¿Por qué me buscabais? Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F, para la solemnidad de la Sagrada Familia
El nacimiento de Jesús significa que el Verbo de Dios se reviste de carne, y también del conjunto de relaciones en que la vida humana consiste. La primera de estas relaciones, fundamental para la existencia del hombre y su sentido, es la relación paterno-filial. Al aparecer en el mundo totalmente menesteroso y dependiente, el recién nacido percibe a sus padres (primero a su madre, después también a su padre) como una fuerza superior, providente y poderosa que remedia todas sus necesidades: alimento, calor, higiene, afecto, acogida. Esta inicial relación de dependencia garantiza la supervivencia física, provee de estabilidad psicológica (da seguridad, confianza y sentido: si todo lo hacen por mí, es que mi vida es importante); y, por fin, abre a la relación religiosa: la sumisión a los padres es temporal y provisional, al ir creciendo el niño, convertido en joven, descubre que sus padres son limitados. Esa limitación va aumentando con la edad, hasta el punto de que llega un momento en que la dependencia se invierte, y son los ancianos padres los que necesitan de la ayuda y el cuidado de sus hijos. La primera lectura lo expresa con claridad, subrayando primero la “mayor respetabilidad” de los padres y recordando, después, el deber de los hijos hacia los ancianos padres: no abandonarlos, no abochornarlos, honrarlos hasta el final. El cuarto mandamiento de la ley de Dios, el único mandamiento positivo de los referidos a nuestros deberes para con los demás, hace de puente entre los siguientes y los tres primeros: porque es en esa inicial y provisional relación vertical con los padres donde se configura la relación religiosa con Dios. El hombre aprende en ella a mirar hacia arriba con confianza en el poder benéfico y providente que, como acaba descubriendo, procede últimamente del Dios Padre de todos. Fácil es entender que si el niño es maltratado o no suficientemente querido, se produce una distorsión en su percepción del mundo, que dificultará muchísimo una relación equilibrada con los demás y una adecuada imagen de Dios. De ahí la extraordinaria responsabilidad de los padres hacia sus hijos, y también de ahí la autoridad de que han sido investidos por Dios.
Por el contrario, el amor y la acogida incondicional del niño lo va introduciendo poco a poco en formas sanas de relación con los demás, en las que ya no domina la “verticalidad” primera, sino la “horizontalidad” entre iguales, que va del elemental respeto mutuo, hasta la forma privilegiada y exclusiva del amor conyugal entre un hombre y una mujer. El texto de la carta a los Colosenses empieza con una exhortación a las verdaderas relaciones fraternas en su generalidad. No se trata de una pura idealización, sino que se hace cargo de las muchas dificultades que estas relaciones deben superar. De ahí que mencione enseguida la capacidad de aguante y el necesario perdón, que solo aparece cuando se dan ofensas y conflictos.
Cristo ha venido a sanar, salvar y restablecer al ser humano, incluyendo el conjunto de sus relaciones, también heridas por el pecado. En él, por el amor que nos da y para el que nos capacita, se hace posible recomponer la unidad entre los seres humanos, hacer de ellos un cuerpo armónico, vivir en paz. Sin embargo, precisamente cuando se refiere a las relaciones familiares hay algo en el texto que rechina en nuestros oídos: nos resulta difícil aceptar esas expresiones que llaman a la “sumisión” de las esposas; a algunos puede ser que incluso la exhortación a la obediencia de los hijos les suene mal. Pero es importante leer estos textos en la clave adecuada: y esta no es el moderno concepto de igualdad, sino la idea evangélica del amor. En este y en otros textos de Pablo, en los que parecen resonar condicionamientos culturales de la época, hemos de saber ver ante todo el espíritu evangélico que los anima, que habla de una sumisión libre y de una entrega total por parte de los dos cónyuges. Si la mujer se somete, lo hace no servilmente, sino libremente y por amor, el marido debe, por su parte, no dominar, sino entregarse sin reservas a su mujer, en la que ama a su propio cuerpo; del mismo modo que la autoridad paterna sobre los hijos debe evitar todo despotismo que exaspera y desanima, para que la obediencia de estos sea un camino de crecimiento hacia la propia madurez. El espíritu cristiano de amor y servicio mutuo no atenta contra la verdadera igualdad (la de la igual dignidad de hijos de Dios), sino que la garantiza del mejor modo, al tiempo que respeta las diferencias que enriquecen la unidad.
