Maestro, que pueda ver. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 30º domingo del tiempo ordinario

He aquí una típica situación de marginación: al borde del camino se encuentra un hombre que, por ser ciego, es pobre y dependiente y, a diferencia de los demás, no puede caminar por sí mismo. La marginación de cualquier tipo es un fenómeno siempre incómodo. Y no sólo para quien la sufre, sino también para los demás, para los “normales” que pasan de largo por el camino mirando hacia otra parte. Los marginados de cualquier tipo, gritan y molestan. Imploran ayuda y nos ponen en cuestión. El propio confort y seguridad se hacen molestos ante el rostro inquietante de la marginación. Una forma de esquivar esta incomodidad es hacerse sordo a sus gritos, hacerlos callar, como hacían muchos de los que caminaban alrededor de Jesús, que trataban de que, además de ciego, el pobre se volviera mudo. Una forma de acallar esos gritos es, por ejemplo, convertirlos en “un problema” abstracto, anónimo, sin nombre y sin rostro.

El primer detalle significativo del Evangelio de hoy es que, a diferencia de lo que sucede en otros pasajes de curación, aquí se nos dice lo que parece un nombre, Bartimeo, aunque, en realidad es una indicación de su procedencia: es el hijo de Timeo. Esto revela su falta de autonomía, su dependencia, la carencia de una identidad propia. En todo caso, aunque sea así, se nos habla de alguien concreto, con una historia y unas relaciones, con sentimientos, deseos y esperanzas, frustrados precisamente por su situación de marginación. Es normal que gritara en cuanto percibiera la más mínima esperanza de curación.

Desde Jericó Jesús se prepara para subir a Jerusalén, donde consumará su destino mesiánico. La salvación está cerca. El ciego sentado al margen del camino, sabiendo que pasaba Jesús de Nazaret, implora piedad al tiempo que lo confiesa como el Mesías, “Hijo de David”.

Jesús no percibe en el grito del ciego la molestia que ocasiona la marginación, sino la angustia y el sufrimiento de la persona concreta. El sufrimiento, de hecho, no le es ajeno en absoluto, lo conoce en primera persona pues por su encarnación “está él mismo envuelto en debilidades”, y puede compadecerse de los que sufren. Es la vía del sufrimiento hasta la muerte la que realiza su realeza, su filiación davídica, su mesianismo. Así que, a diferencia de los demás, Jesús se detiene, y llama al ciego, y entabla con él un diálogo, se abre a sus necesidades y se dispone a escuchar sus deseos. Es interesante que le pregunte: «¿Qué quieres que haga por ti?», como si no fuera evidente. Pero es que a la hora de acoger y ayudar es importante (tal vez, lo más importante) dejar que la persona se exprese y pueda exponer sus necesidades y deseos. A veces la ayuda social puede hacerse de manera profesional y especializada: “sabemos” mejor que el necesitado lo que necesita, y podemos hacer de él “objeto” de una caridad burocratizada, que no da lugar al encuentro personal, al diálogo con la persona, a que ésta pueda ejercitar el mínimo de autonomía de que todavía disfruta: siquiera decirnos su nombre (“no soy sólo un ciego, sino yo, Bartimeo”), exponer su necesidad y su pobreza, expresar sus deseos y manifestar sus sueños. Hay formas de ejercer la “caridad” que pueden ser modos encubiertos de hacer callar el grito de los marginados. Jesús, como vemos hoy, actúa de otra manera: oye el grito, llama, escucha, deja al otro ser sí mismo, y sólo desde ahí actúa curando.

Sanar la marginación no significa necesariamente hacer milagros, ni siquiera resolver problemas. No siempre está en nuestras manos, desde luego, lo primero, ni tampoco siempre lo segundo. Pero sí que podemos escuchar, acoger, respetar al otro en su idiosincrasia y en su concreción, reconocerlo como persona dotado de esa mínima pero fundamental autonomía que consiste en expresarse, en decirnos su nombre, su procedencia, sus deseos, sus esperanzas y, por tanto, también su fe.

No ser sordos a este grito y este clamor es una primera forma de curar la ceguera, la causa de la marginación. Jesús, que atribuye la curación de Bartimeo a su propia fe, tal vez nos esté diciendo justamente que para superar la marginacion hay que prestar atención y ayuda, pero también dejar al otro poner su parte y ejercer su margen de autonomía, por pequeña que esta sea.

