Lo mejor está al final. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F, para el 2º domingo del tiempo ordinario


Comenzamos ya la segunda semana del tiempo litúrgico ordinario, pero seguimos percibiendo los ecos de las pasadas fiestas navideñas y, concretamente, los de su culminación en la Epifanía. De hecho, tradicionalmente la liturgia ha visto la manifestación de Jesús en los tres momentos que se han sucedido desde el 6 de enero hasta este domingo segundo: la adoración de los Magos de Oriente, el Bautismo de Jesús y la Boda en Caná de Galilea.

El Evangelio de Juan sitúa la manifestación (o aparición pública de Jesús) en el contexto de una boda a la que estaban invitados el mismo Jesús con sus discípulos y su madre María (que, a tenor del texto, estaba invitada independientemente de Jesús). De este modo, Juan retoma una imagen central del Antiguo Testamento para expresar la relación de Dios con su pueblo Israel: la del amor esponsal. El amor entre el marido y su esposa expresa el máximo grado de unión, intimidad y compromiso. Pero Dios experimenta continuamente las infidelidades de su pueblo, que muchos textos veterotestamentarios reflejan en términos de infidelidad matrimonial. Está de triste actualidad, por noticias que saltan con frecuencia a los medios de comunicación, los durísimos y crueles castigos que aquellas sociedades (y algunas de hoy) reservaban para los pecados de adulterio, aunque sólo si estos eran cometidos por la esposa. En el lenguaje simbólico del Antiguo Testamento, el papel de la esposa lo encarna el pueblo. Es, pues, de esperar que las infidelidades continuas a su alianza con Dios atraigan sobre Israel castigos que pueden llegar a su total destrucción. Sin embargo, especialmente en los textos proféticos, la cólera de Dios por la infidelidad de su pueblo no se traduce en una voluntad de castigo y destrucción, sino que, paradójicamente, acaba siempre en palabras de perdón, en renovadas y conmovedoras declaraciones de amor y restablecimiento de la Alianza, en la promesa de un desposorio perpetuo que ya no se romperá nunca. El texto de Isaías de la primera lectura de hoy es un ejemplo elocuente (y bellísimo) de esta especie de “locura de amor” por su pueblo, que rompe con todos los estereotipos punitivos y vindicativos propios de esa misma sociedad, de su ley religiosa (que mandaba lapidar a las adúlteras). Desde luego, hay que decir que, al menos en esto, la experiencia religiosa de Israel no es en absoluto una mera proyección de ideas o convenciones humanas, pues vemos cómo las promesas de Dios hacen caso omiso de las mismas y no tienen empacho en contradecirlas abiertamente.

Si la revelación no ha encontrado mejor modo de expresar el amor de Dios por su pueblo que el del amor esponsal, quiere decirse que este género de amor, por su propia naturaleza, no puede reducirse a un capricho subjetivo, a un mero contrato de conveniencia que puede hacerse a la ligera y disolverse del mismo modo, con consenso de las partes o sin él. Existe en estas relaciones una exigencia de responsabilidad en su punto de partida; y una semilla de eternidad, incondicionalidad y fidelidad en su realización en el día a día.

Así pues, no es extraño que Juan, apelando a una larga tradición bíblica, elija el contexto de una boda para situar en ella el comienzo de la actividad pública de Jesús, y narrar en ella el primero de los “signos” que la jalonan. De hecho, los capítulos 2-12 de este cuarto Evangelio se han dado en llamar el “Libro de los signos”, siete en total[1]. En este primer signo se afirma con claridad que el desposorio definitivo de Dios con su pueblo se cumple ahora, en la persona de Jesús. Con Él se pone fin a la situación de provisionalidad, penuria, postración y vergüenza en que se encuentra el pueblo de Dios. Ahora se hace verdad que “la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo.” En definitiva, aquí y ahora realiza Dios lo que prometió en tiempos remotos.

El aquí es Galilea, el lugar en el que Jesús inicia su ministerio, pero también el de la manifestación a los discípulos después de la resurrección: “Él va por delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis” (Mc 16, 7). El ahora es “al tercer día” (o “tres días después”, aunque la lectura de hoy no recoge estas palabras que abren la narración de todo el pasaje). El tercer día es para Juan el día de la glorificación de Jesús (cf. Jn 12, 23), que para él significa tanto la hora de la cruz como la hora de la Resurrección. Así pues, se pone desde el principio el ministerio público de Jesús en relación con el misterio de su muerte y resurrección. Es posible que la resistencia de Jesús a intervenir ante la petición de su madre esté en relación con esto: “Mujer, déjame, todavía no ha llegado mi hora”, aunque bien podría traducirse en forma de pregunta: “Mujer, ¿es que ha llegado mi hora?”

El texto no dice quiénes eran los esposos, no da ningún detalle sobre la posible relación de Jesús y su madre (a la que nunca se llama por su nombre) con esos anfitriones anónimos. El foco de atención está totalmente centrado en la madre de Jesús y en él mismo. La madre de Jesús interviene ante una situación penosa (vergonzosa y humillante, en lo que debería ser la alegría del desposorio), que recuerda la indicada antes para el pueblo de Israel (y, en él, de la humanidad entera). Ante la resistencia inicial de Jesús, ella insiste y ordena a los servidores con una confianza absoluta: “haced lo que él os diga”. Este texto es el primero del Evangelio de Juan en que aparece María. Juan, que ha hablado de la “encarnación” (la Palabra se hizo carne), no había hecho mención a la madre de Jesús. Ahora, en cambio, se ve cómo Jesús “entra” en la historia, en el sentido de su actividad pública, en su “hora”, por la mediación de su madre.

