Que el Señor te bendiga, te proteja y te conceda la paz. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para la solemnidad de santa María, Madre de Dios


En estos días, antes y después del primer día del año todos intercambiamos buenos deseos. ¿Qué nos deseamos realmente? Salud, bienestar, éxito profesional… Los cristianos, tal vez, deberíamos cambiar todos esos buenos deseos por el de la bendición del Señor, o, al menos, sin renunciar a ellos, hacer de esta bendición el deseo fundamental: “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz.” ¿Qué más y mejor se puede desear?

La condición principal para expresar este deseo es creer que Dios es la fuente de toda bendición: que Dios dice nuestro nombre y lo dice para nuestro bien. Sin esta fe, el tiempo que discurre y nos arrastra se reduce al ciclo natural del eterno retorno, y los buenos deseos quedarán en eso, meros deseos, deseos hueros, sin verdadero fundamento, pues los males del año viejo, de todos los años, se repetirán con algunas pequeñas variaciones en este año que acabamos de estrenar.

Pero si creemos en Dios, en el Dios de Jesucristo, estamos de enhorabuena, porque esos buenos deseos ya se están cumpliendo: nuestro tiempo es un tiempo de plenitud, estamos en la plenitud de los tiempos, y Dios ya se ha fijado en nosotros, nos ha mostrado su rostro, su rostro humano en el de Jesús, y su rostro paterno por ese Jesús, nacido de una mujer (María), que es, además, el Hijo de Dios, y quiere incluirnos en su filiación divina, de modo que podemos clamar, como Jesús, al dirigirnos a Dios, Abba, Padre.

Así que somos depositarios de esa bendición del Antiguo testamento que se ha realizado en el Nuevo. No tenemos más que ir corriendo a recogerla, como los pastores, a reconocer en el niño nacido en Belén al portador de la bendición de Dios, y que anunciaron los ángeles en la noche de Navidad: “Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres que el Señor ama”. Acudir al portal a contemplar al Niño significa en la práctica dejar a un lado nuestras ocupaciones cotidianas, nuestros particulares rebaños, para dedicarnos por un tiempo a la contemplación, la escucha de la Palabra, la adoración en silencio.

Es verdad que, pese a esta bendición, sentimos muchas de las estrecheces y problemas, que el año viejo le pasa al nuevo. Dios ha venido a visitarnos, a mostrarnos su rostro, y camina con nosotros, pero no por ello todo en el mundo ha cambiado como por arte de magia. Y es que Dios no cambia las cosas a la fuerza, sin contar con nosotros, pues de este modo no haría sino prolongar los males que nos afligen, que son en gran medida consecuencia de imposiciones y decisiones que no cuentan con los demás. Dios, más bien, ha venido a proponernos cambios que sólo son posibles desde nuestra aceptación libre. Y es que, como nos recuerda Pablo en la segunda lectura, si la bendición del Señor consiste en liberarnos de la condición de esclavos (del destino, del pecado), para hacernos hijos en el Hijo, significa que somos libres, pero libres con esa suprema libertad que consiste en disponer de sí mismo para ponerse al servicio de los demás. No en vano la Iglesia consagra este primer día del año a María, Madre de Dios, que lo fue porque se hizo libremente servidora del proyecto salvador de Dios. Acogiendo libremente la propuesta de Dios, también nosotros nos convertimos en activos protagonistas de este proyecto: si acogiendo a Jesús, el Hijo de Dio y el hijo de María, nos convertimos en hijos, significa que nos hacemos también hermanos entre nosotros, miembros de una misma familia. Y, de esta manera, ponemos la base de la paz verdadera. Hoy, que la Iglesia dedica también a orar por la paz, comprendemos que la paz no es sólo un piadoso deseo, sino una tarea que tenemos que esforzarnos en establecer, por ejemplo, en nuestro entorno inmediato.

No es una tarea fácil, sino que está erizada de dificultades. Por eso, parte esencial de la bendición que nos deseamos en este día es la confianza, la paciencia, la capacidad de esperar. María, de nuevo, nos sirve de modelo: “María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”. Y es que no todo está claro desde el principio. Esta bendición se derrama y abre paso en medio de las oscuridades (las maldiciones, podríamos decir) de nuestro atormentado mundo, y esto requiere, para no desesperar, de paciencia y confianza.

Pero este “conservar todas estas cosas en el corazón” no implica una actitud pasiva, sino que es el comienzo de una participación activa en la bendición recibida: si hemos sido bendecidos por la filiación divina en Cristo, que nos hace hijos de Dios y hermanos entre nosotros, hemos recibido también la responsabilidad de comportarnos como hijos de Dios Padre, como hermanos de Cristo y, en él, de todos nuestros semejantes. Eso es testimoniar, de nuevo como los pastores, con palabras y con obras, lo que hemos visto y oído. De esa forma, no estaremos sólo expresando buenos deseos a los demás (el deseo de una bendición) sino que nos convertiremos en portadores y transmisores de esa bendición, colaborando a que los buenos deseos que expresamos se hagan realidad.

Y es importante, por fin, que este testimonio no sea el de un genérico y anónimo altruismo. Es preciso que, como al niño a los ocho días de su nacimiento, le pongamos nombre a esta bendición que hemos recibido y que queremos testimoniar a los transmitir a los demás: Dios nos ha bendecido en Jesús, el hijo de María, nacido en Belén, en quien Dios “nos ha bendecido con toda clase de Bienes, espirituales, en el cielo y nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia por el amor” (Ef 1, 3-4)