No será así entre vosotros. Homilía del padre José Mª Vegas, C.M.F., para el 29º domingo del tiempo ordinario


En estos domingos pasados hemos visto cómo los propios discípulos de Jesús expresan su extrañeza, incluso su oposición, al modo en que Jesús entiende y propone las relaciones conyugales, y la relación con la riqueza. En este domingo sucede algo similar con la cuestión del poder. La sexualidad, la posesión material y el poder social marcan tres direcciones fundamentales del espíritu humano y son, además, expresión del carácter menesteroso, de las necesidades básicas del hombre; pero también pueden ser el lugar en el que el ser humano se entrega con generosidad, lo que quiere decir, con renuncia. Jesús con su palabra y con el ejemplo de su vida quiere enseñarnos a hacer de esas dimensiones lugares de aparición del Reino de Dios. También en el ámbito de las relaciones conyugales, en el trato con los bienes económicos y en el de la autoridad social debe realizarse la segunda petición del Padrenuestro: “venga a nosotros tu Reino”.

Hoy tenemos que centrarnos en la realidad del poder y la autoridad. Y la cuestión es “servir” o “servirse”. La diferencia en la conjugación es mínima, una pequeña partícula reflexiva, pero ese mínimo matiz es capaz de cambiar el sentido entero de una vida.

En realidad, la tensión entre servir y servirse es inevitable en todos los ámbitos de la vida: en la familia, en el trabajo, en la sociedad y en la política, también, claro, en la religión y en la iglesia. Aunque tensión no significa necesariamente contradicción. Si estamos tan inclinados a servirnos es porque, como hemos dicho, somos menesterosos y tenemos muchas necesidades. Hasta en el amor, del que los griegos (hablando de Eros) decían que era hijo de “Poros” (abundancia) y “Penía” (pobreza), necesitamos recibir además de dar. Esto significa que la tensión se puede resolver solamente mediante el equilibrio de las dos dimensiones. Sin embargo, en cada ámbito de vida y actividad humana ese equilibrio se realiza de un modo parcialmente diverso. Pongamos como ejemplos la política y la religión (expresamente, la cristiana). Aunque concibamos la política como una actividad al servicio del bien común (una forma superior de ética, consideraban de nuevo los griegos), lo cierto es que un político que carezca de ambición está condenado al fracaso. En la política la voluntad de servir, imprescindible para que esa actividad no degenere en mero oficio de truhanes, tiene que ir acompañada de una cierta sed de poder. Sin ella, no podrá el político abrirse camino en ese mundo ni, por tanto, llegar a servir a la sociedad. Aquí, el equilibrio de las dos dimensiones es imprescindible para evitar tanto la corrupción como la ineficacia.

¿Puede decirse que sucede lo mismo en el campo de la experiencia religiosa o, más exactamente, cristiana? Creo que no, por un pequeño pero fundamental detalle. A diferencia de la política y otras ocupaciones, fruto de elección personal, en la vida de fe es Dios quien toma la iniciativa, es Cristo el que nos llama y elige: “No me habéis elegido vosotros, sino que yo os he elegido” (Jn 15, 16); “llamó a los que quiso” (Mc 3, 13). Y es esa misma llamada la que marca el sentido de la elección, que, evidentemente, no está en la línea del “servirse”, sino de la de servir.

