La Sabiduría del Amor. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F, para el segundo domingo después de Navidad


Leemos por tercera vez en una semana el Prólogo del Evangelio de San Juan. ¿Qué sentido tiene este volver una y otra vez a este texto? Volvemos una y otra vez a la contemplación del misterio. ¿Por qué? Si sentimos la necesidad de mirar una y otra vez una misma cosa esto puede ser un gesto de incredulidad: nos parece increíble que este niño nacido en un pesebre sea el Hijo de Dios, el que existe desde antes de los siglos, el Verbo poderoso por el que todo ha sido hecho y sin el que no se hizo nada de lo que se ha hecho. Esta incredulidad puede expresar una resistencia interna a la aceptación del misterio, es decir, una falta de fe. Es lo que significa ese “vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”.

Nos puede parecer que esto último no va con nosotros. Son otros lo que no lo reciben. Nosotros sí, nosotros creemos que el niño acostado en el pesebre o en los brazos de María es el Hijo de Dios . Pero no debemos precipitarnos. Es verdad que creemos en él, pero también puede ser que no lo hayamos aceptado del todo, que en ciertos aspectos lo estemos rechazando. Esto puede suceder de diversas formas. Así, si la Palabra que escuchamos y contemplamos no se convierte en criterio de nuestra vida, de nuestro comportamiento, si no es la guía de nuestras decisiones. O si decimos creer, pero no acudimos (como los pastores) a adorarlo (o lo hacemos sólo de ciento en viento): no lo recibimos en los sacramentos, en la Eucaristía, en la reconciliación, en la lectura y escucha asidua de la Palabra. O, si lo reconocemos en la humanidad de Jesús, en su presencia sacramental, pero no en esa otra presencia real que son “sus pequeños hermanos”, que sufren hambre, sed, frío, enfermedad, soledad, y no somos capaces de atenderlo. También, si tenemos respecto de ciertas personas concretas o de ciertos grupos humanos prejuicios que nos llevan a excluirlos, a no perdonarlos, a mantener actitudes de odio, de rechazo o de indiferencia… En todos estos casos, nosotros, creyentes, podemos estar rechazando a Cristo. Por eso nos hace falta volver una y otra vez al portal de Belén, para purificar nuestra fe, para que esta fe sea viva, operante, y nos lleve al arrepentimiento, a la generosidad, al perdón, al amor, que es la sustancia de Dios.

Ahora bien, la incredulidad puede ser también (y lo será sin duda) una especie de ceguera producida por el exceso de luz, que nos obliga a restregarnos los ojos para ver y convencernos de lo que nos parece increíble por admirable, por demasiado bueno. También esto nos lleva a volver una y otra vez al portal, a la lectura y relectura de este Prólogo del Evangelio de Juan.

Este retornar a la contemplación del misterio, sea como purificación de nuestra falta de fe, sea por la admiración que esta fe nos produce, es la fuente de la luz y de la vida, es el modo (el único modo) que tenemos de adquirir la sabiduría de la que nos habla la primera lectura, y también la carta de Pablo a los Efesios. La sabiduría de Dios que “se gloría en medio de su pueblo, abre la boca en la asamblea del Altísimo y se gloría delante de sus Potestades” es esa misma Palabra, por la que todo se hizo, y que Dios nos ha enviado (“habita en Jacob, sea Israel tu heredad”), que se ha hecho carne y ha puesto su tienda entre nosotros.

Hacernos sabios de esta sabiduría que no se adquiere en los libros, sino en el contacto vivo con la Palabra encarnada, exige constancia, perseverancia, paciencia. Por eso volvemos una y otra vez a ella. Así lo hacemos en estos días en que releemos varias veces este Evangelio, pero también a lo largo del año litúrgico, cuando celebramos cada domingo (cada día) la Eucaristía, y cada año volvemos a meditar y contemplar los misterios del nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección del Señor; o, en el rezo del breviario (oración oficial de la Iglesia), en que ésta ora cíclicamente con los mismos salmos. Pero no se trata de un “eterno retorno”, como el de los ciclos naturales, sino que es símbolo y expresión de esa perseverancia que nos permite profundizar en la comprensión de misterio, o, por mejor decir, permitimos que la sabiduría de Dios penetre siempre más y más en nosotros.

Se trata de una sabiduría no meramente teórica, son de un saber vital, por experiencia propia, de un “saborear”, que ilumina nuestros ojos (los ojos de la fe) para que podamos comprender cuál es la esperanza a la que nos llama, cuál la riqueza de gloria que nos da en herencia a nosotros, que, siendo pecadores, sin embargo, por su gracia, nos vamos haciendo santos e irreprochables ante él por el amor.