El gran valor de lo pequeño. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 32º domingo del tiempo ordinario


Siempre he pensado que el libro Guiness de los récords merecería constar en ese mismo libro, porque constituye, él mismo, un verdadero récord, el de la vacuidad (por no decir, el de la estupidez). Este libro es un monumento al culto de la magnitud, del tamaño, que hace de la cantidad la medida de la calidad. La cantidad, la magnitud y el tamaño, desde luego, se imponen a la mirada. Para aquellos, que, como los escribas en el Evangelio de hoy, lo importante es hacerse notar, que los vean y reverencien, la cultura del récord es, sin duda, idónea, sobre todo, si no tienen otra cosa que mostrar que le mera apariencia externa (en este caso, religiosa). Para esta mentalidad y este modo de vida, en el que lo importante es el continente y no el contenido, si no te ven y reconocen es como si no existieras, aunque sea altamente probable que esa existencia esté vacía por dentro. Porque, por poner un ejemplo chusco, ¿qué interés puede haber en hacer la tortilla más grande del mundo (excepto el de que te inscriban en el dichoso libro), si luego resulta que esa tortilla no es la más rica del mundo, que es lo que, hablando de tortillas, realmente interesa?

Esta obsesión por ser los primeros y los más grandes revela, al fin y al cabo, nuestra propia vacuidad, es decir, la pérdida del sentido de lo que realmente vale. Y es que lo que vale de veras no se puede medir cuantitativamente. Y medir la calidad, por más que tal vez sea posible, es bastante más difícil. La tortilla más rica del mundo es la que le hace la madre a su hijo, y sólo él, al comérsela, es capaz de captar ese valor que no admite cuantificación.

Con lo que estamos diciendo tampoco queremos ensalzar las perspectivas mediocres, las aspiraciones de cortos vuelos, denigrando así el valor de la excelencia. Pero es que la excelencia no está ligada necesariamente a la magnitud y a la capacidad de atraer la atención de muchos, sino a la autenticidad. En el Evangelio de hoy Jesús llama, precisamente, a la autenticidad, que poco tiene que ver con el deseo de sobresalir y hacerse la propaganda (incluso, con buenas obras, por ejemplo, echando mucho dinero en el cepillo del templo, pero cuidándose bien de que se note).

En realidad, no importa mucho ser grande y famoso, ocupar cargos muy importantes y estar en el candelero público, cualquiera que sea el ámbito de actividad del que se trate (la política o la economía, el deporte o el arte, la religión o la ciencia). Estar en la cumbre, al final, es algo no sólo accesorio, sino con frecuencia también casual y dependiente de factores que escapan a nuestro control. ¡Cuántas veces son meras combinaciones de circunstancias las que encumbran al mediocre o al incompetente! Pero, incluso el que está en la cumbre de cualquier ámbito de la vida humana por méritos propios, por su propia excelencia, no puede olvidar que hay cumbre porque hay una base y todo un cuerpo de la montaña, sin los que él mismo no sería nada.

Así que lo importante no es dónde está uno y si llega o no a ser famoso: todo eso es polvo que se lleva el viento. No importa ser un político reconocido, o un gran médico, o un artista, o científico, o deportista de fama, sino ser un auténtico político, ocupado del bien común (como un sencillo alcalde de aldea), un verdadero médico, entregado a la salud de sus pacientes, un auténtico artista o científico o deportista, consagrado de corazón a la propia actividad. Es decir, lo importante es hacer cosas buenas y hacerlas bien, con el corazón, con convicción y autenticidad. La obra bien hecha, esto es, hecha en conciencia, por convicción y con generosidad, lleva en sí misma su propio premio y es independiente de que obtenga o no el reconocimiento social. Si éste viene, bienvenido sea, pero no depende de él el que nos dediquemos a la obra buena y perseveremos en ella. Y es que la vida humana está hecha en su mayor parte de hechos y situaciones menudas, aparentemente insignificantes, pero en las que vamos hilando, para bien o para mal, la trama de nuestra existencia. Es en la fidelidad de lo pequeño, como nos recuerda Jesús en otros momentos (cf. Mt 25, 21-23), en donde se deciden las grandes fidelidades.

Los maestros escultores medievales tallaban con todo detalle primorosas estatuas para los pináculos de las catedrales góticas, que nadie iba a poder disfrutar. Pero lo hacían movidos por el amor a la obra bien hecha y, sobre todo, por amor al Dios al que consagraban su arte. Creían en Dios y creían en lo que hacían.

Y es que la fidelidad en lo menudo, como hacer bien las cosas que hacemos, incluso las más aparentemente insignificantes, es también una cuestión de fe, esto es, de confianza.

En conclusión, podríamos extraer de las lecturas de hoy tres lecciones principales: 1) Como la viuda de Sarepta, ser generosos incluso en la necesidad, gracias a la fe/confianza en la palabra profética que Dios nos dirige de tantas maneras, pero especialmente por medio de su Palabra, proclamada y escuchada en la liturgia de la Iglesia. 2) Como la pobre viuda del Evangelio, ser capaces de darnos del todo en aquello que hacemos y a aquellos con los que y por los que vivimos. Y hacerlo en los pequeños detalles (los aparentemente insignificantes dos reales) de cada día. 3) Sin dejarnos cegar por el culto a lo grandioso (que puede ser sólo grandilocuente), tener, como Jesús, ojos para ver (reconocer, señalar, agradecer) esos pequeños detalles de autenticidad en los demás, ojos para la grandeza que se manifiesta en lo pequeño.

Esa fe es lo que se descubre en la viuda de Sarepta, que, fiada de la palabra del profeta, es capaz de compartir lo poquísimo que tiene con el forastero que le solicita ayuda. Y es esa misma fe la que mueve a la pobre viuda del Evangelio de hoy que, al dar limosna, bien insignificante en cantidad, lo da todo, esto es, se da ella misma, y, además y al menos de momento, sin recibir nada a cambio (a diferencia de la viuda de Sarepta). Para la pobre viuda del evangelio “la orza de harina y la alcuza de aceite que no se agotan” son ese tesoro en el cielo, que ni la polilla ni el óxido corroen y que nadie te puede robar (cf. Mt 6,20)

Los dos reales de su limosna simbolizan, tal vez, que lo decisivo y auténtico de la vida no se decide, la mayoría de las veces, en grandes acciones, sino en los pequeños detalles de cada día. Son ellos los que ponen a prueba la autenticidad de nuestra vida y los que nos preparan para los grandes momentos, si es que llegan. No podemos descuidar el detalle de que esta pobre viuda dio sus dos reales al tesoro del templo. Para nosotros el templo es el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Y esto significa aquí, además de la ayuda material que podemos y debemos realizar para el sostenimiento de nuestra Iglesia, que nuestra aportación a la construcción del cuerpo de Cristo es esencial, por muy pequeña que pueda parecernos: es esencial porque es la nuestra, y lo que nosotros podemos aportar, en dinero, en tiempo, en dedicación, podemos darlo sólo nosotros; y su posible insignificancia lo es sólo a los ojos de quienes todo lo miden sólo en términos de cantidad o de relumbrón, pero no para los ojos capaces de descubrir la autenticidad del corazón, la capacidad de entregarse a Dios y a los hermanos.

Es ese corazón auténtico lo que ve Dios con los ojos humanos de Jesús. Jesús sabe ver bien esa autenticidad de la entrega, porque de entregarse hasta el final sabía un rato, como nos recuerda hoy el autor de la Carta a los Hebreos.