Rema mar adentro. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 5º domingo del tiempo ordinario
El texto de Isaías que abre hoy la escucha de la Palabra muestra expresivamente la reacción del hombre religioso ante la visión de Dios: el misterio “tremendo y fascinante” suscita la conciencia de la propia y radical indignidad y el terror sacro, que evoca a la muerte. Dios remedia la situación mediante la purificación ritual, a la que sigue el envío. Esta visión tremenda contrasta con la presencia inmediata y accesible de Jesús, que se manifiesta, en el polo contrario, como el Dios cercano, el Emmanuel, el “Dios con nosotros”. No sólo el elegido purificado por el fuego sagrado tiene acceso a Cristo, sino que también la multitud puede verlo y escuchar su palabra.
Jesús habla, pues, a las masas. Su Palabra y la salvación que comunica no conocen fronteras: no son para una élite, ni se exigen credenciales nacionales, raciales, sociales o morales para entrar a formar parte del auditorio de Jesús. Éste habla desde la barca de los pescadores que se convertirán pronto en sus discípulos. Vemos en la barca de Simón un símbolo de la futura Iglesia, desde la que Jesús habla a todos. En esta predicación desde la barca descubrimos la universalidad sin restricciones que caracteriza al mensaje evangélico proclamado por la Iglesia.
Ahora bien, esta proclamación, ¿qué eco tiene? ¿Cómo acogió aquella multitud la Palabra de Dios de labios del nuevo Maestro de Nazaret? El evangelio no nos lo dice. Las reacciones ante la Palabra y ante el mismo Cristo serían muy diversas, como la parábola del sembrador nos da a entender en otro lugar. Jesús lanza la semilla, y cada uno debe responder a esa llamada. Lo que parece claro es que si se acoge la Palabra de Jesús en serio y hasta el final, no es posible quedarse “en la orilla”. La orilla, punto de partida inevitable, es insuficiente, pues indica falta de profundidad, superficialidad. El que escucha la Palabra y la acoge en serio es inmediatamente invitado a remar “mar adentro”, “duc in altum”, a alta mar, allí donde las aguas van profundas. Y para ello es necesario “mojarse” y montarse en la barca.
En el evangelio de hoy sólo Simón y sus compañeros son invitados a realizar ese viaje “a lo profundo”, pero en ellos hemos de ver a todo ser humano que escucha el mensaje de Jesús, no importa en qué circunstancias: en la masa anónima de la multitud, en la orilla del lago, de manera casual, superficial, atenta… La cuestión es que si se da el encuentro con este Dios cercano y que nos habla con palabras humanas, estas son, ya en sí mismas, una invitación a embarcarse e ir lo profundo.
Sin embargo, esta invitación encuentra en nosotros resistencia, como vemos también en Pedro. Ir a lo profundo exige mucha dedicación, mucho tiempo; y los frutos de esta brega resultan problemáticos, con frecuencia, incluso, parecen estériles. Una tentación permanente de la vida cristiana en todas sus vocaciones es permanecer en la orilla, donde todo está claro, hay movimiento, gente, donde nuestra atención está entretenida, donde, además, podemos dedicarnos a las múltiples urgencias que nos presenta la vida y que nos dan la sensación de hacer cosas útiles y con sentido. Allá, donde las aguas son hondas, hay que bregar en la soledad y en la noche; y no es raro que nos embargue la sensación de que todo esto es inútil y sin sentido. Para que la excursión a lo profundo dé sus frutos es importante, primero, perseverar con paciencia; y, además, confiar. Es Jesús mismo el que nos invita a dirigirnos allí y a trabajar en esos parajes. Sólo así la Palabra escuchada en la orilla, pero meditada, contemplada, escuchada en la soledad de la noche, puede, en su momento, dar frutos inesperados y abundantes, que sobrepasan todas nuestras expectativas.
Y cuando se produce el encuentro profundo con la Palabra de Jesús, con la Palabra que es Jesús, se reproduce el sentimiento de la propia indignidad que embargaba a Isaías, pero esta vez ante el Dios cercano y humano, sí, pero Dios al fin y al cabo. La reacción “apártate de mí, Señor, que soy un pecador” ya no la pronuncia Simón, sino, a tenor del texto evangélico, Simón Pedro. Es una reacción que supera con mucho la mera admiración ante un hecho inexplicable: es la expresión de un sentimiento religioso, similar al de Isaías, una verdadera confesión (“Señor”) por parte de un pescador (Simón) que ha empezado a convertirse en discípulo (Pedro). La cercanía de Dios en la humanidad de Jesús no está destinada a eliminar el sentimiento religioso fundamental de veneración y adoración, sino sólo a despojarlo del terror sagrado que suele acompañarlo. “No temas”, “no tengáis miedo” nos dice Jesús con frecuencia.
