Vivir con la cabeza alta. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el primer domingo de Adviento


El nuevo año litúrgico empieza enlazando con la reflexión con la que concluye el anterior. Incluso el Evangelio que abre este tiempo de Adviento está tomado de los capítulos apocalípticos de Lucas, que la Iglesia lee en la liturgia eucarística del final del año litúrgico.

El punto en común es la venida del Señor. Es verdad que, al ir declinando el año litúrgico, se pone el acento en “los últimos tiempos” que no hablan tanto del “fin del mundo”, cuanto de la dimensión de ultimidad que hay en la vida humana, y que nos invita a tomar decisiones a favor de los valores definitivos frente a los pasajeros en vista de la segunda venida de Cristo. El Adviento, en cambio, nos va preparando para celebrar su primera venida, el nacimiento de Jesús en Belén, hace ya más de dos mil años. Sin embargo, la liturgia nos invita a no separar demasiado estas dos venidas entre las que se tensa la historia humana. La primera venida de Cristo fue objeto de una larga espera por parte del pueblo de Israel, que, como pueblo sacerdotal, tomó sobre sí la representación de la humanidad entera, que, de un modo u otro, vive también en la tensión de la espera, siquiera sea por la presión de las estrecheces y las limitaciones que de múltiples formas experimenta y de las que se quiere liberar. Lo expresa con su característica fuerza expresiva el profeta Jeremías en la primera lectura. Es verdad que la forma de representarse el cumplimiento de la promesa del nuevo David no se correspondió del todo con lo que sucedió en Jesús de Nazaret, pero nosotros comprendemos desde la fe que los acontecimientos del nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección de Cristo superan infinitamente cualquier esperanza mesiánica puramente nacional o política.

Una vez que Cristo ya ha nacido y vivido entre nosotros, la Navidad a la que nos prepara el Adviento no se reduce a un mero recuerdo de algo pasado. La encarnación de Cristo y su presencia en la historia trasciende la materialidad del tiempo. Es verdad que ya ha sucedido. Es cierto que nosotros tenemos noticia de ello y, no sólo, sino que lo acogemos con la fe que reconoce en esos acontecimientos históricos la presencia poderosa y, a la vez, humilde y salvífica de Dios. Pero que ese acontecimiento trasciende la historia en su materialidad quiere decir que lo que significa está todavía en camino. Por un lado, son muchísimos los seres humanos que no han tenido noticia del mismo. Sea porque no lo saben en absoluto, sea porque, sabiéndolo como un dato histórico, no comprenden su profundo significado, ni lo aceptan con fe. Para todos ellos, Jesús, el Cristo está todavía por nacer. Para ellos, la historia se mueve por derroteros ajenos al designio amoroso y salvífico de Dios, desconocen que la eternidad se ha hecho presente en el tiempo, que la muerte ya ha sido vencida, que Dios nos ha mostrado su rostro paterno, que, en consecuencia, en ese hombre de Nazaret hemos adquirido la dignidad de hijos de Dios.

Aquí la Navidad y el Adviento que la prepara se convierten en un reto y una llamada para los creyentes: no podemos sólo “recordar”, ni sólo “celebrar”, tenemos que anunciar, que preparar el terreno a la venida todavía no realizada para muchos, crear las condiciones para el encuentro con Cristo. El “amor mutuo” como testimonio de la nueva vida inaugurada por el nacimiento de Jesucristo, y el “amor a todos”, como expresión de la apertura universal de esa misma vida, son, tal vez, la quintaesencia de este anuncio y esa preparación que se despliega en múltiples dimensiones e iniciativas.

