El primer día de la semana. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 2º domingo de Pascua


El segundo domingo de Pascua es, en realidad, el término de un largo día pascual que se ha prolongado durante toda la semana; la liturgia la presenta como un solo día en el que se concentran las experiencias de encuentro con el Resucitado que hacen los discípulos, duramente golpeados en sus esperanzas por la muerte ignominiosa de su Maestro. En estos textos evangélicos se subrayan las dificultades que aquellos primeros discípulos tuvieron para aceptar la noticia de la Resurrección y para reconocer la presencia del Señor entre ellos. Esas dificultades son, en verdad, las nuestras, que tampoco acabamos de creernos del todo que Jesús ha resucitado, es decir, que la muerte ya ha sido vencida, que es posible vivir “de otra manera”, pues estamos viviendo realmente un nuevo periodo de la historia, el tiempo de la nueva creación. Esto último es lo que significa la expresión, repetida en los relatos de apariciones del Resucitado y también hoy: “el primer día de la semana”. Esta indicación no tiene sólo un sentido cronológico, no es una datación neutra, sino que se trata de una revelación. Si una semana es el tiempo en el que alegóricamente se despliega el poder creador de Dios, “el primer día de la semana” es aquí el comienzo de la nueva creación que tiene lugar en la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, cuando de manera definitiva y para siempre Dios ha separado la luz de las tinieblas, el bien del mal, la vida de la muerte (cf Gn 1, 4).

Estamos viviendo ya en el tiempo de la nueva creación, pero, como no nos lo creemos, dominan en nosotros, creyentes abatidos, la cerrazón (“estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas”) y el miedo (“por miedo a los judíos”). Sólo la presencia viva de Cristo en medio de esta comunidad escondida y en retirada puede vencer estas resistencias. Caemos en la cuenta de que la comunidad es el lugar privilegiado en el que es posible ver al Señor y hacer la experiencia pascual. Es verdad que se trata de una comunidad de hombres débiles, cerrados sobre sí y atemorizados. No son sus cualidades ni sus méritos (tampoco, desde luego, su imaginación) los que pueden revertir de manera sorprendente (literalmente, milagrosa) esta situación: del tenso temor, la cerrazón y la tristeza, a la pacificación (“paz a vosotros”), la apertura valerosa (“os envío”) y la alegría (“se llenaron de alegría”) en el Espíritu Santo (“recibid el Espíritu Santo”).

Las dificultades para creer en la Resurrección del Señor y reconocer su presencia, comunes a todos los discípulos (a todos nosotros: cf. Mc 16, 9-15), se concentran hoy en la figura de Tomás, apodado el Mellizo. Por eso, la Iglesia lee este pasaje del Evangelio de Juan este segundo Domingo de Pascua en los tres ciclos litúrgicos.

Tomás expresa, en primer lugar, la dispersión a que se ve sometida la comunidad de Jesús tras su muerte. Algunos siguen ligados entre sí, pero en un grupo cerrado, como vemos hoy; o que, abandonados los ideales destruidos por la muerte del Maestro, vuelve a viejas y estériles ocupaciones (cf. Jn 21, 1-3); otros, sencillamente, se vuelven a casa, completamente desilusionados, como los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13). Tomás, al parecer, también había tomado el camino de la dispersión y el abandono de la comunidad. Este abandono es comprensible. Si Jesús ha muerto, ¿qué puede unirles ya? Los defectos de todos estos discípulos (ambiciosos, a veces violentos, cobardes, etc.) son demasiado patentes, no hay en ellos virtud suficiente para mantenerlos unidos. De no haber sucedido algo extraordinario y humanamente inexplicable la dispersión hubiera sido total y definitiva. Los defectos y pecados de la Iglesia son con frecuencia la excusa para abandonarla y distanciarse de ella. Esta excusa estaría justificada si la Iglesia fuera sólo un grupo humano unido por ciertas ideas, convicciones o valores (que los mismos miembros de este grupo contravienen con frecuencia). Pero si, pese a tantos defectos y pecados, se mantienen unidos, es porque hay algo más grande que ellos mismos que los convoca y vincula: la presencia en medio de ellos del Señor Resucitado.

En lo que se refiere a Tomás, parece que el abandono no debió ser total, pues los discípulos que permanecieron unidos y, por eso, pudieron ver al Señor resucitado, se apresuraron a avisarle de lo acontecido. Todos los textos de este “primer día de la semana” insisten con especial vehemencia en la importancia del testimonio interno a la comunidad. Poner en común las distintas experiencias del Resucitado, y comunicárselas a los que todavía no las han tenido, es un rasgo clave de este periodo pascual. La comunidad se constituye y se recrea precisamente en este testimonio interno: los creyentes no debemos dar por descontada la fe en el Señor Resucitado, sino que tenemos que confirmarnos unos a otros en esta fe. Y esto nos lleva necesariamente a volver a encontrarse, a sentarse juntos y a compartir el pan. Y es en este contexto, claramente eucarístico, donde acontecen las apariciones de Jesús.

