pedro parece seguir teniendo cierta autoridad, pues de él parte la iniciativa de ir a pescar: la vuelta a casa parece representar la vuelta a la vida de antes, volver a ser sólo un pescador de peces.
Pero la marcha a Galilea puede tener otra clave de lectura. La ofrece Marcos, en cuyo evangelio los ángeles mandan decir a los discípulos que vayan a Galilea: “allí lo veréis” (Mc 16, 7).
Si el episodio de Tomás nos recuerda que el lugar para poder ver al Señor es la comunidad, en la que se ingresa por el bautismo, que es el tema de reflexión de la segunda semana de Pascua, ahora la atención se fija en la Eucaristía. El bautismo es el momento del “primer amor”, la novedad de la fe, el sentirse una criatura nueva al nacer del agua y del espíritu. Y la eucaristía es el sacramento de la vida cotidiana. La vida cotidiana, el terruño, Galilea, las ocupaciones de siempre, la pesca en el lago… Todo eso puede ser, ciertamente, el lugar de la dimisión, del olvido y el abandono de lo que pareció un gran sueño. En la vida cotidiana puede ser “de noche” (cf. Jn 21,3), no se ve nada y esas ocupaciones cotidianas parecen estériles: no pescaron nada. Pero también en la vida cotidiana amanece, llega la luz, también ahí es posible “ver al Señor”. Él mismo se hace el encontradizo, llama e invita, y prepara para nosotros el pan.
La luz de la madrugada permite ver, pero no siempre es posible reconocer… Es lo que les sucede (otra vez) a los discípulos: ven sin reconocer. Es una fe todavía insegura, inmadura, vacilante: por eso Jesús los llama “muchachos”. Pero la presencia incluso no reconocida de Jesús hace que las cosas cambien: el lago y el trabajo cotidiano dejan de ser el lugar de la dimisión para convertirse en misión, la esterilidad se hace abundancia, Galilea, el pequeño mundo, se ensancha y abarca el mundo entero; la red se llena de 153 peces “grandes”. Unos dicen que son las especies de peces conocidas entonces, otros que el número de naciones de la antigüedad… La red abarca “el todo”, al mundo entero, no excluye a nadie, vincula a todos sin importar las diferencias y, pese a ello, no se rompe. La presencia del Resucitado genera una unidad elástica, no rígida, que respeta las diferencias. Donde la unidad se rompe por rigideces, ahí no hemos reconocido el Señor en nuestra orilla.
De hecho, los entendidos dicen que en el Evangelio de Juan y especialmente en estos últimos capítulos se refleja la integración de la comunidad del discípulo amado en la gran Iglesia, la que acepta la autoridad de Pedro. La Iglesia en misión, en efecto, une a la institución y a los carismas, a los que dirigen (“vamos a pescar”) y a los carismáticos que reconocen la presencia del Señor (“es el Señor”), sin rupturas, porque la red es, tiene que ser, elástica y abierta.
Los discípulos reconocen y confiesan por boca del discípulo amado y se reencuentran con el Señor Resucitado, que les devuelve su dignidad de apóstoles: Simón, que desnudo es sólo Simón, se reviste con la túnica que hace de él Pedro, la Roca, y dejando atrás todo temor se lanza al mar, al mundo en que ha de ser de nuevo pescador de hombres, sin dejarse asustar ya más por las dificultades y persecuciones que habrá de afrontar a causa de esta otra pesca, como leemos en el texto de los Hechos de los Apóstoles
El final de este evangelio, el episodio de la triple pregunta de Jesús a Pedro, nos recuerda que, en efecto, sólo en el amor es posible realizar la misión que el Señor nos confía, y que sólo en el amor es posible madurar como discípulo: “cuando seas viejo…”. Para dejar de ser sólo “unos muchachos” y alcanzar la madurez es preciso dejarse interrogar por este Cristo, herido con las huellas de la pasión (el Cordero degollado del libro del Apocalipsis), y responder, siendo consciente de las propias heridas: también Pedro se presenta ante Jesús herido por su orgullo, su cobardía y sus traiciones. Pero esas heridas pueden ser curadas por el misterio del amor, que lleva a la entrega confiada. La insistencia en la pregunta de Jesús parece subrayar: ¿de verdad me amas? El verdadero amor hay que probarlo superando muchas dificultades, también las que derivan de la propia debilidad. Pero sólo en esa insistencia, que puede llegar a producirnos tristeza, es posible llegar a ser fieles y responder desde el fondo del propio ser, en el que habita la verdad de nuestra vida, y no sólo de boquilla, como mero artículo de fe o de modo puramente formal. La llamada de Jesús, “sígueme”, suena otra vez pero de manera nueva, el camino se reabre: Pedro (el discípulo probado, maduro) puede de verdad cumplir su misión de pastorear el rebaño de Jesús, porque ahora está dispuesto, como el Buen Pastor, a dar la vida por las ovejas.
La madurez del discipulado es posible en la fidelidad y la perseverancia. Por eso la Eucaristía es el sacramento de la vida diaria. Los símbolos usados: la Palabra, el pan y el vino, nos hablan de la cotidianidad. En la vida cotidiana estamos asediados por la rutina, el aburrimiento, por mil dificultades: la primera lectura nos recuerda las primeras dificultades y persecuciones contra la naciente Iglesia; y sólo si hay perseverancia, fidelidad y constancia es posible seguir adelante, atravesar la noche, ver la luz del amanecer, “ver” al Señor.
Durante esta semana la Iglesia lee y medita en la Eucaristía diaria el discurso de Jesús del pan de vida (Jn 6). Comer el pan y beber la sangre, participar de la persona y la vida de Jesús, alimentar nuestra fe. Pero no es tan fácil. Muchos no entendieron, se echaron atrás “y ya no andaban con Él” (cf. Jn 6, 66). También hoy nos pasa. Nos parece que la misa es aburrida, no nos dice nada, no “vemos” nada ni “sacamos nada de ella” (como en la estéril noche de pesca de los discípulos). Pero es que hay que perseverar, ser fiel, atravesar la noche, confiar en que llegará la madrugada, en que vislumbraremos al Señor, con una fe tal vez vacilante (“muchachos”), pero que será posible reconocerlo, hacer una pesca abundante, llegar a la madurez también en la fe, descubrir que tenemos una misión que realizar, que, pese a todo, también pese a las heridas que la vida nos ha producido, podemos amar a Jesús y confiarnos a Él. Y es que también en Galilea, o precisamente en Galilea, en lo ordinario de la vida, es posible ver al Señor y encontrarse con él.