Cristo ha resucitado y nosotros somos testigos. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el Domingo de Pascua
¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!
Durante esta Semana Santa hemos visto a Jesús en diversos momentos: lo hemos visto entrar triunfante en Jerusalén, predicando en el Templo y discutiendo con los fariseos, hemos asistido a la institución de la Eucaristía, hemos sido testigos de su arresto y del proceso organizado contra él, lo hemos acompañado en su camino hacia el calvario, viéndolo cargar con la cruz, por fin hemos visto cómo era crucificado y, en medio de graves ofensas y terribles sufrimientos, cómo entregaba el espíritu y entraba en el reino de la muerte, en ese reino que, al parecer, acaba triunfando siempre.
Ahora, en esta noche en vela la liturgia prorrumpe en el júbilo porque la noche ha sido testigo de su resurrección, un acontecimiento que desborda toda medida, toda expectativa, toda esperanza. Pero la proclamación de la Resurrección de Cristo, de su victoria sobre la muerte se hace de un modo bien extraño: si durante toda la semana lo hemos visto entrar, orar, sufrir, morir, ahora sencillamente no lo vemos. Ni en el evangelio de Lucas (24, 1-12) que acabamos de escuchar, ni en el evangelio de Juan, que escucharemos mañana, Jesús aparece por ningún lado, ni vivo, ni muerto.
No lo vemos entre los vivos porque Jesús no ha vuelto a la vida, es decir, no ha regresado a esta vida, a la condición mortal, que nos permitiría verlo con los ojos del cuerpo (con los que lo veíamos hasta su muerte). Jesús no ha vuelto de la muerte, sino que la ha atravesado y se encuentra en la otra orilla, vivo, pero con una vida nueva. Tampoco lo vemos entre los muertos, porque el primer signo de su resurrección es el hecho negativo de su ausencia en el reino de la muerte. En este primer día de la semana, día de la nueva creación y de la vida nueva, la Palabra dirige nuestra mirada no directamente a Jesús, sino a aquellos que lo buscan todavía entre los muertos, como María Magdalena y las otras mujeres; y a los signos de muerte, pero que ya hablan de vida. Así, las mujeres fueron al sepulcro de madrugada, esto es, “cuando aún estaba oscuro”, pero con una oscuridad en retirada: ya amanecía. La tumba de Jesús, sellada por una gran losa, como queriendo decir que la muerte no suelta su presa, está, sin embargo, abierta, la losa quitada: la muerte ha perdido su poder. Las vendas y el sudario, que tratan de detener inútilmente el proceso caótico de la descomposición, han perdido su función; incluso el sudario está cuidadosamente ordenado, allí donde debía reinar el caos.
¿Por qué este primer día de la semana, cuando la resurrección debería ser más patente, se nos oculta la presencia del Cristo triunfador de la muerte y nos es dado “ver” sólo a la muerte desposeída de su botín? Posiblemente, por dos razones. La primera es que, como los primeros discípulos, todavía no hemos terminado de entender la Escritura: “que había de resucitar de entre los muertos”. No acabamos de entender el significado de esta verdad, de su incidencia real en nuestra vida; seguimos como cegados por los signos de muerte que llenan nuestro mundo, sintiendo y creyendo que son más fuertes que el amor, y que han podido y pueden con el Autor de la vida, al que buscamos todavía entre los muertos y viviendo, en consecuencia, según las leyes de este mundo caduco. Así nos pasa con Cristo: no queremos que muera, o queremos que “vuelva” al estado anterior a la muerte; y así nos pasa con nuestros difuntos (con nosotros mismos). Nos rebelamos contra la muerte, y protestamos contra ella, cuando nos visita de un modo u otro. Lo hacemos deseando no morir nunca, o queriendo, inútilmente, que los que han muerto regresen a esta vida, que no deja de ser caduca y limitada.
La segunda razón es que, realmente, precisamente porque está “en la otra orilla”, no podemos ver al Cristo resucitado simplemente con los ojos del cuerpo: el sepulcro vacío, la losa quitada, las vendas y el sudario, la noche que cede ante el amanecer nos invitan a abrir los ojos de la fe, pues sólo con ellos es posible comprender y ver. Como las mujeres en la noche, como el discípulo amado, que “vio y creyó”.
