Amad a vuestros enemigos. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 7º domingo del tiempo ordinario
El precepto del amor a los enemigos viene a la mente de manera espontánea como el rasgo más característico de la ética cristiana. Sin embargo, no faltan los que discuten esa especificidad cristiana, aduciendo que también puede encontrarse en otros sistemas morales (por ejemplo, en el de los estoicos). Están, además, los que consideran que este precepto, que de entrada suena tan bien, exige en realidad un imposible: puede entenderse como ideal, pero en la práctica no se puede cumplir. Esta objeción la sentimos en la propia carne todos los que nos consideramos cristianos, que, tantas veces, nos descubrimos viviendo como paganos, amando a nuestros amigos y odiando (con diversos grados de intensidad) a nuestros enemigos.
Este precepto sirve, al menos, de momento, para comprender que la vida cristiana, contra lo que se suele pensar y decir, no está exclusivamente centrada en la idea del pecado, de modo que el esfuerzo principal que tenemos que realizar los cristianos sería evitar el mal. La ética cristiana aparece a la luz del mandamiento del amor universal (incluido el amor a los enemigos) como una ética positiva, constructiva, creativa. Se trata aquí, sobre todo, de hacer el bien, de introducir valor positivo en nuestro mundo, en nuestras relaciones; no basta con no matar, no robar, no mentir. Lo que Jesús nos exige es que demos vida, que seamos generosos, que sirvamos a la verdad, que reparemos el mal con el bien. Y, además, nos invita, nos manda, nos exige que apliquemos esa medida del bien sin límites, superando el amor egocéntrico y endogámico, que limita el objeto de su amor a los del propio círculo (como quiera que se entienda: familiar, nacional, cultural, ideológico…).
Esta manera limitada de amar, tal como dice Jesús, es propia de “los pecadores” (o “los gentiles”, en la versión de Mateo). ¿Quiénes son esos “pecadores” o “gentiles” y qué forma de amor es ese? Si lo pensamos bien, caeremos en la cuenta de que los pecadores y gentiles somos nosotros mismos, porque esa forma limitada de amar se corresponde, de un modo u otro, con el amor natural, ese resto de amor que ha quedado en la naturaleza humana tras el pecado original. Es, desde luego, un resto de bien nada despreciable, que nos indica que, en el fondo de nuestro ser, estamos hechos para el amor y no para el odio, para la comunión y no para la soledad o el egoísmo. Pero, también hay que decirlo, es un resto del todo insuficiente. Insuficiente para el triunfo del bien sobre el mal, insuficiente para llenar el corazón humano, sediento de amor.
Es insuficiente, porque si nos limitamos a hacer el bien a los “nuestros”, a los propios, a los amigos, y el mal a los enemigos, a los que nos hacen mal, lo único que conseguiremos es multiplicar el mal, que como una gangrena irá carcomiendo todo el organismo social, todas nuestras relaciones. Pues pensar que, al menos, el círculo más inmediato quedará a salvo de la quema, es ilusorio. Y es que, cuando Jesús nos manda “amad a vuestros enemigos”, ¿a quién se refiere, de hecho? ¿Quiénes son realmente nuestros enemigos? Es ilusorio pensar que nuestros enemigos están constituidos por un grupo humano bien definido. Las fronteras de la enemistad son fluidas y cambiantes, hasta el punto de que es posible decir que “nuestros enemigos son nuestros amigos”. No es necesario irse lejos (geográfica, pero también ideológicamente) para encontrar a los enemigos. Los que nos hieren y ofenden, los que nos hacen sufrir (y nosotros a ellos, por cierto) son las personas más cercanas, con las que convivimos, con las que, por eso mismo, tenemos roces y conflictos. Muchas veces es ahí, en las distancias cortas, donde se generan los odios y las enemistades que provocan nuestro comportamiento propio de pecadores y gentiles. Lo vemos en las relaciones entre pueblos y culturas: los peores enemigos, sobre los que se concentran prejuicios y rencores, son los que nos tocan con sus fronteras, los vecinos, con los que, con mucha frecuencia y como es natural, nos unen lazos étnicos, históricos, culturales. Y lo mismo sucede en el ámbito familiar: los mayores y más intensos odios se producen muchas veces entre personas fuertemente vinculadas por lazos familiares. Desde esos núcleos menores, la maldición del odio se va extendiendo por círculos concéntricos cada vez más amplios.
Jesús nos llama hoy a romper esa dinámica diabólica, respondiendo al mal con el bien, a la ofensa con el perdón, al odio con el amor. ¿Está aquí Jesús recogiendo simplemente una exigencia que podemos encontrar en otras tradiciones morales (la benevolencia budista o estoica, la filantropía clásica o el altruismo moderno)? ¿Está expresando, junto con todas esas tradiciones un mero ideal, prácticamente imposible de traducir a la vida real? Ni una cosa, ni la otra.