Pero es que, además, la primera venida de Cristo, su nacimiento en la carne, tiene que seguir haciéndose realidad para nosotros mismos, los creyentes. Lo que dice Pablo sobre los sufrimientos de Cristo: “completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo” (Col 1, 24), podría aplicarse también a su nacimiento: cuántos aspectos de nuestra vida, de nuestra mentalidad y criterios, de nuestra forma de juzgar y reaccionar son todavía ajenos a la nueva época de la historia inaugurada por la venida del Hijo de Dios en la carne. Hemos de completar en nuestra vida el significado de la Navidad, preparándonos a nuevos encuentros con Cristo, a una nueva y más profunda compresión de su Palabra, a una vida más conforme con nuestra fe. La repetición cíclica de las fiestas y los tiempos litúrgicos, la vuelta repetida tantas veces a los mismos textos de la Palabra de Dios no deben ser una rutina mecánica y superficial de algo que “ya nos sabemos”, sino el retorno convencido de que hay todavía mucha luz que recavar, muchos tesoros escondidos para los que hasta ahora hemos estado como ciegos. También los creyentes tenemos que seguir anhelando ver al Señor.

Por fin, la primera venida realizada en el misterio de la Navidad significa el comienzo del camino humano de Cristo que culmina en el acontecimiento pascual: su muerte y resurrección. Y aquí tiene lugar algo que definitivamente trasciende toda limitación histórica. La muerte es lo más definitivo que hay en este mundo, en esta vida. En la pura perspectiva histórica, la muerte no tiene vuelta atrás. Pero la resurrección significa que eso definitivo negativo y destructor ha perdido su poder y su carácter terrible. La muerte es la cifra de todo lo catastrófico, lo temible que amenaza a la vida humana. Por más seguridades que busquemos acaba resultando que todas ellas son efímeras e impotentes, hasta las cosas más aparentemente sólidas y seguras, como la superficie de la tierra, el sol, la luna, los astros, acaban por tambalearse. Y esa inestabilidad pone en jaque todos nuestros proyectos individuales, todas nuestras utopías colectivas. Las palabras de Jesús en el evangelio de hoy no pretenden asustar o amenazar, sino hacernos comprender lo efímero de nuestro mundo, y hacernos mirar más allá de todos los acontecimientos del mismo, incluso los más terribles.

Con su muerte y resurrección Jesucristo ha introducido en la historia posibilidades inéditas. Normalmente los seres humanos tratamos de conquistar el futuro a partir del presente, mediante nuestro esfuerzo individual y colectivo. Hay en ello algo de inevitable y también de noble y de debido. Pero es claro que ese carácter efímero que afecta a nuestra historia y a nuestro mundo nos impide encontrar ahí el asidero de la salvación definitiva.

La resurrección de Cristo significa el triunfo definitivo sobre la muerte, como una posibilidad ofrecida a todos. Y ese triunfo ya ha acontecido. El futuro ya ha sido conquistado de una vez y para siempre por Jesús. Por eso, desde la fe, es posible conquistar el presente desde el futuro. La certeza de la victoria de Cristo sobre la limitación, el mal y la muerte nos ayuda a contemplar los acontecimientos del mundo y de la historia, incluso los más negativos, con la esperanza activa y la libertad de los que saben que toda negatividad ha sido ya derrotada. En medio de dificultades, estrecheces y sufrimientos, podemos sentir que nuestra liberación opera ya en la historia, que podemos vencer el abatimiento, alzar la cabeza, vivir con dignidad.

Mirando a la segunda venida, podemos considerar que los cristianos, en virtud de nuestra esperanza y nuestra fe, somos embajadores del futuro en el presente: con nuestras acciones, palabras, actitudes y criterios podemos y debemos anticipar ya en las condiciones actuales de la historia la realidad del futuro escatológico. Los embajadores no se desentienden de los lugares a los que son enviados, sino que, al contrario, se implican en ellos y tratan de aportar los valores de los que son portadores. El testimonio del amor mutuo y del amor a todos es también el puente que une las dos venidas de Cristo. Es posible, pese a todas las limitaciones, vivir en esta nueva vida que Cristo nos ha traído, precisamente porque él ya ha venido en la carne, porque sigue viniendo cotidianamente en la Palabra, los sacramentos y el testimonio de los que creen en él, porque está viniendo e ilumina ya desde el futuro escatológico el presente en el que vivimos.