Caminarán los pueblos a tu luz. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para la solemnidad de la Epifanía

«El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande» (Is 9, 2) escuchamos en la Misa de la Vigilia de la Navidad. Esa luz, «el Sol que nace de lo alto» (Lc 1, 78), es Jesucristo, nacido en Belén de Judá. Ha venido a iluminar la oscuridad, que, a causa del pecado, envuelve nuestro mundo y nuestra historia. Es verdad que ha nacido en Belén de Judá, pero, como sucede con la luz del sol, no puede convertirse en una propiedad privada, exclusiva de un pueblo, de un grupo o de una iglesia. La luz no se puede ocultar, no se debe negar a nadie.

La fiesta de hoy, la Epifanía, esto es, la manifestación del Señor, es esencial para comprender el significado universal del nacimiento de Cristo.

Tiene sentido, sin embargo, la concreción de su nacimiento en Israel, en Belén, de la estirpe de Judá, de la dinastía de David, en un determinado pueblo, perteneciendo a una raza y cultura concretas y que habla una determinada lengua. Toda esta concreción nos habla de su realidad personal: Cristo no es una “idea”, un sistema moral, una visión del mundo más o menos coherente… No es un “Cristo cósmico”, abstracto, simbólico, que se puede multiplicar en distintos personajes históricos. Es Jesús, el hijo de María, una persona única con toda la concreción y limitación de la existencia personal, y que, gracias a la encarnación, se ha hecho cercano, visible, accesible.

Pero este «en» no debe hacernos perder de vista el «para» quién ha nacido Jesús: para todo el mundo. En Dios no hay propios (por ejemplo, los judíos, o los cristianos, o los católicos) y extraños (como los gentiles, o los paganos, o los no creyentes). Si todos nos hacemos extraños a Dios por el pecado, Dios nos trata a todos como propios por la encarnación y el nacimiento de su Hijo Jesucristo.

Los magos de oriente representan hoy esa universalidad del significado del nacimiento de Cristo Jesús. Representan a todos esos que no son miembros del pueblo elegido, pero que, de un modo u otro, buscan al Cristo que ha nacido para todos, para la salvación de todos, que es el Sol que nace de lo alto, la Palabra y luz verdadera que, al venir al mundo, ilumina a todo hombre (cf. Jn 1, 9).

¿Cómo pueden buscarlo, si no disponen de la luz y caminan en tinieblas? Lo buscan por medio de pequeñas luminarias, estrellas, que reflejan la luz procedente de Dios. Existen, de hecho, esas estrellas que nos orientan hacia Dios: la bondad natural, que brilla más o menos débilmente en la conciencia de todo ser humano, la belleza, en la naturaleza y el arte, el conocimiento, como esforzada búsqueda de la verdad… Existen múltiples valores que son como estrellas que indican que existe la fuente de la luz (Dios) y acercan a ella por distintos caminos. Todos los seres humanos, todos los pueblos, épocas y culturas tienen sus estrellas. Pero para llegar a la plenitud de la luz necesitan, además, el empujón de la gracia, la ayuda de la Revelación que Dios hace de sí mismo por medio del pueblo elegido: gracias a él, a la Revelación que Dios nos transmite por medio de él, el objeto de esa búsqueda adquiere un rostro y un nombre concreto: es Jesús, nacido en Belén de Judá de una virgen, llamada María.

Para poder celebrar hasta el final la Navidad tenemos que hacernos conscientes de esta universalidad del nacimiento de Cristo. No podemos tratarlo como una propiedad privada, por ejemplo, como una mera tradición, propia de ciertos pueblos y culturas. Los que pretenden suprimir los símbolos navideños «para no ofender a los creyentes de otras religiones y culturas» es evidente que se han puesto a sí mismos fuera del significado de lo que celebramos: no se dan cuenta de que no se puede ocultar la luz, ni hacer del sol una propiedad privada. Y, cuando celebramos con plena consciencia el nacimiento de Cristo, no sólo no pretendemos ofender a nadie (no creyentes o creyentes de otras religiones), sino que, al contrario, les decimos que apreciamos y acogemos sus estrellas, y que queremos hacerles partícipes de la luz plena que resplandece en Jesucristo.

Y es que, hoy, ese pueblo elegido, depositario de la Revelación, somos nosotros, los cristianos. No por tener la luz de la fe en Cristo negamos el valor de las estrellas (la bondad, la belleza, la verdad) de los que no comparten nuestra fe, sino que les avisamos de que la luz de las mismas tiene su origen en el Niño nacido en Belén.

El Evangelio de Mateo contiene a este respecto una grave advertencia para el pueblo elegido (para nosotros, por tanto). La reacción de Herodes (y con él, de todo Jerusalén) es de sobresalto, de celos, de temor a perder poder y privilegios. Los depositarios de la Revelación pueden (podemos) resultar infieles a ella: pueden (podemos) tratar de ocultar la luz, de cerrarse a ella, de acallar la Palabra, incluso, como Herodes con los santos Inocentes, de eliminarla con violencia.

Jesús mismo nos advierte del absurdo de esta cerrazón, recordándonos la universalidad del amor de Dios, y del amor que tienen que practicar los hijos de Dios, «que hace salir el sol sobre buenos y malos y envía la lluvia sobre justos y pecadores» (Mt 5, 45). Somos depositarios y administradores de esta fe para trasmitirla, anunciarla, testimoniarla al mundo entero: «tus hijos llegan de lejos», profetiza Isaías; «también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo, por el Evangelio», nos avisa Pablo. Para celebrar de verdad y hasta el final la Navidad, tenemos que abrir nuestros corazones al mundo entero, a aquellos que nos parecen extraños, incluso enemigos, pero que tienen estrellas que apuntan al Cristo, que nosotros tenemos que mostrarles con nuestras palabras y obras, para que puedan acercarse al Niño y ofrecerle sus dones: el oro de la confesión de que este niño es realmente el descendiente de David, el Rey de Israel; el incienso de la adoración, que reconoce en el hijo de María al Hijo de Dios, en el que habita la plenitud de la divinidad (cf. Col 2, 9); y la mirra, que nos recuerda que su trono será la cruz, y que expresa la voluntad de consolar y atender al Cristo que sigue sufriendo en sus pequeños hermanos.