Jesús, al proponernos el mandamiento del amor, y su radical expresión en el amor a los enemigos, nos está transmitiendo su propia experiencia de Dios, nos está trasladando, además, la actitud real de ese Dios hacia nosotros. La originalidad del mandamiento del amor universal, que incluye hasta a los enemigos, deriva de la nueva imagen de Dios, del Dios Padre de todos, que Jesús ha venido a traernos. No es fácil aceptar esa radical novedad. Muchos recordamos la vieja definición de catecismo que decía que Dios es el creador de todas las cosas “que premia a los buenos y castiga a los malos”. También los cristianos tenemos que hacer el esfuerzo por convertirnos continuamente a ese Dios del que nos habla Jesús, que ama a todos incondicionalmente, y es bueno para con los ingratos y malos. El amor a todos, también a los enemigos, poco tiene que ver que con esas actitudes (por lo demás, tan admirables como insuficientes) de una suerte de filantropía o benevolencia universal que procede sobre todo de una ascética indiferencia, de un apagamiento de la capacidad de sentir y padecer, al estilo estoico o budista. El amor a todos, y también a los malos e ingratos (y ahí estamos todos, de un modo u otro), Jesús lo ha traído y transmitido sintiendo, llorando, padeciendo, hasta dar la vida. Es, pues, un amor activo, sentiente, en ocasiones doloroso. No pensemos que el amor se reduce al sentimiento positivo de simpatía. Se puede amar al que me resulta antipático, a aquel contra el que me surgen espontáneamente sentimientos negativos (hasta de odio), absteniéndome de responder al mal con el mal, y, yendo más allá, respondiendo al mal con el bien: la bendición, la oración, el perdón, la generosidad activa.
Y todo esto no se limita a un ideal de imposible cumplimiento. Ya hemos dicho que es lo que Dios hace con nosotros, que nos convertimos en sus enemigos por el pecado. Pero es que además lo hace humanamente, en la carne de Cristo, de modo que esas actitudes divinas se han convertido en humanas. Y nosotros, acogiendo a Cristo, unidos a Él y en su seguimiento podemos hacer nuestros sus mismos sentimientos (cf. Flp 2, 1), sus mismas actitudes, su mismo modo de vida (cf. 1 Jn 2, 6). No es fácil, implica aceptar la cruz, pero es posible. Los santos que han vivido de esa manera no eran seres angelicales, sino seres humanos, exactamente igual que nosotros.
Es verdad que se trata de un modo de vida que está más allá de nuestras posibilidades naturales (pecadoras y gentiles), las del primer Adán, por eso no se limita a un mero ideal ascético (aunque tengamos que poner nuestra parte, es verdad). Se trata de una posibilidad real si aceptamos el don, la gracia de la vida en Cristo. En él nos revestimos del nuevo Adán, del hombre celestial que ha venido a nosotros, y ha traído el cielo (la vida de Dios) a la tierra. Revestidos de Cristo, efectivamente, nos hacemos embajadores en la tierra de la vida plena a la que estamos llamados y que anticipamos con las actitudes concretas del amor: la nobleza (que tan bien encarna hoy el futuro rey David), la generosidad, el perdón, la ayuda a los necesitados, la misericordia… No estamos llamados a la perfección de una vida sin tacha alguna (que nos conduciría muy probablemente a la soberbia), sino a la perfección posible de la misericordia: sed misericordiosos (con los demás), como vuestro Padre es misericordioso (con vosotros).
Si lo pensamos bien, la propuesta de Jesús tiene mucha más lógica de lo que pudiera parecer en un principio. Nos propone volver por activa la célebre regla de oro: no simplemente, no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan (cf. Tb 4, 15), es decir, no simplemente abstenerse de hacer el mal, sino “tratad a los demás como queréis que os traten a vosotros”, esto es, una actitud activa y constructiva. Y ¿qué es lo que queremos que hagan con nosotros? ¿No queremos, acaso, que nos acepten, nos reconozcan, nos ayuden en la necesidad, nos perdonen dándonos un nueva oportunidad cuando algo hemos hecho mal? Lo que queremos, en el fondo, es que nos amen. Si Dios nos ha concedido generosa y gratuitamente su amor (Cristo es el Amor de Dios encarnado), podemos tomarlo, y darlo a nuestra vez, con generosidad y sin límites. Ese es el verdadero principio de un mundo nuevo, en el que habite la justicia, es el anticipo en la tierra de la nueva Jerusalén, es la medida con que Dios nos mide, con la que debemos aspirar a que Dios nos mida a nosotros.