El relato evangélico de hoy nos habla, por un lado, de la misión apostólica de la Iglesia, que tiene que combinar con equilibrio el trabajo extensivo y el intensivo. El extensivo es la proclamación de la Palabra a todos, con sentido de universalidad y evitando todo sectarismo: la Iglesia no vive ni trabaja para sí misma, sino que debe ser como la barca desde la que hoy habla Jesús, un lugar abierto, accesible, al que todos pueden acercarse. Pero esto no agota su misión, sino que esa misma proclamación tiene que ser una invitación dirigida a todos para subirse a la barca en la que se sienta Jesús, para ir a lo profundo. Para profundizar es preciso que existan ámbitos, lugares, personas que propicien esa labor paciente, larga, difícil pero imprescindible para que se den los frutos inesperados y abundantes no sólo para los que los pescan, sino para ser compartidos, pues están llamados a alimentar a muchos. En la Iglesia hay vocaciones especiales dedicadas a “ir a lo profundo”: los contemplativos, las personas consagradas en general, los sacerdotes que proclaman la Palabra, también los laicos que, en determinados movimientos y corrientes de espiritualidad, tratan de profundizar en su vocación laical, matrimonial, profesional. En realidad, todos los fieles cristianos están llamados, cada uno según su propia condición, a escuchar la invitación y hacer el esfuerzo de remar mar a dentro. Por eso, este texto nos interpela también, por el otro lado, más personal, sobre nuestra relación con la Palabra de Cristo: ¿la escuchamos sólo circunstancialmente, en medio de la multitud, en la orilla, superficialmente, por ejemplo, mediante un cumplimiento más o menos formal de nuestras “obligaciones” cristianas? O, ¿hacemos, además, el camino de la meditación personal de la Palabra, perseverante, esforzada, a veces en la oscuridad, pero en la confianza de que acabaremos recibiendo frutos de vida que superan toda expectativa?
A veces se dice que la oración y la contemplación son actividades inútiles, propias de personas que huyen de la dureza de la vida y se refugian en “la mística”. Los que así hablan, además de desconocer las riquezas que esconden las aguas profundas, no tienen idea del temple, la paciencia, la fortaleza de ánimo que requiere perseverar en esa brega frecuentemente nocturna. Oración y contemplación no son actividades para débiles de espíritu, sino para espíritus fuertes, que se fortalecen precisamente en esa actividad tan “inútil” como esencial.
Esta fortaleza es necesaria también porque esa confrontación con lo profundo implica mirar cara a cara las propias sombras, hacerse consciente del propio pecado, como Pedro nos revela hoy. Y sólo así, reconociendo sinceramente la condición pecadora ante el único que puede limpiarnos, es posible superar todo temor y pasar a la relación de plena confianza.
Sólo el encuentro con Jesús y su Palabra en lo profundo nos descubre hasta el final quién es Él, y también quiénes somos nosotros ante Él. El que escucha la Palabra en lo profundo y ha probado mínimamente las riquezas encerradas ahí, no puede no comunicarla. Jesús, que nos interpela y llama con su Palabra, también nos envía. En todo esto se da una interesante combinación de afirmación y transformación del propio ser. Dios al llamarnos y encontrarse con nosotros en lo profundo respeta y confirma nuestro ser. Si somos pescadores, lo seguiremos siendo. Pero, tocados por la experiencia de la profundidad, nuestro ser ya no puede no hablar, y lo hace como eco de la Palabra, “diciéndola” en aquello que hacemos y vivimos. Simón se convierte en Pedro, el pescador del mar del lago de Genesaret, en pescador de hombres en el mar del mundo. De modo similar, Saulo, el defensor intransigente del judaísmo y perseguidor de la Iglesia, se convierte en Pablo, el apóstol, trabajador infatigable en la extensión del Evangelio “que nos está salvando”. Y así, cada uno de nosotros, de acuerdo a la vocación cristiana que le ha tocado vivir, puede preguntarse cómo, sin dejar de ser el que es, se ha convertido en un testigo que refleja en su vida la Palabra de Cristo, y transmite y comparte el fruto de su particular pesca milagrosa.
Puede sorprender la prontitud con que Simón Pedro y sus compañeros, Santiago y Juan, abandonan todo y se marchan en pos del Maestro. Pero no hay de qué sorprenderse, si caemos en la cuenta de que este seguimiento se produce tras el encuentro con Cristo “en lo profundo”. Hay un vínculo esencial entre la invitación a remar mar adentro y la llamada al seguimiento.
A veces, ser cristiano y vivir en el seguimiento de Jesús se nos hace difícil y cuesta arriba. Ciertamente, en este camino existen dificultades reales objetivas que Cristo no nos ha ocultado. Pero existen otras, subjetivas, que dependen de nuestra propia superficialidad, de nuestro empeño en permanecer en la orilla, de nuestra resistencia a ir a lo profundo y bregar en la oscuridad de la noche. Acojamos, pues, hoy la invitación de Jesús, “rema mar adentro” y, confiados en su Palabra, tratemos de hacer la experiencia de la profundidad.