Tomás, incrédulo, en principio no da crédito al testimonio de los otros. Se aviene a volver a reunirse con ellos y participar en una de esas asambleas que tenían lugar “el primer día de la semana”, pero pone condiciones: no quiere alucinaciones ni misticismos, “ver” al Señor de verdad tiene que significar poder tocar sus heridas, metiendo el dedo en los agujeros de los clavos y la mano en el costado.

Tomás significa en arameo “mellizo”, pero no es que el apóstol fuera mellizo de nadie, sino que “le llamaban” así por algún motivo. Hay quien dice que por su parecido físico con Jesús (y Jesús, verdadero hombre, se ha hecho mellizo de cada uno de nosotros); pero Tomás es también mellizo nuestro, pues experimentaba las dificultades de la fe que, de un modo u otro, experimentamos todos. Pero, como él, podemos superarlas. La gran condición para ver, tocar, creer y confesar es precisamente estar en la comunidad. Se suele decir que la fe es una cosa personal, lo que es cierto, pero se suele dar a entender que es una cosa individual y subjetiva, lo que es falso. La fe verdadera es un don que recibe la persona, pero requiere de la comunidad creyente. Para “ver” al Señor y creer en Él hay que estar en la comunidad de esos tan imperfectos, violentos, ambiciosos, temerosos y cobardes, pero al fin discípulos, capaces de volver al Señor, pedir perdón, y dar la vida por Él.

Es digno de mención el hecho de que el evangelio de Juan nunca usa el sustantivo “fe”, sino sólo el verbo “creer”, precisamente para subrayar que se trata de un dinamismo vivo, con dudas y dificultades y, en todo caso, que nunca está concluido, siempre abierto, siempre por redescubrir, por rehacer.

Puesto que son los defectos y pecados de la Iglesia (que tanto y con tanta fuerza, no siempre con justicia, se suelen subrayar) son para muchos el gran obstáculo para integrarse en ella, participar de sus asambleas y tratar de ver al Señor en ellas, es muy importante subrayar el papel de las heridas que Jesús muestra en su cuerpo y ofrece a Tomás para que las toque, incluso por dentro. Al hablar de la nueva creación, ya real por la Resurrección de Cristo, y de la nueva comunidad recreada por la presencia del Resucitado, no hay que caer en idealizaciones ingenuas, como si en el mundo ya todo estuviera bien y en la Iglesia no hubiera problemas, defectos y pecados reales. Igual que la humanidad resucitada de Cristo es una humanidad herida, en la que se pueden ver las huellas de la pasión, la comunidad que nace de ella no puede cerrar sus ojos a las otras heridas de Cristo. Por un lado, están las heridas propias del cuerpo de Cristo que es la Iglesia, la comunidad de los discípulos. No cabe aquí idealización alguna. La fuerza y el fundamento de esa comunidad es Cristo, muerto y resucitado y que se nos manifiesta vivo, pero herido. Para vivir la vida nueva de la Resurrección hay que volver continuamente a la memoria de la muerte, hay que tocar las heridas, y no superficialmente, sino entrando en ellas hasta el fondo. Esto significa que hay que mirar de cara a los problemas, reconocer y abordar los conflictos, admitir las debilidades, confesar los propios pecados, tomar las medidas pertinentes, perdonarnos mutuamente… Igual que el testimonio interno de la comunidad es el fundamento del testimonio que se ha de dar ante el mundo, también el perdón, que Jesús confía a la comunidad para que lo comunique al mundo, es una realidad que opera dentro de la comunidad, que confiesa sus pecados, ejerce el perdón entre sus miembros, y hace de él una dinámica real de ruptura con el pecado.

Pero, además están las heridas del Cristo que sufre en la humanidad, en sus “pequeños hermanos”, de tantas formas, y que hay que saber también tocar, como hacía Jesús, que con frecuencia curaba “tocando”, en el contacto vivo. Esto tiene mucho que ver con el carácter abierto de la comunidad que ha visto al Señor y ha superado el temor y vive ya en el “primer día de la semana”, en el que rigen nuevas leyes, ante todo, la ley del amor. La primera y la segunda lectura nos ofrecen un cuadro luminoso de lo que debe ser esta comunidad que, en medio de las condiciones del viejo mundo, vive ya en el tiempo de la nueva creación. En la primera se dice cómo esa comunidad, con Pedro a la cabeza y a imitación del Maestro, “pasa haciendo el bien”, tocando y curando a los que sufren; y, además, permanece abierta a todos los que, voluntariamente y sin imposiciones, quieren agregarse a ella. Y en el texto del Apocalipsis se ofrece una interpretación de la historia en la clave del Resucitado: en ella son posibles las persecuciones, hasta el martirio, a causa del testimonio que tenemos que dar de Cristo Jesús, pero los discípulos saben que la muerte ya ha sido vencida (y lo que el mundo puede hacernos en último término es darnos muerte, esto es, partícipes de la victoria de Cristo), por lo que han perseverar, superado todo temor, en ese testimonio, al que el mismo Señor Resucitado nos ha enviado y nos sigue enviando cada día.