Yo estoy entre vosotros como el que sirve. Homilía del padre Jose Mª Vegas, C.M.F., para el Jueves Santo


Hoy toda la liturgia se mueve alrededor de la mesa: la comida pascual antes de salir de Egipto y emprender la travesía del desierto hacia la tierra prometida; la comida eucarística, que la Iglesia, como nos recuerda Pablo, celebra cotidianamente en memoria viva de Jesús; y, por fin, esa misma comida fraterna y pascual, que Jesús celebra con sus discípulos.

Es la comida antes de la liberación. Por eso, aunque en el libro de Éxodo se manda comer “con la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano; y a toda prisa, porque es la Pascua, el paso del Señor”, los judíos del tiempo de Jesús desde el regreso del exilio de Babilonia, la comían tumbados alrededor de la mesa. Comer tumbado es incómodo, pero era para ellos un signo de libertad: sólo los señores podían comer así, de modo que necesariamente debía haber servidores, esclavos, que les acercasen la comida y la bebida. Y así celebró Jesús esta cena pascual.

Pero, como nos dice el Evangelio de Juan, Jesús realizó en esta ocasión un gesto verdaderamente sorprendente: “se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido”. Es decir, Jesús, literalmente, se despoja de sus vestidos y se hace no sólo servidor, sino esclavo de sus discípulos. Se entiende no sólo la sorpresa de todos, sino también la oposición de Pedro. Pedro no se opone simplemente por razones de humildad, por una cuestión de convencionalismos sociales. Pedro, tal vez, entendió la radicalidad y profundidad de este gesto: si Jesús, el Maestro y el Señor, se hace esclavo de sus discípulos, ¿qué no deberán hacer estos mismos discípulos entre sí, y con los demás? La oposición al lavatorio de los pies por parte de Pedro es, en el fondo, una oposición a la cruz: a lo que aspiraban ellos era a un mesianismo de triunfo, de poder y de victoria, de los que querían ser partícipes, a ser posible ocupando los primeros puestos (cf. Mt 20, 21), es decir, estando por encima de los demás, y esto incluso durante la última cena, como atestigua Lucas (cf. Lc 22, 24). Pero en Pedro, como anticipando el encuentro con Jesús a la orilla del lago, puede más el amor a Jesús, y no sólo cede ante el Señor que se ha hecho su esclavo, sino que pide de él la total purificación (las manos y la cabeza), el deseo de participar por entero en el destino de Cristo.

Recordemos que los discípulos, con Pedro a la cabeza, habían reaccionado con incomprensión, con temor y con oposición abierta a los anuncios de la pasión. Y que Jesús, con su inigualable pedagogía, les había ayudado a comprender este extraño mesianismo suyo por la vía del servicio: “Jesús les dijo: Los reyes de las naciones las gobiernan como dueños, y los mismos que las oprimen se hacen llamar bienhechores. Pero no será así entre vosotros. Al contrario, el más importante entre vosotros debe portarse como si fuera el último, y el que manda, como si fuera el que sirve. Porque ¿quién es más importante: el que está a la mesa o el que está sirviendo? El que está sentado, por supuesto. Y sin embargo yo estoy entre vosotros como el que sirve” (Lc 22, 25-27).

Jesús se hace el menos importante, el servidor y el esclavo, pero lo hace libre y voluntariamente, en un acto supremo de libertad. Y de esta manera anticipa su muerte en la cruz, que no es sólo el final trágico de un destino que lo arrastra, sino un acto de entrega libre de su propia vida por amor.

Llama la atención que el Evangelio de Juan no nos ofrezca la institución de la Eucaristía (que, en cierto sentido encontramos en el capítulo 6, en el discurso del pan de vida). Pero es que el lavatorio de los pies tiene exactamente el mismo sentido: el mandamiento del amor que se expresa en el servicio libre a los hermanos.

Podemos preguntarnos a la luz de la Palabra de Dios hoy, ¿qué significa para mí la Eucaristía? ¿A qué vengo realmente cuando me acerco a la Misa? Vengo libremente a encontrarme con Cristo (y con los demás discípulos, mis hermanos), vengo a hablar con él, a escuchar lo que quiere decirme, a exponerle mis problemas e inquietudes; vengo a participar del banquete del pan y del vino que ha preparado para mí, para nosotros. Pero vengo también a que me lave los pies, a sentir con vergüenza que él se hace mi esclavo, mi servidor. Es decir, vengo a aprender el espíritu del servicio a los hermanos, el mandamiento del amor.

Jesús nos lava los pies. ¿Por qué los pies y no las manos, ya que estamos a la mesa y nos disponemos a comer? Porque comemos para ponernos en camino, como los judíos antes de emprender la travesía del desierto: “con la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano; y a toda prisa, porque es la Pascua, el paso del Señor”. El Señor que pasa de esta vida a la muerte en Cruz, y de la muerte a la vida nueva de la resurrección. Y también nosotros, fortalecidos por la comida eucarística, y purificados por el lavatorio de los pies, nos ponemos en camino y salimos hacia nuestros hermanos y hermanas, haciéndoles así partícipes de los frutos de la Eucaristía (la muerte y resurrección del Señor) por medio de nuestro servicio fraterno, por medio de las obras del amor.