Si esto es así, ¿cómo entender, entonces, la petición de los hermanos, hijos del Zebedeo? Ya hemos ido viendo cómo los discípulos de Jesús, incluso los más cercanos, entendieron el sentido de su mesianismo sólo de manera progresiva. Es natural que al principio, al reconocer en Jesús de Nazaret al Mesías prometido, le aplicaran los esquemas de compresión comunes a su tiempo: un mesianismo político que libraría a Israel de la opresión romana y restauraría el antiguo esplendor de la monarquía davídica. Es fácil comprender, que una interpretación político-religiosa de la figura de Jesús podía muy bien suscitar expectativas ligadas a cargos, prebendas y privilegios. Pero, más allá de las circunstancias históricas de entonces, que requirieron la paciente pedagogía de Jesús sobre el sentido de su mesianismo, es claro que la tentación del poder (del servirse) asoma en cualquier situación y en cualquier época. También hoy puede suceder y puede sucedernos. En la Iglesia y en cualquier vocación cristiana podemos sentir la tentación de servirnos de nuestra posición en beneficio propio. Como en el caso de los hijos de Zebedeo, no está dicho que nuestras motivaciones sean desde el principio totalmente puras y claras. El sacerdote puede ambicionar un cargo eclesiástico (ser párroco, o monseñor, u obispo…), el religioso puede desear con vehemencia que le nombren superior, el laico de la parroquia puede aspirar a ocupar un cargo de responsabilidad, o simplemente buscar reconocimiento público. Cuántas personas se mueven alrededor de grupos o estructuras cristianas buscando cosas distintas del seguimiento de Cristo y la entrega a los demás: buscan amigos, o ayuda material, o alguna forma de promoción, o incluso la oportunidad de viajar al extranjero…

El caso es que lo que nos narra el evangelio de hoy nos dice que no debemos ser en exceso puritanos, ni llevarnos las manos a la cabeza. Jesús no llama a puros, sino a pecadores, precisamente nos llama a nosotros. Y Él sabe que nuestras motivaciones no son impolutas. Justamente el hecho de ser Él el que nos llama nos debe dar confianza: él es un Mesías (un sumo sacerdote) capaz de compadecerse de nuestras debilidades, pues ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado (cf. Hb 4, 15); él es un Maestro que nos va enseñando con paciencia a través de las circunstancias de la vida. Las ambiciones de los dos hermanos, que suscitan la ira de los demás (posiblemente, por el simple hecho de que tenían aspiraciones similares), le dan pie a Jesús para enseñarles y hacerles avanzar en la compresión del verdadero sentido de su mesianismo y, en consecuencia, del discipulado. Y lo mismo hace hoy con nosotros y con nuestras motivaciones ambiguas. Lo importante es estar abiertos a la enseñanza viva de Jesús, atentos a sus palabras y en actitud de seguimiento. Porque esa es la cuestión: estamos en camino. No seremos perfectos, pero estamos abiertos y en movimiento. Y entonces Jesús no nos reprocha por nuestros defectos y nuestras ambiciones, sino que nos enseña, y nos ayuda a comprender y a crecer.

La respuesta a Santiago y a Juan a la pregunta de Cristo es altamente significativa: la disposición a aceptar el bautismo y el cáliz de la eucaristía. Es claro que no se trata sólo de los ritos sacramentales, sino de lo que ellos significan: la participación real, existencial, en la Pasión de Cristo. Estamos bautizados, pero el bautismo es el comienzo de un camino, en el que somos alimentados por la Eucaristía, que se nos invita a repetir (al menos) semanalmente precisamente porque estamos llamados a progresar en el conocimiento, la compresión y la participación viva en el misterio insondable de Cristo. Si estamos dispuestos, aun cuando, como en el caso de los dos hermanos en su respuesta, no sepamos hasta el final lo que esto significa, entonces nuestras motivaciones se irán purificando progresivamente, y se nos dará sin duda el lugar que nos corresponde en la Iglesia y en el Reino de Dios, para servir en ella a Dios y a Cristo en los hermanos. Aquí rige una lógica nueva y distinta: no es la lógica del poder, sino la de la entrega. Es una grandeza de otro tipo, que no consiste en el boato externo y en los privilegios que comporta, sino en la libertad interior y en la dignidad del servicio.

No es fácil aceptar el camino de la Cruz, pero este es el único camino de seguimiento de Cristo. Y tampoco es tan difícil emprenderlo y encaminarse por él, si nos vamos ejercitando paso a paso en el servicio cotidiano, en la atención a las pequeñas necesidades de los que nos rodean. Así, en el día a día iremos realizando (haciendo real) lo que significa nuestro bautismo, bebiendo del cáliz eucarístico, haciendo nuestra no sólo la doctrina, sino también la vida de Aquel que nos ha justificado cargando con nuestros crímenes, que ha venido no para ser servido, sino para servir y dar la vida en rescate por todos.