Jesús ha desaparecido físicamente. Su ausencia es palpable (visible, se podría decir) también para los no creyentes. Pero Jesús no se aparece físicamente (al menos, no sólo físicamente). No es posible verlo como nos vemos entre nosotros, como lo veíamos a él antes de su muerte. Por eso dirá Pedro en su predicación pascual que “Dios nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros”. Si Jesús se hubiera presentado a sus enemigos, esto hubiera tenido el sabor de una revancha, de un alarde vengativo, de una amenaza. Hubiera provocado en ellos reacciones de terror, o simplemente de incredulidad, que atribuiría la visión a una alucinación. También aquí se cumple lo que Jesús decía en la parábola del pobre Lázaro: “si no escuchan a Moisés y a los profetas, no creerán ni aunque resucite un muerto” (Lc 16, 31).
Así es, en verdad: sólo quienes están bien dispuestos (a pesar de su debilidad, cobardía, duda…), sólo los que están dispuestos a velar el sepulcro (como la mujeres), o a correr a él en cuanto tienen noticia de que está vacío, pueden convertirse en creyentes, que ven con los ojos de la fe, y, al aceptar la verdad de la muerte y resurrección de Cristo, están dispuestos además a entrar en ese misterio, a hacerlo suyo, a dar la vida por esa verdad, por esa presencia.
Dar la vida, eso significa ser testigos. Los testigos son los que escuchan su Palabra y los que comen y beben con él. Comer y beber el pan y el vino eucarísticos “memorial” de la Pasión, participación en ella. El testigo no es sólo un predicador, aunque la predicación sea también parte esencial del testimonio: Jesús mismo, recuerda Pedro, nos encargó predicar. Pero el testigo es mucho más: vive lo que predica, vive de la Palabra que anuncia, da “solemne testimonio”, da testimonio con su propia vida. En griego, testigo se dice mártir, y eso es y debe ser el testigo. No necesariamente por el derramamiento de su sangre (pero sí en la disposición a ello, si llega el caso), sino en la encarnación en la propia vida de la muerte y la resurrección de Jesucristo por medio de la entrega, el servicio y el amor.
El tiempo de la Resurrección es el tiempo de los testigos, el tiempo del Espíritu Santo, el tiempo de la Iglesia. Sólo así y sólo ahí es posible “ver” a Jesucristo resucitado. Así nos lo va enseñando el tiempo Pascual, tiempo de mistagógica, en la que los catecúmenos ya bautizados, son invitados a profundizar en los misterios en los que fueron iniciados durante la catequesis bautismal. Pero ser testigos significa, ya lo hemos dicho, sumergirse en la muerte y la resurrección de Jesucristo de manera vital, existencial, y no sólo teórica. Así lo recuerda Pablo en la carta a los Romanos: “¿Es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6, 3-4). Es lo mismo que expresa con fuerza el texto de Colosenses que leeremos mañana: si hemos resucitado con Cristo, tenemos que buscar los bienes de arriba y vivir de ellos. No podemos seguir viviendo en el viejo mundo, “como si nada hubiera pasado”, creyendo sólo mentalmente, y persiguiendo como antes nuestros pequeños y mezquinos intereses, ocupándonos sólo de nosotros mismos. Aspirar a los bienes de allá arriba no significa despreocuparnos de los bienes de este mundo, sino preocuparnos del bien de los que viven en este mundo, haciendo en este mundo como hizo Cristo, que pasó haciendo el bien y liberando a los oprimidos por el diablo. Aspirar a los bienes de allá arriba no significa cerrar los ojos a los males de aquí abajo, sino afrontarlos de una manera nueva, según la novedad del primer día de la semana, día de la nueva creación: por medio del perdón que vence el mal en nosotros, y perdonando nosotros a quienes nos ha hecho algún mal.
No podemos “demostrar” la resurrección de Jesucristo, no podemos ofrecer “pruebas” de la misma, salvo, acaso, la prueba indirecta del sepulcro vacío. Esta prueba se convierte en algo más y más convincente, cuando por medio de nuestra fe, convertimos los signos de muerte en signos de vida: respondiendo al mal con el bien, a las ofensas con el perdón, a las maldiciones con bendiciones, al odio y el egoísmo con el amor y la entrega generosa. No podemos ofrecer pruebas, pero sí ser testigos de los bienes de allá arriba, testigos de que Dios ha resucitado a Jesús de Nazaret, y lo ha nombrado juez de vivos y muertos.