La acción de Jesús, entonces, se centra en las seis enormes tinajas de piedra (“de unos cien litros cada una”), usadas para la purificación de los judíos. El número seis refleja una ausencia de perfección (aunque está cerca de ella, que se representa con el número siete). En el hecho de que sean de piedra vemos una referencia a la antigua ley de Moisés, grabada en tablas de piedra; una referencia que sí puede claramente descubrirse en el hecho de que sean para las purificaciones de los judíos: la enorme cantidad de agua habla de la enormidad del pecado humano. En una palabra, la antigua ley, orientada a la purificación de los pecados, se revela como imperfecta e insuficiente, se trata de una alianza no definitiva, que prepara pero no puede otorgar la plenitud de la salvación. La penosa situación que se ha creado en lo que debería ser una fiesta también habla del agotamiento de la ley mosaica y, probablemente, de la insuficiencia del Bautismo de Juan. Pero es una insuficiencia que no implica un rechazo o una condena. Igual que Jesús se somete al Bautismo de Juan y lo supera, bautizando con Espíritu Santo y fuego, ahora Jesús realiza la superación de la antigua ley partiendo de ella.

Así, Jesús manda llenar las tinajas de agua y, sin más preámbulos, ordena llevarle un poco al mayordomo. Se ve que la acción de Jesús no está dirigida simplemente a resolver un apuro ocasional. En primer lugar, llama la atención la cantidad exagerada de agua y de vino: unos seiscientos litros. En segundo lugar, se subraya su extraordinaria calidad. Ni una cosa ni otra tienen sentido en relación con la situación creada: ni hacía falta tanto vino al final de la fiesta, ni era necesaria esa alta calidad, dado el estado de los invitados. Es decir, Jesús “dice” con su signo algo muy distinto: la superabundancia del vino es señal de que los tiempos mesiánicos se han inaugurado, de que el Reino de Dios se ha hecho presente. Y esta nueva etapa supera en mucho a la anterior. El vino nuevo y festivo de las bodas de Dios con su pueblo es mucho más y mucho mejor que la vieja ley y los antiguos ritos de purificación. Aunque, como ya se dijo, no haya de faltar el sufrimiento de la cruz. En el vino nuevo se prefigura también la sangre derramada en la Cruz, con la que Jesús, el Cordero inmaculado, sella una alianza nupcial nueva y definitiva. Con otras palabras, viene a decir lo mismo Pablo: “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20).

Ahora entendemos por qué los esposos de estas bodas de Caná no aparecen por ningún lado. El verdadero esposo es aquí Dios, en el rostro de Jesús, nuevo Adán; y la esposa, la Mujer, nueva Eva, es, al mismo tiempo, la madre de Jesús, que representa a todo el nuevo pueblo de Dios. Dios reúne de nuevo a su pueblo, en el que la ley está escrita en el corazón y que hace lo que él les dice, un pueblo que, como María, escucha y acoge la Palabra y la pone en práctica.

Todo lo que sucede en Caná de Galilea tiene el sentido de una Epifanía, de una revelación. Por ello, los discípulos, primicias tras María, del nuevo Israel, sienten fortalecerse su fe en él.

Por la fe, los discípulos se convierten en servidores del vino nuevo del Reino de Dios. Realmente, es significativo el papel de los servidores de la boda. El texto dice que el mayordomo no sabía de dónde venía ese vino, mientras que los servidores sí lo sabían. Esto significa, tal vez, en primer lugar, que el vino del Reino de Dios es ofrecido a todos sin excepción: a los que reconocen a Cristo y a los que todavía no lo conocen. Es decir, los frutos positivos del Reino de Dios, el reconocimiento de la dignidad del hombre como imagen e hijo de Dios, los valores del perdón y la misericordia, la solidaridad y la acogida del extraño, y así un largo etc., son parte de ese vino nuevo que muchos beben sin saber de dónde viene. Mientras que, en segundo lugar, los servidores del vino, los que lo recogen y distribuyen, sí saben de dónde viene. ¿No hemos de ver en éstos la imagen de los discípulos y creyentes de Jesús, que hacen lo que él dice y sirven a los demás desinteresadamente, dándoles de los frutos de la acción de Cristo, que inaugura una nueva etapa en las relaciones entre Dios y los hombres?

Los creyentes como servidores de la comunidad de hermanos, pero también de la humanidad entera, según la diversidad de dones que cada uno ha recibido del Espíritu, es una imagen paulina que expresa bien el núcleo de nuestra vocación cristiana.

Así que, hoy, en Caná de Galilea, Jesús empieza sus signos, crece nuestra fe de discípulos en él, y esto nos da más fuerza para hacer lo que nos dice y servir mejor (el vino nuevo de la filiación divina y la fraternidad) a todos los seres humanos, nuestros hermanos.

[1] Juan no habla de “milagros”, sino de signos o señales de la presencia del Reino de Dios o del cumplimiento de las antiguas promesas precisamente en la persona de Jesús. Estos siete signos son: la conversión del agua en vino; la curación del hijo del funcionario real (4,43-54); la curación del paralítico junto a la piscina de Betesda (5,1-9); la multiplicación de los panes (6, 1-13); Jesús camina sobre las aguas del lago (6,16-21); el ciego de nacimiento (9,1-12); y la resurrección de Lázaro (11,1-57).