El mejor ejemplo de este espíritu lo encontramos en la familia de José, María y Jesús. Ahí vemos reflejado a la perfección el ideal de las relaciones familiares. Un ideal que no excluye ni esconde los inevitables momentos de dificultad y conflicto. Pues Jesús ha nacido para crecer y llegar a ser sí mismo. Y este proceso nunca es sencillo y pacífico. José y María son los mediadores de ese crecimiento. Los padres engendran, pero también y sobre todo ayudan a crecer. Aquí existe un matiz psicológico, que distingue el papel que juegan el padre y la madre: ésta es sobre todo el principio generador, la tierra, que acoge y engendra confianza; el padre es el principio de crecimiento, el ideal que exige y llama. En el caso de José, su papel tiene importancia capital en este segundo aspecto: representa el rostro humano de la paternidad, que Jesús experimenta como mediación de su experiencia filial respecto de su Padre, Dios.
El texto de hoy recoge, precisamente, un momento clave de inflexión en las relaciones familiares. Jesús ya no es un niño. Los doce años marcan el paso a la adolescencia, el umbral de la madurez. De ahí que José y María, que le van abriendo paso para que él emprenda su propio camino, le lleven por vez primera a Jerusalén. Y Jesús, haciendo uso de este primer momento de autonomía “se pierde”. Tal como suena el texto, da la impresión de que toma una decisión, para la que, además, no cuenta con la opinión de sus padres. No se trata de una travesura, sino de un primer paso en busca de su propia vocación.
Es bastante clara la alusión a la muerte de Jesús, cuyo cuerpo es el verdadero templo de Dios. Sólo a los tres días sus padres lo encuentran “en el templo”, sentado en medio de los maestros, como uno de ellos, pero escuchándolos y haciéndoles preguntas, y también dando sus propias respuestas. Jesús no está en el templo como en un refugio en el que escapar de los problemas e interrogantes de la vida. Al contrario: Jesús pregunta, plantea dudas, escucha, también avanza sus propias respuestas. Es decir, Jesús experimenta la vida y la relación con Dios como realidades abiertas, en las que no existen soluciones prefabricadas. Y de esta manera va comprendiendo su propia vocación: la total dedicación a las cosas de su Padre.
A los padres, normalmente, les cuesta entender que el hijo que hasta entonces ha sido “su niño”, completamente dependiente de ellos, empiece a caminar por sí mismo, a tomar sus propias decisiones. De ahí la pregunta de María, en la que se deja percibir un cierto reproche por la angustia de haberlo perdido. En la respuesta de Jesús suena, por un lado, la reivindicación de su propia autonomía (“¿por qué me buscabais?”); pero también una indicación precisa de dónde podemos encontrarlo, siempre que lo perdamos: en la “casa” de su Padre, o mejor, en las “cosas” de su Padre, que no son otra cosa que el anuncio y la implantación del Reino de Dios y la salvación de los hombres.
María y José no entienden la respuesta de Jesús. A veces a los padres les cuesta entender el camino de los propios hijos, y a todos nosotros nos cuesta percibir y entender a la primera la Palabra de Dios. La actitud correcta es la que nos enseña María: la paciencia y la confianza que dejan madurar la semilla de la Palabra y sus respuestas en el propio corazón. Esa misma paciencia y confianza la encontramos en Jesús: la autonomía recién estrenada no significa total independencia y ruptura. Tras la escapada adolescente Jesús “regresó con sus padres y vivía sometido a ellos”. Este sometimiento ya no es algo forzado por la total indefensión del recién nacido, sino fruto de una decisión libre. Como libremente se someterá a la voluntad de su Padre celestial, así ahora se somete con libertad a la autoridad (no despótica o exasperante, sino abierta, respetuosa) de sus padres en la tierra, para seguir creciendo y madurando. Y es que, en verdad, el hombre no crece ni madura cuando se afirma como centro del mundo y proclama una independencia tan absoluta como imposible, sino cuando, tomando las riendas de su propia vida, se consagra libre y no servilmente a algo (a Alguien) más grande que él, que lo libera, y que vale más que la vida.
Comprendemos a la luz de la Palabra la importancia de la familia en los designios de Dios, en el camino hacia la propia madurez humana y cristiana. También en la fe hemos de ir avanzando hacia la madurez del amor en el seno de la familia eclesial. Jesús es nuestro maestro y pedagogo. Si a veces se pierde y nos fuerza a buscarlo con angustia, ya sabemos dónde encontrarlo: en las cosas del Padre, inquiriendo, preguntando, escuchando y ensayando nuestras respuestas; y sometiéndonos libremente y por amor al servicio de nuestros hermanos.