Cómo nos habla Dios. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para la Navidad (Misa del día)


Posiblemente todos los creyentes nos hemos preguntado alguna vez, por qué Dios no se manifiesta de una vez por todas y nos habla con total claridad, con evidencia, con poder, de modo que nadie pueda resistirse a su presencia y todos queden finalmente convencidos de su existencia.

Pues bien, la segunda lectura de hoy, día de Navidad, viene a ser como una respuesta clara a esa pregunta (que tiene dejes de reproche y de exigencia). Dios nos ha hablado muchas veces, de muchas maneras, de todas las formas posibles. Y, finalmente, de una vez por todas, nos ha hablado por medio de su Hijo. Ese “en distintas ocasiones” y “de mucha maneras” significa que Dios nos ha avisado, llamado, sugerido, que ha llamado nuestra atención, para que pudiéramos escuchar bien lo que, de una vez por todas, nos quería decir. De hecho, cuando queremos decir algo importante, primero tratamos de llamar la atención de nuestro interlocutor, para que nuestras palabras no caigan en saco roto.

Cuando en la carta a los Hebreos se dice “en esta etapa final”, podemos entender que se trata de ese mensaje dicho “de una vez por todas”, con voluntad de decir las cosas sin que quepa la duda, con evidencia, de manera convincente y definitiva. De hecho, es Él mismo en persona quien ha venido a decírnoslo. Dios mismo en la Persona del Hijo es la Palabra que ha venido a visitarnos, que ha puesto su tienda entre nosotros, que ha asumido nuestra carne, “traduciendo” a lenguaje humano el mensaje del Dios eterno.

Y, ¿qué ha venido a decirnos? La mención al Hijo, por el que nos ha hablado, no es en absoluto ociosa. Jesús, nacido en Belén, es el mensaje y el mensajero. Si es el Hijo viene a decirnos que o a visitarnos, que ha puesto su tienda entre nosotros, que Él es el Hijo amado del Padre y que nosotros también podemos ser hijos de Dios. En una palabra, viene a decirnos que Dios nos ama, que nos ama incondicionalmente, y que quiere incluirnos dentro de sus relaciones familiares.

Puede ser que esta forma de hablarnos Dios “finalmente” no nos parezca tan convincente, pues es así que muchos la rechazan, la ignoran, la desconocen, incluso la desprecian. Pero si pensamos así es que no hemos entendido del todo (ni en parte) el mensaje. Porque lo que le estamos pidiendo (medio reprochándole, medio exigiéndole) es que se imponga con fuerza y con poder, y doblegue así a los rebeldes y refractarios.

Pero, ¿puede el Amor imponerse por la fuerza? Por la fuerza pueden imponerse unas ideas, una ideología, incluso, hasta cierto punto, una moral. Se puede obligar a la gente a que piensen de determinada manera, o que se abstengan de pensar de otra, o a que se comporten de cierto modo. Pero Dios no ha venido a hablarnos de esas cosas. No ha venido a convencernos de ciertas ideas o teorías verdaderas, no ha venido a decirnos cómo tenemos que comportarnos (y, claro, cómo no debemos comportarnos). No ha venido a someternos, obligarnos, prohibirnos, castigarnos, amenazarnos o asustarnos. Si fuera así, entonces sí que podría hablar de manera que debiéramos someternos a su poder, por las buenas o por las malas. Pero el poder de Dios no es igual que el poder humano, el poder carnal, el poder que tantas veces se manifiesta en su capacidad opresiva o destructiva.

Dios ha venido sólo a decirnos: “te quiero”, “os quiero”, “con amor eterno te he amado” (Jr 31, 3). Ha venido a dar, a darse, a sanar, invitar, a iniciar una amistad. Se trata de un poder positivo, que no hace ruido, que se hace cercano, accesible. Habla claro, pero desde el respeto de nuestra libertad. Por eso, podemos rechazarlo, desoírlo, despreciarlo, como tantas veces sucede: “vino a los suyos, y los suyos no le recibieron”. Pero podemos también aceptarlo, acogerlo, hacerlo nuestro. Y entonces nos hacemos partícipes de ese poder benéfico, constructivo, el poder del amor: nos da el poder de ser hijos de Dios.

Es importante entender bien lo que se dijo antes acerca de las ideas y del comportamiento moral. No se debe entender en el sentido de que el amor sea una realidad irracional, carente de lógica, ni tampoco que sea por completo indiferente a nuestro modo de actuar. Pero Dios no trata de inducirnos ideas, o de imponernos normas como condiciones de su Amor. No nos dice: pensad así o asá, haced esto o lo otro, absteneos de eso y lo de más allá, y os daré como premio mi amor. Dios nos ama sin condiciones, nos ama hasta el extremo, y nos dice y comunica ese Amor antes de que podamos hacer nada para merecerlo. Y lo dice y lo hace por medio de su Hijo, que es el Logos (razón y palabra) de Dios. El amor tiene su lógica, que no es la lógica formal, ni la lógica del dinero, ni la lógica del poder. Es la lógica de la entrega incondicional, de la generosidad, del perdón, de la confianza, de la fidelidad. Es una lógica infinitamente más poderosa que todas las otras lógicas que funcionan en el mundo, porque fue por ella por la que se hicieron todas las cosas, por la que todas ellas permanecen en el ser, por la que este mundo nuestro, pese a las lógicas destructivas que la atraviesan cada día, no se hunde definitivamente en la nada. Es la lógica que da vida, e ilumina el caminar de los hombres, a pesar de que la lógica de los poderes de este mundo difunden la oscuridad y siembran la muerte.

La lógica del amor es la propia de la relación, y, por eso, quien acoge el amor incondicional de Dios se conforma a la mente de Dios (cf. 1 Cor 2, 16), y al unirse a Cristo tratar de actuar y vivir como vivió Él (cf. 1 Jn 2, 6). Los que reciben el poder de ser hijos de Dios se convierten en mensajeros que anuncian la paz, que traen la Buena Nueva, que testimonian a Cristo. No son ellos mismos la luz, pero como el profeta Juan, son enviados por Dios a sus hermanos para dar testimonio de la luz, para decir a todos que también ellos son amados por Dios, para que vengan a la fe en Aquel que ha puesto su tienda entre nosotros.