El milagro que Jesús ha obrado con la cooperación de la fe del ciego no consiste sólo en la recuperación física de la vista, sino también en el hecho de que Bartimeo abandona su situación de marginación y se integra al camino por el que marchaban todos, y lo hace además en el seguimiento de Jesús: “lo seguía por el camino”. Descubrimos que la llamada de Jesús, guiada por la compasión, era además una llamada al seguimiento. Responder a la llamada exige fe y también generosidad. Como los primeros apóstoles dejaron sus redes, Bartimeo, para responder a la llamada, dejó su escasa riqueza, su manto, que era su casa y su abrigo. En Bartimeo vemos la respuesta a las dificultades del seguimiento, que vimos las semanas anteriores: las exigencias en relación con el matrimonio (y el celibato), con el uso de las riquezas y en relación al poder, se pueden superar si nos dejamos curar por Jesús: la alegría de la curación da fuerzas para seguirle de modo espontáneo y alegre.

Cada uno de nosotros puede reconocerse en el ciego Bartimeo. Todos tenemos nuestras cegueras, nuestras limitaciones (físicas, intelectuales, psicológicas, morales), nuestras dependencias, que nos marginan de un modo u otro. Podemos conformarnos con resignación e imponernos silencio a nosotros mismos. Pero Jesús pasa a nuestro lado y tenemos que tener el valor de dirigirnos a él, de gritarle nuestra necesidad. Quién sabe la cantidad de “curaciones” que nos hemos perdido en nuestra vida por no haber sido capaces (por temor a las reacciones de los demás, o por parálisis interior, o por orgullo o pereza…) de dirigirnos a Cristo con fe. Bartimeo nos invita hoy a orar con insistencia, a acudir a Jesús y gritarle nuestra necesidad, a no conformarnos con nuestras cegueras, nuestros horizontes estrechos y limitados. Jesús nos escucha, nos deja hablar y expresarnos: ¿por qué perder la oportunidad de abrir ante él, sin temor, con confianza, esto es, con fe, nuestro corazón, nuestras necesidades, nuestros deseos y nuestras esperanzas, para que él, escuchándonos, nos ponga en pie y nos cure, dándonos la oportunidad de caminar por nosotros mismos y en su seguimiento?

Si sentimos que, de un modo u otro, Jesús ya nos ha tocado y curado, si estamos ya en camino, Bartimeo nos invita a examinar la calidad de nuestro seguimiento. Puede ser que, como los apóstoles en estos últimos domingos, seamos todavía ciegos para ciertos aspectos del mensaje evangélico. Vivir en el seguimiento de Jesús significa haber sido curado de la ceguera que nos impide caminar con libertad, pero también de las sorderas que nos impiden escuchar los gritos de los que todavía se sientan al borde del camino y nos importunan pidiendo ayuda. Ser seguidor de Jesús implica estar dispuesto a pararse, a acoger, a escuchar, a ayudar en la medida de nuestras posibilidades (unas veces personalmente, otras, junto con otros, uniendo fuerzas en organizaciones adecuadas). Es un género de ayuda que auna, por otro lado, acción social y anuncio del evangelio, solicitud por la necesidad y llamada a la fe y al seguimiento. Se trata de dos dimensiones inseparables pero autónomas en cierto sentido. La ayuda es incondicional: su motivación no puede ser otra que el sufrimiento ajeno. Pero, por ser una ayuda realizada por y desde el seguimiento de Cristo, no puede no remitir, desde el pleno respeto a la libertad y la autonomía ajena, a la fuente de la que brota nuestra capacidad de acogida y ayuda.

A este respecto, hay otra forma de marginación que podemos entrever en el evangelio de hoy. La dimensión religiosa está cada vez más ausente de los modos de vida y de pensamiento del mundo en el que vivimos, que se ha hecho en gran medida ciego para la fe y se va situando al margen de la experiencia cristiana. Pero también esta forma de marginación y de ceguera grita de múltiples formas. También a estos gritos tenemos los creyentes que prestar atención, escuchándolos y tratando de darles una respuesta respetuosa y firme. Hay formas de necesidad y de ceguera a los que sólo la fe en el Dios Padre de Jesucristo puede responder. Los que tenemos fe debemos reconocer sin complejos que somos ricos de una riqueza que no es nuestra y que hemos de compartir, somos depositarios de una luz que quiere iluminar a todos. Por medio del testimonio de fe, que se expresa en el amor y en la atención a las necesidades ajenas, Jesús mismo quiere hacerse cercano también a esta forma de marginación y, dirigiéndose a cada uno, preguntarle con solicitud: «¿Qué quieres que haga por ti?»